Lo condujo a su gabinete y le mostró un teléfono mecánico que acababan de instalarle. Este teléfono era muy rudimentario y sólo servía para hablar con la habitación situada al otro lado del patio interior; consistía en un sencillo alambre provisto de sendas bocinas en cada extremo. De cada ventana una pieza de cristal había sido reemplazada por una placa de madera de abeto muy delgada, por cuyo centro pasaba el alambre. La placa transmitía el sonido a la opuesta. Cuando por ser mayor el trayecto el alambre debía pasar por un ángulo era preciso evitar que tomara contacto con objetos sólidos, que habrían impedido la transmisión del sonido; en estos casos se mantenía el alambre suspendido de otro hilo. Cuando regresaron al salón ya había comparecido la dueña de la casa; llevaba un vestido largo, profusión de alhajas y un perfume de alhelí muy penetrante. Aún conservaba la belleza agresiva, ahora rotunda, con que se había abierto paso en la vida. Ahora se deshacía en mieles al ver a Nicolau Canals i Rataplán: tan pronto se mostraba pizpireta y gazmoña, porque quería envolverlo en las redes de la seducción, como le llamaba hijo mío y le prodigaba una ternura teatral y empalagosa. Tanta humillación, pensaba él, y ni siquiera la veré esta noche; y pugnaba por impedir que las lágrimas acudieran de nuevo a sus ojos. La llegada de otros invitados le sacó de aquella situación embarazosa. Esta vez don Humbert Figa i Morera se había asegurado la presencia de algunas personas en su casa.
Es joven y ha vivido siempre en el extranjero, le había dicho a su mujer: no distinguirá. Estos convidados eran un concejal corrupto que le debía el cargo, el único que podía desempeñar impunemente con sus dotes escasas, y su esposa; un presunto marqués arruinado cuyas deudas de juego había comprado don Humbert años atrás en un momento de inspiración y de quien desde entonces se servía para dar realce a sus reuniones, y su esposa, doña Eulalia "Tití" de Rosales; un tal mosén Valltorta, clérigo borrachín, de cejas muy pobladas, y un catedrático de medicina a quien don Humbert gratificaba a cambio de falsear dictámenes y certificados, y su esposa: a este triste círculo lo tenía reducido la sociedad barcelonesa.
A las frases que le dedicaron Nicolau Canals respondió con monosílabos; lo que pudiera decir no interesaba a nadie y nadie tomó por descortesía su laconismo. Pronto se generalizó la conversación y le dejaron en paz. Sólo la anfitriona le instaba de vez en cuando a que comiera más. Dejó en el plato las viandas exquisitas que le sirvieron. Acabada la cena pasaron todos de nuevo al salón. Allí había un piano de cola.
Como la anfitriona, que conocía sus aficiones musicales, le insistió mucho, se avino a tocar unas piezas. Sabía que nadie le prestaba ya atención. Desgranaba sin ganas unos "études" de Chopin que conocía de memoria. Cuando dejó de tocar los presentes le dedicaron una ovación calurosa; él se volvió para agradecer aquellos aplausos cuya insinceridad le constaba y la sangre se le heló en las venas al ver que ella estaba allí.
Vestía una bata sencilla de organdí ceñida por un cinturón ancho de color escarlata. Por todo adorno un broche de plata labrada que cerraba el escote prendía una flor. El cabello cobrizo había sido anudado en una trenza. Se acercó al piano y murmuró unas frases de disculpa por no haber podido estar presente durante la cena: había sufrido un ligero vahído a media tarde, no se había sentido con fuerzas hasta ese momento. Él lo creía todo a pies juntillas.
– Le he estado oyendo tocar -le dijo-. No sabía que fuera usted un artista.
– Un pobre aficionado -dijo ruborizándose-. ¿Hay alguna pieza en particular que desee oírme interpretar?
Ella se inclinó sobre el piano, aparentando hojear las partituras. Sintió contra su espalda el calor del cuerpo de ella, pasó junto a sus mejillas el brazo desnudo, del deseo de besarlo se le quedó la boca seca instantáneamente. ¿No ha recibido usted mi carta¿, la oyó musitar a su oído. Dígame, por el amor de Dios, ¿no le dieron en el hotel la carta que le envié? De reojo advirtió la mirada suplicante de la joven y fingió concentrar su atención en el teclado. Sí, dijo por fin.
?Entonces¿, dijo ella, ¿qué me responde? ¿Puedo confiar en su generosidad? Hizo un esfuerzo sobrehumano por hablar: No soy dueño de mis actos, dijo; no duermo, no como, me encuentro mal a todas horas; cuando no la veo siento un dolor profundo en el pecho, me falta el aire, me asfixio y creo que voy a morir.
¿Entonces?, insistió ella, ¿cuál es su respuesta? Cielo santo, pensó él, no ha oído una sola palabra de lo que le acabo de decir.
Al general retirado Osorio y Clemente, ex gobernador de Luzón, le alcanzaron tres disparos de revólver hechos desde un coche cerrado cuando salía de oír misa en la iglesia de San Justo y Pastor. Acababa de bajar el último peldaño de las escaleras del templo y cayó muerto sobre las losas que formaban el pavimento de la plaza. Por la ventana del coche alguien arrojó un ramillete de flores blancas que cayó a varios metros del cadáver. Luego testigos presenciales referían lo más pintoresco del suceso: que el criado filipino del difunto, apenas oyó la primera detonación, echó a correr hacia un extremo de la plaza; allí hizo algo sorprendente:
ponerse en cuclillas, sacar del bolsillo un palo curvo como de treinta centímetros de longitud e introducirlo en un agujero del suelo; así logró abrir la tapa metálica que daba entrada al sistema de alcantarillado, por el que desapareció definitivamente. La policía dijo luego que esta conducta probaba su participación en el crimen, su complicidad y su premeditación; otras personas dijeron que al recibir su amo el cuerpo de la tortuga había empezado a planear la fuga; había localizado y memorizado la ubicación de todas las tapas metálicas en la parte de la ciudad por la que solían deambular; siempre llevaba encima el palo curvo, que él mismo se había procurado.
