Anna vio una cafetería cervecería en la planta baja de la avenue de Messine. Pidió una botella de Perrier en la barra y a continuación bajó al sótano en busca de una guía telefónica.
La escena se repetía. La había vivido esa misma mañana, cuando buscaba un psiquiatra en la guía de la cafetería del boulevard Saint Germain. Puede que fuera un ritual, un acto que debía repetir, como se superan círculos de iniciación, pruebas sucesivas, para acceder a la verdad…
Anna hojeó las arrugadas hojas de la guía en busca de la sección «Cirugía estética». Cuando la encontró, no se fijó en los nombres, sino en las direcciones. Tenía que encontrar un médico en los alrededores, cuanto más cerca mejor. Su dedo se detuvo en una línea: «Didier Laferriére, 12, rue Boissy-d'Anglas». Si no recordaba mal, aquella calle estaba cerca de la place de la Madeleine, es decir, a unos quinientos metros de allí.
El teléfono sonó seis veces antes de que contestara una voz de hombre.
– ¿Doctor Laferriére? -preguntó Anna.
– Sí, soy yo.
Estaba de suerte. Ni siquiera había tenido que franquear la barrera de una centralita.
– Llamaba para pedir cita.
– Hoy estoy sin secretaria. Espere… -Anna oyó teclear en un ordenador-. ¿Cuándo desearía venir?
Era una voz extraña, opaca, sin timbre.
– Ahora mismo. Es urgente.
– ¿Urgente?
– Ya le explicaré. Recíbame, por favor.
Se produjo una pausa, unos segundos de ponderación que parecían cargados de desconfianza. Luego, la voz en sordina preguntó:
– ¿Cuánto tardaría en llegar aquí?
– Una media hora.
Anna percibió una mínima sonrisa en la voz. Al final, sus prisas parecían haber conseguido divertirlo.
– La espero.
– No lo acabo de entender. ¿Qué desea operarse, exactamente?
Didier Laferriére era un hombrecillo de facciones neutras y crespos cabellos grises que cuadraban perfectamente con la atonía de su voz. Un personaje discreto, de gestos furtivos, inapreciables. Hablaba como a través de una pared de papel de arroz. Anna comprendió que debía perforar aquel velo si quería conseguir la información que buscaba.
– Todavía no estoy decidida -respondió-. Antes me gustaría informarme sobre las operaciones que permiten modificar un rostro.
– Modificar, ¿hasta qué punto?
– Profundamente.
El cirujano adoptó el tono del experto:
– Para realizar mejoras importantes, es necesario alterar la estructura ósea -dijo el cirujano adoptando el tono del experto-. Hay dos técnicas fundamentales. Las operaciones de moldeado, cuyo objetivo es atenuar los rasgos prominentes, y los injertos óseos, que por el contrario realzan determinadas zonas.
– ¿Cómo procede usted, exactamente?
El hombre respiró hondo y se concedió unos segundos de reflexión. Las ventanas estaban cubiertas con estores y el despacho, sumido en la penumbra, que atenuaba las aristas del mobiliario de estilo asiático. Reinaba un ambiente de confesionario.
– Con el moldeado -empezó a explicar el cirujano- reducimos los relieves óseos actuando bajo la piel. Con los injertos, primero retiramos fragmentos de hueso, casi siempre del parietal, en la parte superior del cráneo, y a continuación los integramos en las zonas por modificar. A veces, también utilizamos prótesis. -El hombre separó las manos y suavizó la voz-: Todo es posible. Lo que importa es su satisfacción.
– Esas intervenciones deben de dejar seriales, ¿no?
– En absoluto -respondió Laferriére con una breve sonrisa-. Trabajamos mediante endoscopia. Introducimos tubos ópticos y microinstrumentos bajo los tejidos. A continuación, operamos Utilizando un monitor. Las incisiones son insignificantes.
– ¿Podría ver fotografías?
– Por supuesto. Pero empecemos por el principio, ¿le parece? Me gustaría que decidiéramos juntos el tipo de operación que le interesa.
Anna comprendió que aquel hombre solo le enseriaría fotografías edulcoradas, en las que no se vería ninguna marca, y cambió de estrategia:
– ¿Y la nariz? ¿Cuáles son las posibilidades en el caso de la nariz?
El cirujano frunció el ceño con escepticismo. Anna tenía la nariz recta, fina, proporcionada. No había nada que cambiar.
– ¿Es una de las zonas que desea modificar?
– No desecho ninguna posibilidad. ¿Qué podría usted hacer en esa zona?
– En este terreno, hemos avanzado mucho. Podernos esculpir la nariz de sus sueños, literalmente. Si lo desea, dibujaremos juntos su línea. Tengo un programa informático que permite…
– Pero ¿en qué consiste la intervención?
El cirujano se agitó en la chaqueta blanca que le hacía las veces de bata.
– Tras ablandar toda esta zona…
– ¿Cómo? Rompiendo los cartílagos, ¿verdad?
La sonrisa seguía allí, pero los ojos se volvían más inquisitivos por momentos. Laferriére trataba de descubrir las intenciones de Anna.
– Ciertamente, debemos pasar por una etapa bastante… radical. Pero todo el proceso se desarrolla bajo anestesia.
– ¿Qué hacen ustedes a continuación?
– Colocamos los huesos y los cartílagos en función de la línea elegida. Y, una vez más, podemos ofrecerle una solución a su medida.
Anna no perdía de vista su objetivo:
– Una operación así tiene que dejar señales…
– Ninguna. Los instrumentos se introducen por las fosas nasales. No tocamos la piel.
