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Capítulo VII

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Sin ser tan grande como el "Cullinam" o como el "Excelsior"

ni tan ilustre como el "Koh-i-noor" (que aparece mencionado en el "Mahabarata") o como el "Gran Mogol" (propiedad del shah de Persia) o como el "Orlof" (que adorna el cetro imperial ruso), el "Regent" estaba considerado el diamante más perfecto. Provenía de las minas legendarias de Golconda y había pertenecido al duque de Orleáns, que hubo de empeñarlo en Berlín durante la Revolución francesa. Rescatado de manos del prestamista fue montado en la empuñadura de la espada de Napoleón Bonaparte. Onofre Bouvila lo tenía en la palma de la mano la noche en que Santiago Belltall fue a verle; con ayuda de una lupa admiraba su pureza y su luminosidad. Retirado de la vida activa por la Dictadura había decidido invertir su fortuna, el dinero que Efrén Castells le había transferido a Suiza, en el mercado internacional de diamantes: ahora sus agentes se adentraban en las montañas del Dekhan y en las selvas de Borneo, merodeaban por las tabernas y lupanares de Minas Gerais y Kimberley. Sin pretenderlo se estaba convirtiendo de nuevo en uno de los hombres más ricos del mundo. Ahora habría podido derrocar fácilmente a Primo de Rivera, vengarse del agravio que le había infligido, pero no sentía ningún deseo de hacerlo: siempre había considerado la política con desprecio, una maraña de pactos que a él le parecía innecesario suscribir. En realidad le dominaba la apatía. El paso del tiempo sólo me trae nociones de muerte, pensaba mirando el diamante. A la muerte de Delfina en 1925 había seguido la de su suegro, don Humbert Figa i Morera a principios de 1927 y a ésta la de su hermano Joan, en circunstancias poco claras, a fines de ese mismo año. Cada una de estas muertes le parecía un presagio aciago. Tampoco sentía la necesidad de luchar contra una dictadura que se hundía sola. Siguiendo el ejemplo de Mussolini, Primo de Rivera había creado un partido único llamado de Unión Patriótica; al fundarlo había pensado que engrosarían sus filas personalidades de tendencias diversas, que reconciliaría en el seno de este partido a la flor y nata del país; sin embargo sólo había logrado atraer a él a las sanguijuelas del antiguo régimen y a un puñado de jóvenes trepadores; el Ejército había acabado por disociarse del dictador al que pocos años atrás había aclamado y el propio Rey buscaba desesperadamente la manera de quitárselo de en medio. Contra él se sucedían los complots dentro y fuera de España; a ellos respondía con encarcelamientos y deportaciones, pero no era sanguinario y no quiso matar a nadie. Solamente la incapacidad de la oposición, la censura férrea que imponía, la corrupción administrativa y el temor popular justificado a cualquier cambio lo mantenía en el poder, al que él se aferraba como un demente: no comprendía que debía este poder a la coincidencia efímera de su idiosincrasia peculiar con el punto de máximo desplazamiento del péndulo de la historia. No había gobernado mal, sino excéntricamente: en poco tiempo había fomentado las obras públicas; con esto último había paliado el desempleo masivo y había modernizado el país. Había sido bueno para el pueblo. El balance positivo de su actuación hacía más incomprensible a sus ojos la soledad en que se encontraba ahora. Cuando vio que había perdido también el apoyo de la Corona quiso buscar el de Onofre Bouvila: por mediación del marqués de Ut, que aún le era fiel, intentó una maniobra de acercamiento cuando ya era demasiado tarde.

