El hombre que salió a su encuentro había rebasado la edad a partir de la cual la apariencia viene marcada por circunstancias ajenas a la cuenta de los años. No tenía un solo pelo en la cabeza, que era esférica y de color de arcilla oscura; las facciones eran diminutas y los ojos de un azul purísimo. Vestía un pantalón de rayadillo sujeto por una cuerda anudada a la cintura, un blusón de franela desvaída y alpargatas. Al andar se apoyaba en un bastón de nudos y atravesada en la cuerda que le hacía las veces de cinturón llevaba una navaja de muelles tan grande que su aspecto por contraste resultaba inofensivo. También llevaba pegado a los talones un perro pequeño, cabezudo y repulsivo, de rabo muy corto y patas endebles. El perro no apartaba los ojos de su amo y éste volvía los suyos de cuando en cuando en dirección al perro, como si buscase su aprobación a lo que hacía o decía. Ahora el hombre se había vuelto a poner la gorra y daba la espalda a Onofre Bouvila.
– Tenga la bondad de seguirme, señor -le dijo-. Es por aquí. El camino es un poco malo, creo que ya se lo advertí.
Onofre Bouvila echó a andar en pos del hombre y el perro.
El chófer que lo había traído hasta el claro del bosque hizo amago de seguirlos, pero él lo retuvo con un gesto.
– Quédate aquí -le dijo- y no te inquietes si tardo en volver.
El chófer se sentó en el estribo del automóvil, dejó a su lado la gorra de plato y se puso a liar un cigarrillo mientras los dos hombres y el perro se adentraban por un sendero del bosque que la maleza ocultó de inmediato. A pesar de sus años el hombre avanzaba con gran soltura entre las raíces, las piedras y la maleza. Onofre Bouvila, en cambio, tenía que detenerse a menudo porque la rama de una zarza se había enganchado en la tela de la chaqueta que llevaba. En estos casos el hombre retrocedía, cortaba la rama con la navaja y pedía mil disculpas a Onofre Bouvila, que ya daba su traje por perdido.
La industria cinematográfica que había creado en 1918 alcanzó su pleno desarrollo dos años más tarde, a fines de 1920: ésta fue su etapa de esplendor, su apogeo; luego las cosas habían empezado a torcerse. En medio del estupor general en 1923 traspasó a Efrén Castells, con quien había estado asociado desde el principio, la parte del negocio que le correspondía y anunció que se retiraba de éste y de todos los demás negocios igualmente. Los que le conocían bien o, a falta de alguien que pudiera decir tal cosa, los que mantenían con él un trato frecuente se sorprendieron menos de su decisión, cuyos primeros indicios creían vislumbrar retrospectivamente en el anuncio repentino de que pensaba cambiar de casa. Ahora recordaban aquel momento: no juzgaban casual que hubiera coincidido con el punto de partida de su proyecto más ambicioso; en ello veían la convicción íntima, quizá inconsciente de que sus planes grandiosos habían de acabar por fuerza en el fracaso.
– Ésta era la antigua entrada del servicio -dijo el hombre.
El señor disculpará que lo traiga por aquí, pero es el lugar más practicable, el único que nos permitirá entrar sin saltar la tapia.
