El siglo XIX, que había nacido de la mano de Napoleón Bonaparte el 18 Brumario de 1799, acababa ahora en el lecho de muerte de la reina Victoria. Fuera de la alcoba regia, en las calles de Europa habían retumbado en su día los cascos de los caballos de la Guardia Imperial; los cañones, en Austerlitz, en Borodino, en Waterloo y en otros campos de batalla también muy célebres. Ahora sólo se oía el vaivén de los telares, el ronroneo y las detonaciones del motor de explosión. Había sido un siglo comparativamente parco en guerras; por el contrario, muy rico en novedades: un siglo de prodigios. Ahora la Humanidad cruzaba el umbral del siglo XX con un estremecimiento. Los cambios más profundos estaban aún por venir, pero ahora la gente ya estaba cansada de tanta mudanza, de tanto no saber lo que traería el día de mañana; ahora veía las transformaciones con recelo y a veces con temor. No faltaban visionarios que imaginaban cómo sería el futuro, lo que éste tenía reservado a quienes lo alcanzasen a ver. La energía eléctrica, la radiofonía, el automovilismo, la aviación, los adelantos médicos y farmacológicos iban a cambiarlo todo radicalmente: las comunicaciones, los transportes y muchas otras circunstancias de la vida; la Naturaleza sería confinada a ciertas zonas, el día y la noche, el frío y el calor serían domesticados; el cerebro humano controlaría el azar a su antojo; no había barrera que la inventiva no pudiese franquear: el hombre podría variar de tamaño y de sexo a voluntad, desplazarse por los aires a velocidades inauditas, volverse invisible según su conveniencia, aprender un idioma extranjero en dos horas, vivir trescientos años o más; seres inteligentísimos procedentes de la Luna, los planetas y otros cuerpos celestes más remotos vendrían a visitarnos, a confrontar sus aparatos con los nuestros y a mostrarnos por primera vez sus formas pintorescas. En sus sueños imaginaban el mundo como una Arcadia poblada de artistas y filósofos, en la que nadie tendría que trabajar. Otros vaticinaban desdichas y tiranías y nada más. La Iglesia católica no cesaba de recordar a quien quisiera oírla que el progreso no siempre seguía los derroteros marcados por la voluntad de Dios expresamente manifestada en sus apariciones e infundida al Sumo Pontífice, cuya infalibilidad había sido proclamada el 19 de julio de 1870. En su aversión al progreso la Iglesia no estaba sola: la mayoría de los reyes y príncipes del mundo compartían este resquemor; veían en los cambios la grieta por la que había de colarse la subversión de todos los principios, el heraldo que anunciaba el fin de su era. Sólo el "kaiser" discrepaba:
miraba con arrobo los cañones de 50 toneladas y aun mayores que salían sin pausa de la fábrica Krupp y pensaba: Dios bendiga el progreso si a mí me sirve para bombardear París. En estas consideraciones y otras parecidas iban pasando los años.
Una tarde del mes de agosto de 1913 Onofre Bouvila pensaba en el puerto de Barcelona precisamente en la fugacidad del tiempo. Había ido allí a supervisar las operaciones de descarga de ciertas cajas cuyo contenido no correspondía al conocimiento de embarque. Las autoridades aduaneras habían sido advertidas y su autorización, debidamente comprada a peso de oro, pero no quería dejar nada al albur. Mientras miraba distraído el atraque del buque recordaba el día en que había ido a ese mismo muelle a buscar trabajo. En esas fechas casi todos los barcos eran de vela y él, aún un niño; ahora veía balancearse suavemente contra la luz crepuscular de aquella tarde de finales de verano las chimeneas y los mástiles y él estaba a punto de cumplir la cuarentena. Adusto y solo miraba ahora los barcos atracados allí. Un escribiente vestido de luto riguroso vino a decirle que las cajas estaban a punto de ser sacadas de la sentina. Los embalajes, ¿han sufrido daños?, preguntó distraídamente. De las informaciones recibidas por distintos conductos había inferido que pronto habría guerra; si esto sucedía, si sus previsiones se cumplían, quien estuviera en condiciones de proveer de armas al mercado ganaría una fortuna inmensa en poco tiempo. Ahora hacía entrar de contrabando en España prototipos de fusiles, obuses, bombas de mano, lanzallamas, etcétera. Sus agentes merodeaban ya por las cancillerías de Europa. Esta idea no le era exclusiva:
tendría que forjar nuevas alianzas, granjearse enemistades, eludir añagazas y destruir a los competidores; también tendría que contar con espías de las futuras naciones beligerantes, que ya empezaban a infiltrarse en Barcelona, como en las demás ciudades del globo. ¿Para qué hago todo esto?, pensó. Su primer hijo había resultado tonto. Nacido al filo del siglo, bajo los mejores auspicios, pronto se vio que nunca sería normal. Ahora vegetaba en el Pirineo leridano, a cargo de una institución religiosa a la que financiaba con liberalidad, pero en cuyas tierras extensas no había querido poner los pies. Un segundo hijo había nacido muerto. A éste habían seguido dos niñas. El amor por su esposa, que antes había resistido tantas pruebas, que le había llevado a cometer tantos extremos, no había superado estos fracasos repetidos.
