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Era la imagen más impresionante. El rostro azulado de un cadáver con fisuras y clavos en las paredes óseas.

Anna cerró el fichero.

– Gracias. Necesitaba ver todo esto.

El cirujano rodeó el escritorio y la observó con atención, tonto si siguiera intentando descubrir en sus facciones el móvil oculto de aquella visita.

– Pero… En fin, no lo entiendo… ¿Qué quiere usted?

Anna se levantó, se puso el abrigo y sonrió por primera vez

– Antes tengo que verlo con mis propios ojos.

19

Son las dos de la mañana.

La lluvia, que no cesa: un murmullo, un chisporroteo, un crepitar sostenidos. Una música con su cadencia, sus síncopas, sus diferentes resonancias sobre cristales, barandillas, cornisas…

Anna está de pie ante las ventanas del salón. En jersey y pantalón de chándal, tirita en el piso helado.

Envuelta en la oscuridad, escruta la negra silueta del plátano centenario a través de los cristales. Le parece un esqueleto de corteza flotando en el aire. Huesos calcinados, marcados por filamentos de liquen, casi plateados a la luz de las farolas. Garras desnudas que esperan su revestimiento de carne, el follaje de la primavera.

Baja la vista. En la mesa, ante ella, descansan las compras que ha hecho esa tarde, tras la visita al cirujano. Una linterna diminuta de la marca Maglite; una cámara polaroid que permite hacer fotografías de noche.

Laurent duerme en la habitación desde hace una hora. Anna se ha quedado junto a él, espiando su sueño. Observando sus ligeros estremecimientos, descargas del cuerpo reveladoras del adormecimiento. Luego ha escuchado su respiración, regular, inconsciente.

El primer sueño.

El más profundo.

Recoge sus cosas. Mentalmente, dice adiós al árbol del exterior, a la amplia sala de parquet veteado, al tresillo blanco. Y a todas las costumbres que la unen a aquel piso. Si está en lo cierto, si lo que ha imaginado es real, tendrá que huir. E intentar comprender.

Vuelve al pasillo. Avanza con tanto sigilo que puede oír la respiración de la casa: los crujidos del parquet, el zumbido de la caldera, la vibración de las ventanas, azotadas por la lluvia…

Se desliza en el dormitorio.

Una vez junto a la cama, deja la cámara fotográfica en la mesilla de noche con cuidado e inclina la linterna hacia el suelo. La tapa con la mano antes de encender la pequeña bombilla halógena, que le calienta la palma.

A continuación, se inclina sobre su marido conteniendo la respiración.

A la luz de la linterna, observa el perfil inmóvil, el cuerpo vagamente dibujado bajo la ropa de la cama. Lo contempla con un nudo en la garganta. Vacila, está a punto de desistir, pero se rehace.

Con cautela, desliza el haz de luz sobre el rostro. No hay reacción: puede empezar.

Primero, le levanta el flequillo con cuidado y observa la frente. Nada. Ni rastro de las tres cicatrices que aparecían en la fotografía de Laferriére.

Enfoca las sienes con la linterna. Ninguna señal. Recorre la parte inferior del rostro, bajo las mandíbulas, el mentón: nada anormal. Los temblores vuelven a agitarla. ¿Y si todo esto no fuera más que otro de sus delirios? ¿Y si no fuera más que el siguiente capítulo de su locura? Anna hace un esfuerzo de voluntad y continúa con el examen.

Acerca la luz primero a una oreja y luego a la otra, y coge muy suavemente los lóbulos superiores para examinar la cresta. Ni la menor señal. Levanta con sumo cuidado los párpados en busca de alguna incisión. No la hay. Inspecciona las aletas de la nariz y el interior de los tabiques nasales. Nada.

Está empapada en sudor. Intenta atenuar aún más el ruido de su respiración, pero el aliento se le escapa por los labios y las fosas nasales.

Recuerda otra posible cicatriz. La sutura en ese en la parte superior del cráneo. Se yergue, hunde la mano en el pelo de Laurent lentamente y levanta hasta el último mechón enfocando las raíces con la linterna. No hay nada. Ninguna fisura. Ningún relieve irregular. Nada. Nada. Nada.

Anna contiene los sollozos y empieza a hurgar ya sin precaución en esa cabeza que la traiciona, que le demuestra que está loca, que es…

La mano le aferra la muñeca con brutalidad.

– ¿Qué estás haciendo? -Anna retrocede de un salto. La linterna rueda por el suelo. Laurent ya se ha incorporado en la cama. Enciende la lámpara de la mesilla y repite-: ¿Qué estás haciendo? -Ve la Maglite en el suelo y la cámara en la mesilla-. ¿Qué significa todo esto? -farfulla con el rostro tenso. Arrimada a la pared, Anna no responde. Laurent retira la ropa, se levanta de la cama y recoge la linterna. Mira el objeto con irritación y enfoca el haz de luz directamente sobre el rostro de Anna-. Me observabas, ¿no es eso? ¿En plena noche? Pero ¿qué buscas, por Dios santo?

Silencio de Anna.

Laurent se pasa la mano por la frente y resopla con exasperación. Solo lleva puesto un calzoncillo. Abre la puerta de la habitación contigua, que hace las veces de vestidor, coge unos vaqueros y un jersey y se viste sin decir palabra. Acto seguido sale del dormitorio y abandona a Anna a su soledad, a su locura.

Anna se deja caer pared abajo y se encoge en el suelo de moqueta. No piensa en nada, no percibe nada. Salvo los golpes del corazón en el interior de su caja torácica, que parecen amplificarse cada vez más.

