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Reina quería prestar atención pero el verboteo de Camargo, acelerado y torrencial, no dejaba lugar para la atención de nadie. La casera sirvió el gazpacho sin que él se diera cuenta. La escena era ridícula. Los dos estaban de pie ante la mesa servida, con el vino de noventa dólares recién abierto. Hasta que ella dijo:

– Doctor, son más de las once. Si no nos sentarnos a la mesa me voy a desmayar de cansancio.

Sólo entonces él dejó de dar vueltas sobre sí mismo. Durante un largo minuto estuvieron en silencio, sin mirarse, demorando el vino en los cuencos de la lengua. Luego, ella le contó los episodios de la capilla. Le halagaba que un hombre como Camargo, inalcanzable para la gente, hubiera avanzado tantos kilómetros a través de la nada sólo para acompañarla a morder el polvo de aquella comida tardía. A veces, le parecía que la inteligencia de él se fugaba hacia otra parte y en la enorme sala quedaban sólo sus manos distraídas. Pero cuando regresaba al lugar, en las rápidas ráfagas de sus regresos, la hacía sentir el centro del mundo.

– ¿Cómo se te dio por aprender tanto sobre el mesías? -le preguntó-. Las mujeres nunca piensan en esas cosas.

– ¿De veras quiere saberlo? Entonces no vuelva a decir ‹das mujeres» ni tampoco diga «esas cosas». Hay hombres interesados en tejer y bordar. A mí me interesa la teología.

– Si, no entiendo cómo llegaste a eso. Siento curiosidad.

La casera trajo el pavo frío y un par de tomates cortados por la mitad. El gazpacho estaba intacto.

– Hice todo el bachillerato en un colegio de monjas. Todo, salvo el final. En el último año, hacia setiembre u octubre, ya estaban definidos los promedios y yo me aburría. Pasaba el tiempo leyendo cualquier cosa que me cayera en las manos.

En esos meses leí casi todos los cuentos de Cortázar, dos novelas horribles de Barbara Cartland, los poemas completos de Benedetti que me habían regalado para mi cumpleaños, las antimemorias de Malraux, y también leí los cuatro evangelios, de punta a punta. Fíjese qué mescolanza. Los evangelios eran una asignatura pendiente que me quedaba de las misas de los domingos, donde los curas los explicaban en una dirección y yo los entendía en otra. Veía sinsentidos donde nadie más los veía, aunque en esa época a los sinsentidos yo los llamaba misterios. Teníamos clases de religión con la hermana superiora y allí cometí un error fatal. El día anterior había estado distrayéndome con la genealogía de Jesús que está al comienzo del Evangelio de san Mateo y cuando la monja dijo que, de acuerdo con las sagradas escrituras, el mesías debía descender en línea directa del rey David, uno de esos sinsentidos me saltó a la mente. Según san Mateo, Abraham es el padre de Isaac, y éste es padre de Jacob. La sucesión familiar llega en línea recta al rey David. Después hay otros veintidós varones que se van transmitiendo el sagrado linaje masculino hasta un punto que todavía recuerdo de memoria: «Nathan engendró a Jacob, y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo». Levanté la mano, sin pensar en lo que estaba por decir. «Profesora: David es antepasado de José, ¿verdad?» «Así es como debe ser», respondió ella, impaciente. «2Cómo es posible entonces», dije, «que Jesús descienda de David si es hijo de Maria, no de José?». La monja alzó los ojos al techo y suspiró: «La fe sigue caminos que no conocemos, Reina. No hay que discutir ni averiguar. Hay que aceptar». En ese momento tendría que haberme sentado con cara de sumisión. Pero seguí de pie y dije: «En el evangelio está clarísimo, hermana. O Jesús era hijo de José y la virgen no era virgen, o Jesús no era el mesías». Esa blasfemia la sacó de quicio. Me dejaron encerrada en la dirección hasta que mi padre fue a buscarme. La superiora creía que me había vuelto loca. Si quiere seguir en este colegio, dijo, tiene que copiar mil veces en el cuaderno la frase «Nuestro Señor Jesucristo es el mesías hijo de una virgen inmaculada y descendiente directo del rey David». Pasé la tarde llorando mientras escribía mi penitencia. La habré copiado cuarenta, cincuenta veces, hasta que me di cuenta que era una injusticia atroz y no quise seguir adelante. Preferí que me expulsaran. Mi padre me golpeó, mi madre fue a la iglesia a rezar por la salvación de mi alma, pero no di el brazo a torcer. Tuve que estudiar el quinto año libre, en mi casa.