Ahora ella había engordado; del abandono en que vivía se consolaba comiendo pasteles y chocolate a todas horas; nunca faltaba quien le regalase a ella las golosinas más tentadoras creyendo que obtendría por este medio el favor de él. En estos obsequios y en la adulación constante de que era objeto se veía su riqueza y su poder; por lo demás seguía siendo un marginado. Los prohombres de la ciudad lo admiraban, no tanto por la forma en que había sabido ganar el dinero, como por la forma en que sabía gastarlo. Para ellos el dinero constituía un fin en sí; en sus manos nunca fue un medio para hacerse con el poder; nunca se les ocurrió usarlo para tomar en sus manos las riendas del país, para moldear la política gubernamental conforme a sus postulados. Si a veces habían accedido a entrar en el mundillo de la política central lo habían hecho con renuencia, quizás atendiendo ruegos de la corona; en estas ocasiones habían actuado como buenos administradores, con eficacia, sin designios, en contra de los intereses de Cataluña que antes defendían, incluso en contra de sus propios intereses. Quizá porque ellos siempre se habían considerado en el fondo un mundo aparte, desgajado del resto de España, del que no obstante no quisieron o no supieron o no les dejaron prescindir. Quizá porque todo sucedió con demasiada rapidez:
les faltó tiempo para sedimentarse como clase, para madurar como entidad económica. Ahora estaban a punto de agotarse antes de haber echado raíces en la Historia, sin haber modificado el curso de la Historia. Él, en cambio, gastaba a manos llenas, con arbitrariedad; esta arbitrariedad y otras contradicciones sembraban el desconcierto y la incertidumbre.
Ahora escuchaba el entrechocar de las jarcias, el crujido del maderamen, el chapoteo del agua contra la obra muerta de los barcos. Muchos de aquellos barcos traían y llevaban sus mercancías de las Filipinas y de otros puntos; algunos también eran suyos. Todo esto no le había redimido de sus orígenes oscuros a los ojos de la sociedad. Acudían a él porque le necesitaban, pero luego fingían no recordarlo, su nombre siempre aparecía omitido de las listas.
Un año antes había sucedido esto: un grupo de prohombres presidido por su antiguo conocido el marqués de Ut había ido a visitarle, se había hecho anunciar con mucha prosopopeya; no sin ambages le habían expuesto el motivo de esta ceremonia inútil: la mayoría de los presentes había tenido anteriormente tratos con él, a menudo ilícitos; habían comido en su mano; ahora simulaban una vez más haberlo olvidado, hacían la pantomima protocolaria.
– ¿A qué debo el honor? -les preguntó. Se cedían mutuamente el asiento, se prodigaban cumplidos inacabables. Hable usted; no, no, de ningún modo, hable usted, que lo hace mejor, se decían. Él esperaba con paciencia estudiando sus caras:
algunos de ellos habían integrado aquella Junta Directiva de la Exposición Universal; ya eran potentados cuando él se colaba al rayar el alba en el recinto de la antigua ciudadela para distribuir propaganda anarquista y vender un crecepelo de su invención. Los más, sin embargo, habían muerto ya: Rius y Taulet a poco de clausurarse la Exposición, en 1889; en 1905, Manuel Girona i Agrafel, que había sido comisario regio del certamen, había costeado de su bolsillo la nueva fachada de la catedral, el fundador del Banco de Barcelona cuya quiebra ahora había arruinado a tantas familias, había desmembrado la clase media catalana; Manuel Durán i Bas, en 1907, etcétera.
Los que quedaban con vida eran ya ancianos; ninguno de ellos sospechaba que aquel hombre que ahora los observaba con ironía y desdén los había visto pasar de niño escondido detrás de unos sacos de cemento como si presenciara el paso de un cortejo inasequible.
– Hemos venido -le dijeron- porque tenemos pruebas sobradas de su amor a Barcelona, esta ciudad que usted honra con su presencia y sus actividades; también porque nos consta su proverbial generosidad.
– Díganme de cuánto se trata -preguntó con sorna.
– El caso es éste -le dijeron sin inmutarse; eran todos viejos cocodrilos-: Hemos recibido comunicación del Ministerio de Asuntos Exteriores en el sentido de que una persona de sangre real, un miembro de una casa reinante visitará en breve la Ciudad Condal. Es una visita de carácter privado, por lo que desde el punto de vista oficial no hay presupuesto, usted ya nos entiende. Por otra parte, no podemos permitir, y así nos lo ha indicado el propio Ministerio, recogiendo en ello el sentir de Su Majestad el Rey, que Dios guarde, no podemos permitir, repetimos, que esta ilustre visita quede sin agasajo. En dos palabras: la manutención y pasatiempos de la ilustre visita y sus acompañantes, o eso al menos nos ha sido dado a entender, tendríamos que sufragarlo de nuestros bolsillos.
Preguntó ante todo de quién se trataba. Tras muchas vacilaciones, en el máximo secreto le dijeron que de la princesa Alix de Hesse, nieta de la reina Victoria, ahora más conocida como Alejandra Fiodorovna, esposa de Su Alteza Imperial el zar Nicolás II. Este dato le dejó frío: no sentía el menor interés por los Romanof, a quienes consideraba unos zánganos; en cambio seguía con curiosidad las andanzas de los conspiradores maximalistas, de Lenin, de Trotski y de otros, sobre cuyos pasos le mantenían informado sus confidentes en Londres y en París, donde se encontraban ahora, y cuyos proyectos descabellados había pensado a veces financiar de cara a futuros negocios. Ahora la entrevista le parecía absurda. ¿Qué interés reviste para mí atender lo que me piden estos individuos?, se dijo. ¿De qué me sirve a mí congraciarme con ellos? Sabía que no eran tontos: por el contrario, muchos de ellos se contaban entre los financieros más sagaces. Pero todos salvo él ignoraban lo que no tenían delante de las narices, lo que ocurría más allá de las puertas de sus despachos; no sabían de aquel mundo de miserables, locos y ciegos que vivía y se reproducía en la oscuridad de los callejones. Él conocía bien aquel mundo: en los últimos tiempos había percibido el latido de la revolución en ciernes.