– Y para los liftings , ¿qué técnica emplean? -preguntó Anna sin darle tiempo a acabar.
– También la endoscopia. Estiramos la piel y los músculos mediante unas pinzas diminutas.
– Entonces, ¿tampoco quedan marcas?
– Ni la más mínima. Pasamos por el lóbulo superior de la oreja. Es absolutamente invisible. -Laferriére agitó una mano-. Olvídese de las cicatrices: pertenecen al pasado.
– ¿Y las liposucciones?
Didier Laferriére frunció el ceño.
– Creía que hablábamos de la cara…
– También se hacen liposucciones del cuello, ¿no es cierto?
– Desde luego. Es una de las operaciones de estética más sencillas.
– ¿Deja cicatrices?
Era la gota que había hecho rebosar el vaso. El cirujano adoptó un tono hostil:
– No acabo de entenderlo. ¿Qué es lo que le interesa, las mejoras o las cicatrices?
Anna perdió el aplomo. En un segundo, sintió el mismo pánico que se había apoderado de ella en la galería. Bajo su piel, el calor iba aumentando desde el cuello hasta la frente. En esos momentos, debía de estar roja como un tomate.
– Perdone -murmuró haciendo un esfuerzo para encadenarlas frases-. Es que soy muy miedosa y me… me gustaría… en fin, antes de decidirme, me gustaría ver algunas fotografías de las intervenciones.
Laferriére dulcificó el tono: un poco de miel en el té de la penumbra.
– Es imposible. Son imágenes impresionantes. Solo debemos preocuparnos de los resultados, ¿no le parece? El resto es cosa mía.
Anna se agarró a los brazos del sillón. De un modo u otro, le arrancaría la verdad.
– No permitiré que me opere si no veo con mis propios ojos lo que va a hacerme.
El médico se levantó con expresión pesarosa.
– Lo siento. No creo que esté psicológicamente preparada para una intervención de este tipo.
Anna no se movió.
– ¿Es que tiene algo que esconder?
Laferriére se quedó paralizado.
– ¿Perdone?
– Le pregunto por las cicatrices. Me responde que no existen. Le pido que me enseñe fotografías de las operaciones. Usted se niega. ¿Tiene algo que esconder?
El cirujano se inclinó hacia delante y apoyó los dos puños en el escritorio.
– Realizo más de veinte operaciones al día, señora. Enseño cirugía plástica en el hospital de la Salpétriére. Conozco mi trabajo. Un trabajo que consiste en hacer felices a las personas mejorándoles el rostro. No en traumatizarlas hablándoles de costurones o mostrándoles fotografías de huesos machacados. No sé qué ha venido a buscar aquí, pero se ha equivocado de sitio.
– Es usted un impostor -le espetó Anna sosteniendo su mirada.
Laferriére se irguió y soltó una carcajada de incredulidad.
– ¿Qu… qué?.
– Se niega a mostrar su trabajo. Miente sobre sus resultados. Quiere hacerse pasar por un mago, pero no es más que otro charlatán. Como los cientos que hay en su profesión.
La palabra «charlatán» provocó la reacción deseada. El rostro del cirujano palideció hasta el punto de brillar en la penumbra. Laferriére giró sobre los talones y abrió un armario de láminas flexibles. Sacó un fichero y lo dejó sobre el escritorio con brusquedad.
– ¿Esto es lo que quería ver? -preguntó abriéndolo sobre la primera fotografía: un rostro vuelto como un guante, con la piel desgajada y sujeta mediante pinzas hemostáticas-. ¿O esto? -Laferriére le mostró la segunda imagen: unos labios vueltos hacia atrás, un escalpelo clavado en una encía ensangrentada-. ¿O quizá esto? -Tercera muestra: un martillo empujando un buril al interior de una fosa nasal.
Anna se esforzaba en mirar, con el corazón en un puño.
En la siguiente foto, un bisturí cortaba un párpado sobre un ojo desorbitado.
Alzó la vista. El cirujano había caído en la trampa; ahora no había más que continuar.
– Es imposible que unas operaciones como esas no dejen huella.
Laferriére soltó un suspiro. Se volvió hacia el armario, cogió otro fichero y lo dejó sobre el escritorio.
– Un moldeado de frente -murmuró con voz cansada comentando la primera imagen-. Por endoscopia. Cuatro meses después de la operación. -Anna observó con atención el rostro del paciente. En el nacimiento del pelo se distinguían tres líneas verticales de unos quince milímetros. El cirujano pasó la página-. Retirada de tejido óseo del parietal, para un injerto. Dos meses después de la intervención. -La fotografía mostraba un cráneo cubierto de pelo cortado al cepillo, bajo el que se distinguía claramente una cicatriz rosada en forma de ese-. Al crecer, los cabellos ocultan la señal, que por otra parte acaba desapareciendo -explicó Laferriére haciendo sonar la página al volverla-. Triple lifting , por endoscopia. La sutura es intradérmica y el hilo se reabsorbe. Al cabo de un mes, no se ve prácticamente nada. -Dos imágenes de una oreja, de frente y de perfil, compartían la página. Anna se fijó en el fino zigzag que recorría la cresta superior del lóbulo-. Liposucción del cuello -dijo Laferriére pasando a la siguiente imagen-. Dos meses y medio después de la operación. La línea que se ve ahí desaparecerá. Es la intervención que mejor cicatriza. -El cirujano pasó una página más e insistió en tono de provocación, casi sádico-: Y, si quiere una visión de conjunto, aquí tiene el escáner de un rostro sometido a un injerto de pómulos. Bajo la piel, las huellas de la intervención siguen…