– Cuídese de que no falten flores aquí -le dijo-. Yo iré viniendo de cuando en cuando.
Subió al coche de punto que le esperaba en un desmonte. No había llovido en dos semanas y los zapatos se le hundían en un polvo blanqueado por el sol. De regreso al hotel le entregaron otra carta. Esta sí era de su madre: era aquella carta en la que le informaba de la existencia de Casimir y de su enfermedad, la carta en la que le imploraba que volviera a París. "Las circunstancias hacen que por el momento deba postergar mi regreso indefinidamente", respondió ese mismo día. En esa carta formulaba sus mejores votos por el pronto y total restablecimiento de Casimir, a quien no había tenido el gusto de conocer. "Espero poder subsanar pronto esta deficiencia y pienso, como usted que deben prodigársele todos los cuidados que requiera su mal sin reparar en gastos", añadía. "Disponga usted, mamá, de todos mis haberes, que también son suyos", terminaba diciendo, "pero no me pida por ahora que vuelva a París: voy a cumplir pronto veinte años y ya es hora de que empiece a llevar una vida independiente".
Esa misma tarde recibió en el hotel la visita de don Humbert Figa i Morera.
– Vengo a verle, mi querido amigo, como abogado y como padre; las dos cosas a la vez -le dijo sin rodeos-. Si sus intenciones con respecto a mi hija son serias, y no dudo de que lo sean, hay muchos extremos que debemos tocar, en lo que hace a su situación y fortuna, me refiero.
Nicolau Canals i Rataplán miró a su interlocutor con aire ausente. Por dentro iba pensando: estos canallas sin duda se han percatado del efecto que me ha producido su hija y pretenden subir el precio de la mercancía. De buena gana habría puesto de manifiesto su desprecio, pero sabía que eso implicaba perderla para siempre. Sólo mediante la complicidad de estos padres viles y codiciosos puedo vislumbrar un destello de esperanza, pensó. Sin embargo tampoco era esto lo que quería. La misma debilidad de carácter que le impedía renunciar a aquel amor imposible e irse a París sin tardanza le impedía hacerla suya por aquel método que juzgaba reprobable. Si la amase como ella merece no vacilaría en vender mi alma al diablo, pensó. La disyuntiva le aturdía, optó por responder a todo con evasivas, ganar tiempo. No le costó fingir una ingenuidad que hasta el día anterior había sido auténtica.
– Yo creía que mi madre y su esposa de usted habían llegado a un entendimiento en este terreno -dijo. En todo caso, no podía tocar el tema hasta haber celebrado una serie de entrevistas con sus banqueros en Barcelona, agregó. Don Humbert se apresuró a recoger velas: En realidad había ido al hotel a saludarle, aprovechando que pasaba por las inmediaciones, dijo. Quería darle personalmente las gracias por los bombones que había tenido la gentileza de enviar y cerciorarse de que no necesitaba nada. Mientras hablaban, Onofre Bouvila, que conocía todos los pasos de su rival, se aprestaba a poner en práctica su plan. Dos días antes había recibido un mensaje cifrado de Garnett, el agente americano del ex gobernador de Luzón. En clave venía a decirle: todo a punto, aguardo instrucciones. Onofre Bouvila agitó una campanita, acudió un secretario.
– ?Llamaba el señor? -preguntó el secretario.
– Sí -dijo él-. Quiero que busquen y hagan venir a Odón Mostaza.
A la mañana siguiente un ruido despertó a Nicolau Canals; sin que nadie se lo dijera supo que lo que oía era un tiroteo.
Luego sonaron pasos precipitados y voces: la conmoción había durado unos segundos solamente. Saltó de la cama, se echó el albornoz sobre los hombros y salió imprudentemente al balcón del hotel. Un hombre asomado al balcón contiguo le contó lo que había ocurrido.
– Los anarquistas han muerto un policía -le dijo-. Ahora mismo se están llevando el cuerpo en una carretilla.
