Mathilde había tratado cientos de casos similares en el hospital de Sainte-Anne. La prioridad era calmar la crisis. A base de palabras reconfortantes, había conseguido convencer a la joven para que se dejara inyectar cincuenta miligramos de Tranxene por vía intramuscular.
En esos momentos, Anna Heymes dormía en el sofá. Mathilde estaba sentada ante su escritorio, en su posición habitual.
No tenía más que telefonear a Laurent Heymes. Ella misma podía ocuparse del internamiento de su mujer en el hospital, o bien avisar directamente a Eric Ackermann, el médico que la trataba. En unos minutos, todo estaría resuelto. Un asunto rutinario.
Entonces, ¿por qué no llamaba? Llevaba más de una hora así, sin descolgar el teléfono, limitándose a contemplar los trozos de mueble que brillaban en la oscuridad a la luz de la ventana. Desde hacía años, vivía rodeada de aquellas antigüedades de estilo rococó, adquiridas en su mayor parte por su marido y que ella había luchado por conservar en el momento del divorcio. En primer lugar, para fastidiarlo, pero también, como había comprendido más tarde, para conservar algo de él. Nunca se había decidido a venderlas. Y ahora vivía en un santuario. Un mausoleo lleno de lustrosas antiguallas que le recordaban los únicos años que realmente contaban.
Psicosis paranoica. Un caso de manual.
Salvo por las cicatrices. Las marcas que había observado sobre la frente, las orejas y la barbilla de la joven. Incluso había podido notar los tornillos e implantes que sujetaban la estructura ósea de su rostro bajo la piel. La escalofriante tomografía le había proporcionado los detalles de las intervenciones.
A lo largo de su carrera, Mathilde había conocido a muchos paranoicos, y, rara vez se paseaban con las pruebas concretas de su delirio grabadas en la cara. Anna Heymes llevaba una auténtica máscara cosida al rostro. Una máscara de carne, moldeada y suturada, que disimulaba los huesos rotos y los músculos atrofiados.
¿Cabía la posibilidad de que sencillamente dijera la verdad? ¿De que determinados individuos -policías, por si fuera poco- le hubieran hecho semejante atrocidad? ¿De que le hubieran destrozado los huesos y el rostro? ¿De que le hubieran robado la memoria?
En aquel asunto había otro elemento que la intrigaba: la participación de Eric Ackermann. Mathilde recordaba al desgarbado pelirrojo con el rostro salpicado de pecas y acné. Uno de sus innumerables pretendientes en la universidad, pero sobre todo un individuo con una inteligencia excepcional, aunque algo propenso a la exaltación. Por aquel entonces era un apasionado del cerebro y los «viajes interiores». Había seguido las experiencias con el LSD de Timothy Leary en la Universidad de Harvard y pretendía explorar regiones desconocidas de la conciencia utilizando el mismo sistema. Tomaba todo tipo de drogas psicotrópicas y analizaba sus propios delirios. Había llegado a mezclar LSD con el café de algún compañero de estudios, solo «para ver qué pasaba». Mathilde sonrió recordando aquella locura. Toda una época: el rock psicodélico, la contestación juvenil, el movimiento hippy…
Ackermann predecía que un día habría máquinas que permitirían viajar al interior del cerebro y observar su actividad en tiempo real. Los años le habían dado la razón. El mismo se había convertido en un neurólogo pionero, gracias a tecnologías como la cámara de positrones o la magneto-encefalografía.
¿Habría utilizado a la joven como conejillo de Indias? Mathilde buscó en su agenda los datos de una estudiante que había asistido a sus clases en la facultad de Sainte-Anne en 1995. El teléfono sonó cuatro veces antes de que lo cogieran.
– ¿Valérie Rannan?
– Al habla.
– Soy Mathilde Wilcrau
– ¿La profesora Wilcrau?
Eran más de las once, pero la joven parecía estar muy despierta.
– Mi llamada va a parecerle un tanto extraña, sobre todo a este hora…
– ¿Qué desea?
– Solo quería hacerle unas preguntas sobre su tesis doctoral. Si no recuerdo mal, el tema eran las manipulaciones mentales y el aislamiento sensorial…
– Entonces, no pareció interesarla mucho…
Mathilde creyó percibir cierta hostilidad en el comentario. En su momento, había rehusado dirigir la tesis de la chica, porque no creía en aquel tema de investigación. Para ella, el lavado de cerebro tenía algo de fantasía colectiva, de leyenda urbana.
– Sí, es cierto -admitió procurando dulcificar la voz- Era bastante escéptica. Pero ahora necesito información para un artículo que debo redactar urgentemente.
– Pregunte lo que desee.
Mathilde no sabía por dónde empezar. Ni siquiera estaba segura de lo que quería averiguar. Un tanto al azar, preguntó:
– En la sinopsis de su tesis, decía usted que es posible borrar la memoria de un sujeto. Es… en fin, ¿es realmente posible?
– Las técnicas en cuestión se desarrollaron en los años cincuenta.
– Las utilizaron los soviéticos, ¿verdad?
– Los rusos, los chinos, los estadounidenses… Todo el mundo. Fue uno de los grandes retos de la guerra fría. Anular la memoria. Destruir las convicciones. Modelar la personalidad.
– ¿Qué métodos utilizaban,
– Siempre los mismos: electroshock, drogas, aislamiento sensorial…
Se produjo un silencio.