Pocos días antes de producirse este suceso el señor Braulio se había sentido súbitamente inquieto sin que pudiera especificar el porqué de su inquietud. Tengo una corazonada fatal, se dijo mirándose al espejo. En los últimos años había engordado; ahora cuando se disfrazaba de mujer parecía una matrona; además se había dejado crecer un bigote corto al estilo teutón que le daba travestido un aspecto más jocoso que sensual. Hasta los que en otros tiempos le reían las gracias le hacían ahora consideraciones severas. Otros veían en su conducta síntomas de envejecimiento, de lo que entonces se denominaba reblandecimiento cerebral. Algunos atribuían este reblandecimiento a los golpes recibidos en las noches de francachela. Todos pensaban en el caso del boxeador danés Anders Sen, de quien los periódicos habían hablado en abundancia a raíz de su reciente visita a Barcelona. Durante varios años este boxeador había desafiado a los campeones de Francia, de Alemania y del Reino Unido; siempre había perdido, le habían vapuleado a conciencia. Ahora lo llevaban de ciudad en ciudad; en Barcelona lo exhibieron en un barracón de cañas y lona levantado en la Puerta de la Paz como un caso digno de interés científico; así rezaba la publicidad; en realidad bajo este supuesto interés científico unos desaprensivos explotaban su desgracia; se había vuelto como un niño: agitaba un sonajero con sus manazas y bebía leche en un biberón. Pagando un real se podía entrar a verlo y hacerle preguntas; por una peseta se podía simular con él un combate de boxeo. Aún era un hombre fornido, de perímetro torácico amplio y bíceps colosales, pero sus movimientos eran muy despaciosos, las piernas apenas sostenían el peso del cuerpo y estaba prácticamente ciego, a pesar de tener sólo veinticuatro años.
Por supuesto éste no era el caso del señor Braulio, que gozaba de excelente salud; sólo su apariencia externa se había asentado con la edad y con el retiro forzoso que le había impuesto Onofre Bouvila; al mismo tiempo se habían acentuado sus manías y su pusilanimidad y sus cambios bruscos de humor también. Ahora le preocupaba Odón Mostaza. Sin trabajo y con dinero, el matón se entregaba ahora a una vida cada vez más disoluta. Cuando él le reprendía le contestaba de mal modo:
Eres una roncha, le decía, te has pasado la vida rifando el culo en el barrio de la Carbonera y ahora vienes a soltarme sermones. Así perdí a mi esposa y a mi hija, replicó el ex fondista; por mis locuras tuvieron que pagar dos pobres inocentes. Pero Odón Mostaza seguía sin hacerle caso. Un día supo que Onofre Bouvila quería verle; acudió a su despacho sin perder un instante. Los dos compinches se abrazaron emocionados, se dieron palmadas sonoras en la espalda. Hacía siglos que no nos veíamos, dijo Odón Mostaza; desde que te has vuelto un burgués no hay forma. Ah, qué tiempos aquéllos, exclamó el matón. ¿Te acuerdas de cuando nos enfrentamos a Joan Sicart?
Onofre le dejó hablar, le escuchaba sonriendo. Cuando el otro calló le dijo: Hay que volver al ruedo, Odón; no podemos dormirnos en los laureles; te necesito. Ahora, fue el rostro del matón el que se iluminó con una sonrisa de lobo. Gracias a Dios, dijo; ya se me estaba oxidando la herramienta, ¿de qué se trata? Onofre Bouvila bajó la voz para que nadie pudiera oír lo que tramaban. los guardaespaldas de uno y otro montaban guardia en las esquinas. Un asunto sencillo, lo tengo todo pensado, te va a gustar, le dijo.
El día señalado Odón Mostaza salió a la calle muy temprano, tomó un coche de punto y se hizo conducir a las afueras.
Llegados a un lugar determinado encañonó al cochero con el revólver y le ordenó que se apeara. Uno de sus hombres salió de detrás de un arbusto y ató al cochero de pies a cabeza con una soga; luego le llenó la boca de estopa y lo amordazó. Le vendaron los ojos con un trapo y le dieron un golpe en la nuca que le hizo perder el conocimiento. El maleante que había salido de detrás del arbusto se puso el capote del cochero y subió al pescante. Odón Mostaza volvió a subir al coche y corrió las cortinillas; se quitó la barba postiza y los lentes ahumados que se había puesto para que luego el cochero en el peor de los casos no pudiera identificarle. Tenía una coartada perfecta. En las Ramblas compró un ramo de azucenas como Onofre Bouvila le había dicho que hiciera. Las flores en el coche cerrado exhalaban un aroma tan intenso que creyó que se marearía. voy a arrojar, pensó. Mientras tanto iba comprobando el buen funcionamiento del revólver. El reloj de la iglesia daba las campanadas cuando el coche entró en la plaza. De la misa salían pocos fieles, porque era día laborable. Descorrió un poco la cortinilla y asomó por la abertura el cañón del revólver. Cuando vio aparecer al ex gobernador acompañado de su criado filipino apuntó con calma. Dejó que acabara de bajar los escalones y disparó tres veces. Sólo el filipino reaccionó instantáneamente. El coche se puso de nuevo en marcha. Se acordó entonces de las flores y golpeó el techo para que el cochero se detuviera, recogió el ramo de azucenas del asiento y lo arrojó con fuerza por la ventana. Ahora se oían ya gritos y carreras: todos procuraban ponerse a salvo.