Bajó las escaleras a toda velocidad y salió a la calle, pero no consiguió ver más que el corrillo de curiosos formado en torno a un charco de sangre. Todo el mundo hablaba a la vez, pero de los relatos confusos y fragmentarios no consiguió sacar nada en claro. Aquel incidente le impresionó mucho; a partir de ese momento se sintió integrado en la vida de la ciudad por primera vez. Esa misma tarde fue a un sastre de la calle Ancha llamado Tenebrós y se encargó varios trajes; en la camisería Roberto Mas de la calle Llibretería adquirió varias docenas de camisas y otras prendas: todo daba a entender que se pertrechaba para pasar el invierno en la ciudad. De vuelta al hotel encontró una invitación: los señores de Figa i Morera rogaban su presencia en la cena que el sábado siguiente tendría lugar en casa de aquéllos, que ahora vivían en la calle Caspe. No debo asistir, pensó una vez más: ésta es la última oportunidad que tengo para dejar sentada mi actitud claramente con respecto a este asunto turbio de manera inequívoca. Pero recordaba los hombros de ella y creía morir de tristeza. Contestó de inmediato diciendo que no faltaría.
Como regalo envió una jaula de metal dorado con un jilguero; le aseguraron que era de una especie muy rara y muy cotizada; venía del Japón y cantaba unos aires exóticos, cargados de nostalgia.
Por esa mismas fechas el malvado Osorio, ex gobernador de Luzón, aquel oprobio de la clase militar, recibió un paquete por correo. Este paquete contenía una tortuga muerta; el caparazón de la tortuga había sido pintado de carmín. El criado filipino del ex gobernador palideció al ver la tortuga.
Osorio fingió desdén ante el criado, pero esa misma tarde habló con el inspector Marqués, uno de los policías que frecuentaban su peña taurina. Esto entre las tribus malayas significa venganza, le dijo.
– Es posible que alguien guarde mal recuerdo de su mandato -dijo el policía.
– Pamplinas, amigo mío, pamplinas -replicó el ex gobernador-. Mi ejecutoria es irreprochable. Cierto es que en el desempeño de mis obligaciones hube de granjearme alguna que otra enemistad, pero le aseguro a usted que ninguna de las personas a quienes incomodé en el cumplimiento de mi deber dispone de peculio para costear el viaje hasta Barcelona.
– Como sea -dijo el inspector Marqués-, lo cierto es que no podemos proceder por el mero hecho de haber recibido usted una basura por correo.
Al cabo de pocos días el ex gobernador recibió un segundo paquete. En éste había una gallina muerta, desplumada y con una cinta negra anudada al cuello.
– El signo del piñong -exclamó el criado del ex gobernador-. Es como si ya hubiéramos muerto, mi general; toda resistencia es inútil.
– He hablado con mis superiores del asunto aquel famoso de la tortuga -dijo el inspector Marqués- y, tal como yo le dije, se han mostrado remisos a tomar cartas en el asunto. Le sugieren a usted que se tome las cosas por el lado bueno.
Claro que quizás ahora, si a lo de la tortuga agregamos lo del pollo… yo no sé.
– Amigo mío -atajó el ex gobernador-, la vez anterior no quise dar mayor importancia a lo que estimé una broma de mal gusto, pero con esto de la gallina, créame, la cosa pasa de castaño oscuro. le encarezco a usted recabe de sus superiores el interés y la atención que si no el caso, mi persona merece.
Cuando el inspector vino a traerle la respuesta de sus superiores encontró al ex gobernador desencajado y tembloroso.
Cualquiera diría que han venido a verle las ánimas del Purgatorio, le dijo.