En su búsqueda tenaz había visto centenares de casas, pero nada le había preparado para lo que encontró allí. Esta mansión, situada en la parte alta de la Bonanova, había pertenecido a una familia cuyo nombre parecía ser a veces Rosell y a veces Roselli. La casa había sido edificada a finales del siglo XVIII, aunque de esta primera construcción quedó poco en pie después de la ampliación a que fue sometida en 1815. De esta última fecha databa también el jardín. Este jardín, romántico en su concepción y algo disparatado en su realización, medía aproximadamente 11 hectáreas. En el costado sur del jardín, a la izquierda de la casa, había un lago artificial alimentado por un acueducto de estilo romano que traía el agua directamente del río Llobregat; a su vez el lago desaguaba por un canal que rodeaba el jardín y pasaba ante la casa y por el que era posible navegar en unos esquifes o barcas de fondo plano, a la sombra de los sauces, cerezos y limoneros que crecían en ambas orillas. Varios puentes permitían salvar el canal: el puente principal, de tres ojos, hecho enteramente de piedra, que conducía hasta la entrada misma de la casa; el puente llamado "de los nenúfares", algo más pequeño que el anterior, con pretil de mármol rosa; el de Diana, llamado así por la estatua de esta diosa, procedente de las ruinas de Ampurias, que lo presidía; el puente cubierto, de madera de teca; el puente japonés, que sumado a su reflejo en el agua simulaba una circunferencia perfecta, etcétera. El lago y el canal habían sido poblados de peces muy diversos y vistosos; también habían sido traídas de Centroamérica y el Amazonas varias especies rarísimas de mariposas, que con esfuerzo enorme y dando muestras de unos conocimientos insólitos en Cataluña en aquella época habían conseguido aclimatar a la vegetación y al clima. Luego, en 1832, de resultas de un viaje a Italia, donde estaba en boga tal cosa y de donde la familia era originaria o donde se había radicado en tiempos de la dominación catalana de Sicilia o el reino de Nápoles (cuando probablemente el apellido familiar había sufrido varias mutaciones como la ya indicada) y a donde acudían periódicamente los vástagos de la rama familiar afincada en Barcelona cada vez que a uno de ellos le llegaba la hora de contraer matrimonio (lo que no venía dictado por el capricho o la inclinación, sino por el deseo explícito o la estrategia manifiesta y reiterada de no entroncar con otras familias catalanas, lo que a sus ojos habría conducido más tarde o más temprano a la desmembración del patrimonio) fue agregada al jardín una gruta muy admirada en su tiempo; esta gruta constaba de dos partes o estancias; una primera, amplísima, con bóveda de diez metros de altura y formaciones curiosas de estalactitas y estalagmitas hechas primorosamente de yeso estucado y porcelana, y una segunda, aún más extraordinaria, reducida de tamaño y desnuda de ornamentación, pero situada junto al lago y bajo el nivel del agua, cuyo fondo se podía contemplar a través de una sección de la pared de roca, parte de la cual había sido sustituida por un cristal de 50 centímetros de espesor: allí se podían ver, cuando la luz del sol penetraba hasta el fondo del lago, las algas y los corales, las bandadas de peces y una pareja de tortugas gigantes traídas de Nueva Guinea, que sobrevivieron al cambio de habitáculo y vivieron, según su costumbre, hasta muy avanzada edad, hasta bien entrado el siglo XX, aunque no llegaron a criar.
– Mi padre -dijo el hombre había sido montero al servicio de la familia Rosell; luego, al volverse sordo, pasó a desempeñar el cargo de guardabosques. Puede decirse, señor, que yo nací ya al servicio de la familia Rosell.
Además de aquellas maravillas el jardín tenía recodos innumerables, pabellones, quioscos, templetes e invernaderos, avenidas misteriosas, de trazado deliberadamente confuso, por las que el paseante podía extraviarse sin temor y en cuyas revueltas podía toparse inopinadamente con la estatua ecuestre del emperador Augusto o con el semblante grave de Séneca o Quintiliano en sus pedestales respectivos, a través de cuyos setos conversaciones clandestinas podían ser oídas, citas amorosas sorprendidas y besos apasionados espiados a la luz de la luna. En los prados que se extendían en siete terrazas escalonadas en la falda de la montaña evolucionaban parejas de pavos reales y grullas egipcias.
– Pero el primer trabajo que recuerdo haber prestado -dijo el hombrees el de paje de la señorita Clarabella, siendo yo de seis años de edad. La señorita Clarabella debía de tener trece o catorce por aquel entonces, si la memoria no me falla.
