Al llegar a la puerta del Liceo la encontró bloqueada por un triple cordón de policía. Pensó si habría habido un atentado como aquel perpetrado cinco años antes en ese mismo teatro por Santiago Salvador; de ese atentado había oído hablar mucho a los catalanes que ocasionalmente recalaban en el hotelito de la rue de Rivoli, a su paso por París. En realidad ahora se trataba de una visita regia, la del príncipe Nicolás I de Montenegro, que se había dignado realzar con su presencia aquella función inaugural con la cual culminaban las fiestas de la Merced. Pudo ocupar su asiento cuando ya las luces de gas empezaban a amortiguar su brillo; la penumbra invadía paulatinamente el local suntuoso. Aquella noche se estrenaba precisamente en el Liceo "Otello", de Giuseppe Verdi. En París, en los últimos años, había seguido con entusiasmo a Claude Debussy, a quien consideraba el músico más grande de la historia con excepción de Beethoven; devotamente había estado presente en el estreno de todas sus obras, salvo en el de "Pelléas et Mélisande"; una gripe inoportuna le obligó a guardar cama esos días; en aquella ocasión no había parado hasta que su madre, a pesar del frío reinante, se había echado a la calle y adquirido para él la partitura. Con la lectura de "Pelléas et Mélisande" había solazado la convalecencia. Ahora la música de Verdi le parecía estrepitosa y grandilocuente. No tenía que haber venido, pensaba. Cuando se encendieron las luces se dispuso a cumplir con la obligación social que había contraído tácitamente. Ignorante de todo lo referente a la vida social de Barcelona tuvo que preguntar por los corredores cuál era el palco de la familia Figa i Morera. A medida que se acercaba le iban dominando la ira y la vergüenza. ¿Qué diablos hago yo yendo a comer en la mano de los asesinos de mi padre¿, se preguntaba. Confiaba en que el palco estuviera muy concurrido y en que su presencia pasara así inadvertida. Pero en el antepalco sólo estaban don Humbert y señora, Margarita y un criado vestido a la Federica; este último sostenía con ambas manos una bandeja de bizcochos y "petits-fours". Nicolau no sabía que don Humbert había cursado muchas invitaciones y había recibido otras tantas excusas. Ahora estaban solos. Torpemente procuró decir las frases protocolarias que imponía la situación.
– Viniendo de París todo esto por fuerza habrá de parecerle muy provinciano -le dijo la señora tomando la bandeja de manos del camarero y ofreciéndole ella misma un bocadito.
– No, señora, de ningún modo; es todo lo contrario, créame -respondió agradeciendo el gesto de intimidad de su anfitriona.
El camarero les sirvió champaña y brindaron por una feliz estancia del joven Nicolau en Barcelona. Una estancia que confiamos en que sea tan feliz como prolongada, dijo la señora entornando los párpados con picardía. Él es un rufián venido a más, pensó; ella, una pescatera con ínfulas, y la hija, una aprendiza de "cocotte" que sus padres tratan de colocar al precio más ventajoso. Sonó entonces el gong que anunciaba la inmediata reanudación del espectáculo; con este pretexto inició la despedida. Don Humbert lo agarró del brazo.
– De ningún modo -le dijo-, quédese en el palco. Ya ve que nos sobra sitio y aquí estará mil veces más cómodo que en una butaca de platea. Vamos, vamos, de nada valdrán sus objeciones: es cosa decidida.
No tuvo más remedio que acceder y ocupó una silla colocada detrás de la que ocupaba Margarita. Cuando se apagaron las arañas y candelabros y se levantó el telón pudo ver, perfilada contra la luz que arrojaban las candilejas, la curva de sus hombros, que el vestido de noche dejaba al descubierto.
Llevaba el pelo recogido en un moño ancho, ceñido por una diadema de perlas pequeñas, pero muy regulares e iguales entre sí; esto dejaba al descubierto la nuca y una pequeña porción de la espalda. Clavó la mirada en los hombros y se dejó llevar por la música; el champaña le había sumido en un agradable letargo. Más tarde sacó al balcón del hotel la mesa y la butaquita de mimbre en que solía desayunar, tomó recado de escribir, encendió el quinqué, aspiró el aire tibio de las Ramblas en aquella noche de otoño incipiente. Los últimos fiacres alteraban de vez en cuando el silencio. "Esta noche, escribió, "mientras oíamos el Otello de Verdi en el palco de sus distinguidos padres, he sentido la tentación de inclinarme hacia delante y besar sus hombros. Habría sido, esto lo sé, un despropósito inadmisible y por eso no lo hice. También habría sido la única forma de que tal vez usted algún día llegase a quererme, pero para eso habría hecho falta que yo hubiese sido distinto a como soy, que hubiese sido capaz de seguir mi impulso en lugar de arredrarme entonces y de cometer ahora la cobardía de confesar mi culpa por carta. Pero ahora ya no me importa tampoco confesarle toda la verdad: a este proyecto de enlace matrimonial que se ha fraguado, estoy seguro de ello, sin su consentimiento, yo di el mío con la máxima renuencia; al hacerlo no podía sospechar que esta noche mientras oíamos el Otello de Verdi yo me iba a enamorar de usted como ha ocurrido, sin que en ello interviniera para nada mi voluntad".