– Déjese de chanzas, que la cosa empieza a revestir caracteres de suma gravedad -le dijo el ex gobernador. Aquella mañana había recibido el tercer y último paquete: en él había un cerdo muerto vestido con una especie de túnica de raso de color de berenjena. El paquete pesaba tanto que hubieron de llevarlo en un carretón hasta la puerta de la casa de la calle Escudellers, donde vivía el ex gobernador con su criado. Por este servicio extraordinario había tenido que pagar un recargo; había protestado por ello: franqueo cubre el transporte hasta el domicilio del destinatario, habla argumentado. Sí, pero no el uso del carretón, le replicaron.
Cuando vio el cerdo ya no tuvo ganas de seguir pleiteando:
pagó lo que le dijeron y atrancó puertas y ventanas. De un baúl sacó una pistola de reglamento, la cargó y se la colocó atravesada en el cinturón, al modo colonial. Luego abofeteó al criado, que se había orinado en el uniforme. Ten valor, le había dicho. Dése usía por comido, contestó el criado. Aunque se esforzaba por disimularlo, él también estaba asustado.
Sabía por experiencia que los malayos eran gente bondadosa, alegre y de una rara generosidad, pero sabía que también podían ser violentos y crueles. En sus tiempos de gobernador le había tocado presidir algunas ceremonias que el Gobierno de la metrópoli, por no enajenarse la buena voluntad de los jefezuelos tribales, había decidido dar por buenas; allí había visto actos atroces de canibalismo; ahora recordaba a los guerreros pintarrajeados lanzar regüeldos salvajes al término de aquel ágape abyecto. Ahora los imaginaba ocultos tras los plátanos de las Ramblas, en los portales de las casas elegantes de la calle Escudellers, con el temible kris entre los dientes. Así se lo hizo saber al inspector Marqués, el cual prometió transmitir a sus superiores las palabras textuales del ex gobernador. No se atrevía a decirle que sus superiores no le prestaban la menor atención; había hecho creer a todos los miembros de la peña taurina que su predicamento en el cuerpo era mayor de lo que era en realidad.
Nicolau Canals no comía ni dormía y sentía a todas horas un dolor indeterminado contra el que no valían medicinas ni distracciones. El sábado llegó ante la casa de don Humbert Figa i Morera en un estado de extrema debilidad. Un criado de librea contratado para la ocasión abrió la portezuela del coche y le ayudó a bajar; el bastón se le enredó entre las piernas, trastabilló al poner el pie en el estribo y el criado tuvo que llevarlo en volandas a la acera y recoger la chistera del suelo. Él la entregó junto con el bastón y los guantes a una doncella en el vestíbulo. Esta doncella era la misma que Efrén Castells había seducido; ahora sentía ya los primeros síntomas del embarazo. Todo esto me sucede por culpa de semejante mequetrefe, pensó al recoger las prendas que le tendía Nicolau Canals i Rataplán. Todos me miran como si fuera un bicho raro, pensó él advirtiendo la mirada de la doncella cargada de intención, como si fuera un fenómeno de feria. Era el primero en llegar: su puntualidad europea no se había contaminado aún de la desconsideración española. Ni siquiera la dueña de la casa estaba lista: en su alcoba daba órdenes y contraórdenes a las doncellas, la modista y el peluquero, los cubría a todos de insultos sin ton ni son. Don Humbert le hizo los honores de la casa en un salón que resultaba demasiado grande para los dos. Excusó a su esposa con naturalidad: ya sabe usted cómo son las mujeres para estas cosas. No pudo reprimir la ansiedad y preguntó si también Margarita se retrasaría. Oh, dijo don Humbert, esta tarde se encontraba un poco indispuesta, no sabe si podrá asistir a la cena, me ha rogado que la disculpe ante usted. Aun sabiendo que cometía la más imperdonable de las incorrecciones se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar. Don Humbert, percibiendo la indisposición de su huésped y no sabiendo qué hacer, fingió no darse cuenta de nada. Venga conmigo, dijo, nos sobra tiempo y quiero mostrarle algo que sin duda le interesará.