Santiago Belltall, cuyo nombre habría de quedar unido al de Onofre Bouvila para siempre, contaba cuarenta y tres años de edad la noche en que fue a verle. Aunque su atuendo era de calidad ínfima iba aseado, se había bañado y afeitado ese mismo día y alguien le había cortado el pelo con mejor intención que fortuna. Este acicalamiento subrayaba su aspecto de sablista; sólo los ojos coléricos en el rostro extenuado le salvaban del ridículo. Cuando el mayordomo le informó de que el señor no recibía a nadie si él mismo no había cursado la correspondiente invitación sacó del bolsillo una tarjeta amarillenta y arrugada y se la mostró al mayordomo. Me la dio el señor Bouvila en persona, dijo, yo creo que es como si fuera una invitación en regla. El mayordomo examinó la tarjeta con expresión de perplejidad. ¿Cuándo le dio el señor esta tarjeta?, preguntó. Hace catorce años, dijo Santiago Belltall impertérrito. Para ser una invitación se hace usted de rogar, comentó el mayordomo. ¿Cuál me ha dicho que es su nombre?

Santiago Belltall dio su nombre. Aunque no creo que el señor se acuerde de mí, agregó. El mayordomo se pasó la mano por la frente dubitativo; por fin decidió informar al señor de la presencia de aquel sujeto de apariencia indeseable: por más que temía importunar al señor, conocía bien su afición por los personajes estrambóticos. En este caso sus suposiciones se vieron confirmadas. Hazlo pasar, le dijo Onofre Bouvila.

Aunque la noche era tibia en la chimenea de la biblioteca ardían unos troncos. Santiago Belltall sintió que el calor le asfixiaba.

– No creo que me recuerde -repitió apenas fue conducido allí. En su tono había un deje de adulación: un hombre tan importante como usted no puede acordarse de alguien tan insignificante como yo, parecían dar a entender sus palabras y su actitud. Onofre Bouvila sonrió con desdén. Si tuviera tan mala memoria como usted y otros pazguatos me atribuyen no sería quien soy, dijo. Al decir esto levantó el puño de la mano derecha. Por un instante Santiago Belltall temió que fuera a propinarle un puñetazo, pero el gesto no era amenazador-. Nos conocimos hace catorce años -volvió a decir para fundamentar su conjetura.

– No catorce -dijo Bouvila-, sino quince. En mil novecientos doce en Bassora, usted se llama Santiago Belltall y es inventor, tiene una hija llamada María, una niña díscola.

¿Qué viene a venderme?

Santiago Belltall se quedó mudo: con tal displicencia su interlocutor se anticipaba a lo que iba a decir, dejaba sin sentido el discurso que había preparado y ensayado a solas varias horas. Enrojeció a pesar suyo. Veo que he cometido un error viniendo, murmuró más para sí que para ser oído.

Disculpe, dijo. La sonrisa sarcástica de Onofre Bouvila hizo que su inhibición se transformara en ira: se levantó de la butaca con celeridad y se dirigió a la puerta. Usted se lo pierde, dijo en voz alta.

– ¿Qué es eso que me pierdo? -preguntó Onofre Bouvila con serenidad sardónica. El inventor volvió sobre sus pasos y encaró al financiero poderoso: ahora se hablaban los dos de igual a igual. una verdadera maravilla, dijo. Onofre Bouvila abrió el puño que había mantenido cerrado hasta entonces. Los ojos del inventor quedaron prendidos de las facetas del "Regent", cuyos destellos moteaban la bata de seda adamascada que vestía aquél-. ¿Qué maravilla se puede comparar a ésta?

– susurró.

– Volar -respondió el inventor inmediatamente.