Se detuvo, se llevó el mango de la pluma a los labios, meditó unos instantes y siguió escribiendo: "Esto complica mucho las cosas a partir de ahora". Dejó la pluma, se levantó, cogió el quinqué, entró en la habitación, la cruzó en diagonal y levantó el quinqué en lo alto, hasta donde le dio el brazo: la luna del espejo reflejó su imagen; aún llevaba puesto el frac.
Por primera vez en su vida tuvo envidia de los que estaban libres de defectos físicos visibles. Hacia sí mismo no sintió pena sino enfado: Mírate, qué pinta tienes, dijo a media voz dirigiéndose a la figura que veía en el espejo; si parece que acabes de mearte en los pantalones… Regresó al balcón y retomó la pluma en la mano. "Ahora sé", siguió escribiendo, "que nunca regresaré a París".
Cuando acabó de transcribir desordenadamente las ideas y sensaciones que se agolpaban en su cabeza la carta ocupaba muchas hojas. Amanecía y tuvo que ponerse el albornoz del baño para defenderse del relente y el rocío. Ya circulaban viandantes por las Ramblas cuando a las ocho menos cuarto concluyó la carta, la dobló sin releerla y la metió en un sobre. Entró una camarera a traerle el desayuno.
– ?El señor desea tomarlo en el balcón, como de costumbre?
– le preguntó.
– No se moleste -dijo-, puede dejarlo ahí mismo. Yo me ocuparé de todo. Usted, por favor, haga llegar esta carta a la dirección del sobre y cerciórese de que es entregada en propia mano.
– También ha venido una carta para el señor -dijo la camarera señalando una bandeja.
La cogió pensando que sería de su madre. Una ojeada le bastó para saber que era Margarita quien se la enviaba.
Retírese, le dijo a la camarera. ¿Y la carta, señor¿, preguntó ella. Yo mismo la entregaré luego en el "comptoir" dijo él.
También era una carta larga. Tampoco ella ha podido dormir esta noche, pensó. Se disculpaba de antemano por haber tenido la osadía de escribirle; confesaba haber abrigado con respecto a él, a la rectitud de las intenciones de él, alguna sospecha, pero esa noche, en el palco del Liceo, le había parecido "una persona educada, sensible y bondadosa"; por esta razón osaba ahora suplicar su ayuda, le decía. "Hace años que amo a un hombre y él a mí también", decía la carta. "Él es de origen humilde", añadía, "pero le he entregado en secreto mi corazón y otra cosa que no puedo decirle a usted". La situación a que su madre "sin duda movida por las mejores intenciones" había llevado a unos y a otros era equívoca y no podía menos que resultarle violentísima. "Si usted no me ayuda en este trance mi vida entera habrá terminado, porque no puedo yo sola luchar contra el destino. Es superior a mis fuerzas", acababa diciendo, "querido amigo, ¿lo hará por mí¿" Rompió la carta que había escrito durante toda la noche y escribió otra más breve. En ella le agradecía la sinceridad demostrada y le rogaba lo considerase siempre a partir de entonces "como un amigo leal y desinteresado. Le prohíbo que emplee conmigo un tono de súplica al que yo en modo alguno puedo considerarme acreedor", añadía. "Soy yo quien le ruega deponga su actitud resignada y fatalista. Todos tenemos el sagrado deber de ser felices, aunque para ello debamos a veces ejercer violencia sobre las circunstancias", concluía diciendo. Releyó esta carta y la encontró presuntuosa e insincera. Otros intentos no dieron mejores resultados. Se refrescó, se puso un traje de diario y bajó al vestíbulo del hotel. Encárguese, dijo al empleado de la recepción, de hacer llegar a estas señas una caja de bombones y mi tarjeta. Garrapateó unas fórmulas de cortesía: con ellas daba las gracias a la familia Figa i Morera por las atenciones que esta familia había tenido con él la noche precedente en el palco del Liceo. Luego pidió un coche y se hizo conducir al cementerio de San Gervasio. Estaba lejos de la ciudad y el aire era húmedo y bochornoso cuando llegó, a media mañana. Allí tuvo que preguntar cuál de todas era la tumba de su padre; cuando éste murió no habían asistido al entierro por razones de seguridad; en realidad no habían abandonado París, donde se encontraban ya desde hacía varios días. Ahora recapacitaba: ni siquiera sé quién se encargó del entierro. Imaginó a los propios asesinos tramitando las exequias. Al sepulturero que le acompañó le dio una propina.
Con escaso disimulo el sepulturero iba lanzando dentelladas a un bocadillo grasiento. No había desayunado y sintió la punzada del hambre; se le ocurrió ofrecerle dinero al sepulturero a cambio del almuerzo tosco que devoraba con fruición; luego sintió vergüenza de haber tenido esa idea pintoresca en semejante lugar, ante la tumba de su padre, que ahora visitaba por primera vez. Perdóneme, papá, pero no hay nada que yo pueda hacer para evitarlo, musitó ante el mausoleo, en cuya puerta se leía en letras de bronce: "Familia Canals". Estoy enamorado desesperadamente, añadió con un nudo en la garganta. El sepulturero seguía a su lado.
– ?Cuánta gente cabe aquí? -le preguntó señalando el mausoleo.
– Toda la que haga falta -respondió aquél.
Esta respuesta le tranquilizó sin motivo alguno. Pensó que las señales percibidas por él días atrás en la estación de Port-Bou se habían de realizar pronto, aquellas mismas señales que su raciocinio había descartado entonces.