Aunque dominaba varias lenguas la señorita Clarabella siempre se dirigía a la servidumbre en italiano; nunca entendíamos las órdenes que nos impartía. Mi función, por lo demás, no ofrecía dificultad: era el encargado de sacar a pasear los siete perros falderos que tenía. Siete perros, señor, de pura raza, todos distintos, usted tendría que haberlos visto.
La casa constaba de tres plantas, cada una de las cuales tenía una superficie de mil doscientos metros cuadrados; la fachada principal, orientada al sureste, mirando hacia Barcelona, tenía once balcones en cada una de las plantas superiores y diez ventanales y la puerta de entrada en la planta baja. Entre balcones, ventanas, tragaluces, vidrieras, claraboyas, miradores y puertas había en la casa un total de dos mil seis piezas de vidrio, lo que volvía su limpieza un trabajo constante. Ahora estos vidrios estaban rotos, el interior de la casa, devastado, y el jardín, convertido en una selva. Los puentes se habían caído, el lago se había secado, la gruta se había derrumbado, toda la fauna exótica había sido devorada por las alimañas y ratas que ahora señoreaban la finca; los esquifes y carruajes eran un montón de astillas amontonadas en los cobertizos sin puertas, y el escudo de la familia Rosell, apenas una excrecencia en el friso de la puerta principal, roída por la intemperie y cubierta de moho.
– Cuénteme qué sucedió -dijo Onofre Bouvila. Habían cruzado no sin riesgo el puente y estaban ante la puerta de entrada.
En un león de piedra al que faltaban la cabeza y la cola se sentó el hombre. El perro se tendió a sus pies. El hombre apoyó el mentón en las manos cruzadas sobre la cachava y suspiró hondamente. Onofre Bouvila supo que iba a oír una historia más, larga y extraña.
– Aunque la familia Rosell tenía, señor, la costumbre, como es sabido, de no casar jamás en Cataluña -empezó diciendo el hombre-, de no emparentar con sus compatriotas, lo que siempre concitó malquerencias como si el haber nacido sobre el mismo suelo y bajo el mismo sol diese a los unos derecho a disponer de la vida privada y aun sentimental de los otros o a juzgarla, si otra cosa no, como le venía diciendo, señor, no era desdeñosa ni retraída, antes bien todo lo contrario. Raro era pues el día en que no me cruzaba con algún visitante cuando al caer la tarde me recogía después de haber pasado las dos horas reglamentarias ejercitando los perros, como me habían encomendado hacer, aun en los meses de calor, en el prado que había allí, señor, el que primero recibía la sombra de esos álamos, hoy mucho más altos que entonces, claro está:
han pasado tantos años de aquello, señor, que hasta los árboles que entonces vieron mis paseos, los mismos que fueron testigos de mis sueños infantiles han muerto ya -hablaba con frases algo largas, como si le costase recordar o referir a un extraño lo que recordaba; por momentos se quedaba quieto, ensimismado: en esos momentos enrojecía como un colegial y su piel, de natural rojiza, adquiría una tonalidad aún más oscura, casi añil. Pasado este mal momento sacudía la cabeza y soltando una mano del pomo del bastón, al que se aferraba con fuerza, señalaba aquellos campos agrestes como si al conjuro de su memoria éstos fueran a convertirse de nuevo en los prados meticulosos de otros tiempos. Entonces el hombre creía ver en esos prados caminar aún la gente y transitar los carruajes-. En tales ocasiones, cuál no sería mi trabajo -prosiguió diciendo- para retener los perros que tiraban de sus correas juguetones y excitados. Y no era raro que por fin lograsen vencer mi resistencia y pese a ser menudos, siendo yo también pequeño y poco ducho, me arrastrasen por el césped tierno ladrando y brincando ellos y lloriqueando yo para regocijo del visitante que acertaba a percibir un instante esta escena jocosa antes de que su carruaje embocase el puente y la puerta de dos hojas se abriera de par en par para dejarle expedita la entrada en la mansión.