En la segunda década del siglo XX la aviación había alcanzado sin discusión lo que la prensa de entonces denominaba su "mayoría de edad"; entonces ya nadie dudaba de la primacía de estos aparatos, más pesados que el aire, sobre cualquier otra forma de transporte aéreo. Tampoco pasaba día sin que alguna proeza nueva jalonara el progreso en este campo. Algunos problemas quedaban sin embargo aún por resolver. Por extraño que parezca hoy día el menor de estos problemas era el de la seguridad de los vuelos: se producían pocos accidentes y de éstos un número reducidísimo era grave o mortal; además de esto, buena parte de estos accidentes no se podían atribuir a causas mecánicas en justicia sino generalmente al empeño pueril de los pilotos por demostrar la estabilidad de los aparatos y su propia pericia volando cabeza abajo o describiendo circunferencias y espirales, haciendo rizos, volatines y barriletes en el aire. La rapidez de reflejos y las condiciones atléticas que debían poseer los pilotos en aquella etapa primitiva de la aviación hacía que fueran necesariamente muy jóvenes (quince años era juzgada la edad idónea para efectuar vuelos de prueba), lo que redundaba en una cierta inconsciencia por su parte. Así, podemos leer en un diario barcelonés de 1925 lo que sigue: "Como sea que en París y en Londres los que cierta prensa sensacionalista apoda ases del aire rivalizan entre sí ejecutando esta suerte: la de hacer pasar los aparatos en vuelo rasante por debajo de los puentes del Sena y el Támesis respectivamente, con la consiguiente secuela de sustos y chapuzones, y como sea que Barcelona, por carecer de río carece también de puentes, nuestros pilotos, pese a la prohibición expresa del Excmo.

Ayuntamiento de la Ciudad Condal han inventado una pirueta similar a la antedicha y aún más arriesgada: la de colocar las alas del avión en la perpendicular del suelo y hacerlo pasar así, como quién enhebra una aguja, por entre las torres del templo expiatorio de la Sagrada Familia ". En estos casos, sigue refiriendo la crónica, solía verse aparecer en lo alto de estas torres un anciano de aspecto famélico y desaliñado que agitaba el puño como tratando ingenuamente de derribar de un sopapo el avión irreverente mientras cubría de denuestos al piloto. El protagonista de esta escena pintoresca (que había de inspirar años después una escena parecida, hoy ya clásica, de la película "King Kong") no era otro que Antoni Gaudí i Cornet, a la sazón en los últimos meses de su vida, y aquel enfrentamiento desigual tenía algo alegórico: al modernismo que el arquitecto celebérrimo representaba había sucedido en aquellas fechas un movimiento de signo radicalmente distinto en Cataluña denominado "noucentisme"; el primero de estos movimientos tenía los ojos puestos en el pasado, con preferencia en la Edad Media; el segundo, en el futuro; aquél era idealista y romántico; éste, materialista y escéptico. Los devotos del "noucentisme" hacían befa de Gaudí y de su obra, la escarnecían en caricaturas y artículos mordaces. El viejo genio sufría, pero no en silencio; con los años el carácter se le había agriado y enrarecido: ahora vivía solo en la cripta de la Sagrada Familia, convertida provisionalmente en taller, rodeado de estatuas colosales, florones de piedra y ornamentos que no podían ser colocados en su lugar correspondiente por falta de fondos. Allí dormía sin quitarse la ropa de diario, que luego llevaba hecha un guiñapo; respiraba aquel aire impregnado de cemento y yeso. Por las mañanas hacía gimnasia sueca; luego oía misa y comulgaba, desayunaba un puñado de avellanas, un manojo de alfalfa o unas bayas y se sumergía en aquella obra anacrónica e imposible. Cuando veía que alguien acudía a visitarla, si veía acercarse a un grupo de curiosos saltaba del andamio con agilidad impropia de sus años y corría a su encuentro sombrero en mano: pedía limosna como un pordiosero para poder continuar la obra siquiera unos días más. En este sueño quemaba sus últimos días. Por una peseta arrojaba al aire una de aquellas avellanas que constituían su sustento principal y la recogía en la boca, dando un salto prodigioso hacia atrás, con la espalda arqueada y las rodillas flexionadas. Su rostro se transfiguraba, su entusiasmo era contagioso. A veces tenían que sacarlo de un charco de argamasa fresca. en privado, entre amigos, no podía disimular su descorazonamiento. El progreso y yo estamos en guerra, les decía, y mucho me temo que soy yo el que la va a perder.

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