Laurent vuelve a aparecer en el umbral, con el teléfono móvil en la mano. Sonríe de. forma extraña y asiente compasivamente con la cabeza, como si en unos minutos hubiera razonado consigo mismo y conseguido tranquilizarse.

– Todo irá bien -dice con voz suave indicando el móvil-. He llamado a Eric. Mañana te llevo al instituto. -Se inclina hacia ella, la ayuda a levantarse y, lentamente, la lleva a la cama. Anna no opone ninguna resistencia, y él la sienta con precaución, como si temiera romperla. O liberar alguna peligrosa fuerza agazapada en su interior-. Ahora todo irá bien.

Anna asiente con la vista clavada en la linterna, que Laurent ha dejado en la mesilla de noche, junto a la cámara fotográfica.

– La biopsia no -balbucea-. Ni la sonda. No quiero que me operen.

– De momento, Eric solo va a someterte a más pruebas. Hará todo lo posible para evitar la extracción. Te lo prometo. -Laurent le da un beso-. Todo irá bien. -Le tiende un somnífero. Anna lo rechaza-. Por favor…-insiste Laurent.

Anna accede a tomárselo. A continuación, Laurent la desliza bajo las sábanas, se acuesta junto a ella y la abraza con ternura. No dice una sola palabra sobre su propia inquietud. No hace un solo comentario sobre su consternación ante la irreversible locura de su mujer.

¿Qué piensa realmente?

¿Le alivia deshacerse de ella?

Anna no tarda en oír su respiración, acompasada por el sueño. ¿Cómo puede volver a dormirse en un momento así? Aunque tal vez ya hayan pasado horas… Anna ha perdido la noción del tiempo. Con la mejilla apoyada en el pecho de Laurent, escucha los latidos de su corazón. El pulso tranquilo de los que no están locos, de los que no tienen miedo.

Siente que los efectos del calmante la invaden poco a poco.

Una flor de sueño abriéndose en el interior de su cuerpo…

Ahora tiene la sensación de que la cama flota y se aleja de la tierra firme. Deriva en las tinieblas, lentamente. Ya no hay que oponer la menor resistencia, ya no hay que intentar nada para luchar contra esa corriente. Basta con abandonarse a su empuje…

Se acurruca contra Laurent y piensa en el plátano, reluciente de lluvia ante las ventanas del salón. En sus desnudas ramas, que esperan cubrirse de yemas y hojas. Una primavera que ya se anuncia y que ella no verá.

Acababa de vivir su última estación entre los seres racionales.

20

– ¿Anna? ¿Qué estás haciendo? ¡Llegaremos tarde!

Bajo el chorro de agua caliente, Anna apenas oía la voz de Laurent. Simplemente miraba las gotas que explotaban a sus pies, saboreaba los hilillos que serpenteaban por su espalda y, de vez en cuando, alzaba el rostro hacia el haz líquido. Todo su cuerpo se había ablandado, relajado, contagiado de la fluidez del agua. Ahora era tan dócil como su mente.

Gracias al somnífero, había conseguido dormir unas horas. Esa mañana se sentía lisa, neutra, indiferente a lo que pudiera pasarle. Su desesperación se confundía con una extraña calma. Una especie de paz distanciada.

– ¡Anna! ¡Aligera, por favor!

– ¡Ya está! Voy enseguida.

Anna salió de la cabina de la ducha y saltó sobre la alfombrilla colocada ante el lavabo. Las ocho y media. Laurent, vestido y perfumado, iba y venía al otro lado de la puerta. Anna se puso la ropa interior a toda prisa y eligió un vestido de lana negra. Un sobrio modelo de Kenzo que evocaba un luto elegante y futurista.

Acorde con las circunstancias.

Cogió un cepillo y empezó a peinarse. A través del vapor de la ducha, el espejo solo le devolvía una imagen borrosa. Lo prefería así. En unos días, quizá en unas semanas, su realidad cotidiana sería como aquel espejo empañado. No reconocería nada, no vería nada, se volvería indiferente a todo lo que la rodeaba. Ya ni siquiera le preocuparía su propia demencia, que destruiría sus últimas parcelas Iucidez sin encontrar resistencia.

– ¡Anna!

– ¡Ya estoy!

Anna sonrió ante la premura de Laurent. ¿Miedo a llegar tarde al trabajo o prisa por librarse de la chiflada de su mujer?

El vaho se desvanecía sobre el cristal. Anna vio aparecer su rostro, enrojecido, hinchado por el agua caliente. Mentalmente, dijo adiós a Anna Heymes. Y a Clothilde, a la Casa del Chocolate, a Mathilde Wilcrau, la psiquiatra de los labios de amapola…

Ya se veía en el Instituto Henri-Becquerel. Una habitación blanca, cerrada, sin contacto con la realidad. Era lo que necesitaba. Casi estaba impaciente por ponerse en manos de extraños, por abandonarse a las enfermeras.

Incluso empezaba a aceptar la idea de la biopsia, de una sonda que penetraría lentamente en su cerebro y tal vez descubriría el origen de su trastorno. En realidad, lo daba igual curarse. Lo que quería era desaparecer, evaporarse, dejar de ser una molestia para los demás…

Anna seguía peinándose cuando todo se detuvo.

En la imagen que le devolvía el espejo, bajo el flequillo, acababa de distinguir tres cicatrices verticales. No podía dar crédito a sus ojos. Con el corazón en un puño, estiró la mano izquierda, borró los últimos restos de vaho y acercó la cara al espejo. Las marcas eran ínfimas, pero estaban ahí, alineadas sobre su frente.

Cicatrices de cirugía estética.

Las que había buscado en vano esa noche.

20
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