– ¿Qué drogas? -preguntó Mathilde.
– Yo estudié sobre todo el programa de la CIA: el MK-Ultra. Los estadounidenses utilizaban sedantes. Fertonacina. Sodio amital. Clorpromacina.
Mathilde conocía aquellas sustancias: la artillería pesada de la psiquiatría. En los hospitales, todos aquellos productos estaban englobados en la categoría de «camisas de fuerza químicas». Pero en realidad se trataba de auténticas trituradoras, de máquinas para pulverizar la mente.
– ¿Y el aislamiento sensorial?
Valérie Rannan soltó una risita.
– Las experiencias más avanzadas se desarrollaron en Canadá, a partir de 1954, en una clínica de Montreal. Los psiquiatras empezaban interrogando a sus pacientes, que eran mujeres depresivas. Las obligaban a confesar faltas, deseos que las avergonzaban. A continuación, las encerraban en una habitación totalmente pintada de negro, donde no podían distinguir el suelo de las paredes y el techo. Por ultimo, les ponían un casco de fútbol americano en cuyo interior emitían en bucle extractos de las entrevistas. Las pacientes oían las mismas palabras, los pasajes más dolorosos de sus confesiones, una y otra vez. Su único respiro eran las sesiones de electroshock y las curas de sueño químico. -Mathilde lanzó una breve mirada a Anna, que seguía dormida sobre el diván. Su pecho ascendía y descendía plácidamente al ritmo de la respiración-. El auténtico condicionamiento -siguió explicando la estudiante- empezaba cuando la paciente ya no recordaba ni su nombre ni su pasado y carecía de toda voluntad. Les cambiaban la cinta de los cascos: entonces recibían órdenes, oían consignas repetidas hasta la saciedad que tenían como fin modelar su nueva personalidad.
Como todos los psiquiatras, Mathilde había oído hablar de aquellas aberraciones, pero no acababa de creer en su realidad, y menos aún en su eficacia.
– ¿Cuál era el resultado? -preguntó con voz neutra.
– Los norteamericanos solo consiguieron crear zombis. Parece que los rusos y los chinos obtuvieron mejores resultados con métodos casi idénticos. Tras la guerra de Corea, más de siete mil prisioneros estadounidenses volvieron a casa absolutamente convencidos de la bondad de los valores comunistas. Habían condicionado su personalidad.
Mathilde se frotó los hombros; un frío de sepulcro se había apoderado de sus miembros.
– ¿Cree usted que existen laboratorios donde se sigue experimentado en ese campo?
– No me cabe la menor duda.
– ¿Qué tipo de laboratorios?
Valérie soltó una risita sarcástica.
– Está usted un poco desfasada. Estancos hablando de centros de estudios militares. Todas las fuerzas armadas experimentan con la manipulación del cerebro.
– ¿En Francia también?
– En Francia, en Alemania, en Japón, en Estados Unidos… En cualquier país que disponga de tecnología suficientemente avanzada Siempre hay nuevos productos. En este momento, se habla mucho de una sustancia química llamada GHB, que borra los recuerdos de lo ocurrido en las últimas doce horas. Se la conoce como la «droga del violador», porque la mujer violada no recuerda nada. Estoy convencida de que los militares están trabajando con productos similares. El cerebro sigue siendo el arma más peligrosa del mundo.
– Se lo agradezco mucho, Valérie.
– ¿No quiere que le dé fuentes más precisas? -le preguntó la joven, sorprendida-. ¿Bibliografía?
– No, gracias. En caso necesario, volveré a llamarla.
Mathilde se acercó a Anna, que seguía profundamente dormida. Le examinó los brazos en busca de marcas de pinchazos. Nada. Le retiró los cabellos, pensando en la inflamación electrostática del cuero cabelludo que provoca la repetida absorción de sedantes. Tampoco.
Volvió a erguirse, asombrada de dar el menor crédito a la historia de aquella mujer. No, realmente también ella estaba empezando a desvariar… En ese momento volvió a fijarse en las cicatrices de la frente: tres líneas verticales diminutas, separadas unos centímetros. A su pesar, le tocó las sienes y las mandíbulas: las prótesis se notaban bajo la piel.
¿Quién había hecho aquello? ¿Cómo era posible que Anna hubiera olvidado una operación así?
Durante su primera visita, le había hablado del instituto donde le habían hecho las tomografías. «En Orsay. En un hospital lleno de soldados.» Mathilde había escrito el nombre; estaría entre sus notas.
Hojeó el bloc rápidamente y vio una página emborronada con sus garabatos habituales. En una esquina, a la derecha, había escrito: «Henri-Becquerel».
Cogió una botella de agua en el cuarto contiguo al despacho y tras darle un largo trago, descolgó el auricular y marcó un número.
– ¿René? Soy Mathilde, Mathilde Wilcrau.
Silencio. La hora. Los años transcurridos. La sorpresa…
– ¿Cómo estás? -preguntó al fin una voz grave.
– ¿Llamo en mal momento?
– No seas tonta. Oír tu voz siempre es un placer.
René Le Garrec había sido su maestro y profesor cuando era interna en el hospital de Val-de-Grâce. Psiquiatra del ejército, especialista en traumas de guerra, había fundado las primeras unidades de urgencias medico-psicológicas para atender a las víctimas de atentados, guerras y catástrofes naturales. Un pionero que le había demostrado que era posible llevar galones sin ser un gilipollas.