– Te cegó la oscuridad, porque era demasiado visible -dijo Camargo.

– Me gusta esa idea pero no la entiendo.

– La hermana superiora creyó que estabas viendo el infierno, como en el primer libro de Paraíso perdido:… y aún de esas llamas no salía luz, sino más bien oscuridad visible.

Cerró los ojos y repitió los versos en un inglés que parecía dicho por el propio John Milton. El polvo seguía dando vueltas por la llanura y se infiltraba en la casa con tenacidad de perro.

– Es horrible-dijo Reina-. Acá se puede tomar toda el agua del mundo y la garganta sigue seca. No me extrañaría que la gente tuviera el paladar lleno de grietas.

– Eso es todo lo que sabés, Remis? ¿También la idea de la Parusfa te vino de aquellos evangelios que leíste a los quince, dieciséis años?

– Diecisiete. No, claro que no. Me sentí humillada por lo que había pasado en el colegio. Decidí que iba a volver algún día a esa clase de religión para echarle en cara a la hermana superiora toda su ignorancia. Me dediqué a leer como una poseída. Descubrí los evangelios apócrifos en una edición española publicada en el peor momento del régimen de Franco, con todos los imprimatur y nihil obstat que usted se puede imaginar. Allí fui a dar con las Narraciones sobre la infancia del Señor escritas por Tomás Israelita en el siglo. Leí ese libro con curiosidad, porque los evangelios canónicos omiten todo lo que pasa entre el nacimiento y los doce años de Jesús. El niño que se describe ahí es iracundo y vengativo. Cierta vez, cuando atravesaba un pueblo, alguien pasó corriendo y lo empujó desde atrás, sin querer. Jesús se enfureció y le dijo: «Ahora vas a quedarte duro para siempre». Y así fue. Le hizo lo mismo al hijito de un escriba que le rompió una cesta de mimbre. La situación se volvió tan grave que san José, en el capítulo 14 de esas Narraciones, tiene que pedirle a Maria que no deje salir a Jesús de la casa, porque todos los que se enojan con él mueren al instante. Leí muchas historias como ésas, escritas por hombres piadosos a los que se acusaba de herejes. Aprendí que en tiempos de Jesús hubo otros magos y profetas como él, que se alzaron contra el poder de Roma y contra la hipocresía de los sacerdotes judíos. No lo quiero abrumar, doctor Camargo. Fíjese qué hora es. Usted termine su té. Yo me voy a dormir.

La casera recogió los platos y el zumbido del polvo se fue apagando a medida que la noche ocupaba más y más el lugar de todas las cosas. A través de las ventanas se veta el movimiento lejano de lámparas que iban y venían. Los peones, pensó Reina.

– Son los indios -dijo la casera-. Están buscando sobras de comida. Es mejor que mi marido no los vea, porque les dispara con el rifle, como a los zorros, yen una noche baja a dos o tres.

Camargo observaba el aire, apartado de sí mismo. Se le había borrado el entusiasmo o quizá su ánimo estaba mudando, como una larva, hacia un entusiasmo distinto.

– No es posible que baje a dos o tres -dijo Reina-. Será un modo de hablar, ¿no? Algo no verdadero.

– No hagas caso de lo que dice. Usted habla por hablar, ¿no es cierto?

– ¿Es así? ¿Habla por hablar? -dijo Reina.

La casera no contestó. Entró en la cocina y separó los huesos del pavo de la carne que no habían comido los visitantes. Luego echó los huesos a los perros.

– Reina -dijo Camargo.

– Qué -respondió ella, sin pensar. Nunca la había llamado así, por su nombre.

– Me casaría con vos si tuviera veinte años menos. O si vos tuvieras diez años más.

Ella le sonrió, compasiva. Al sonreír, alzaba tanto el labia superior que la franja de las encías quedaba a la vista. Aquélla era una noche de malos entendidos, de palabras que no significaban lo que decían.

– ¿Cómo se le ocurre eso, doctor? Si es un cumplido, es rarísimo.

– No es un cumplido. Te lo digo en serio. Me casaría con vos pero no puedo. Tengo el doble de tu edad.

– El doble o la mitad de mi edad daría lo mismo. No puede porque no puede. Está solo, está lejos. Cuando uno está solo y lejos dice cualquier cosa.

– No he dicho cualquier cosa. He dicho que no puedo. Estoy casado, soy infeliz, pero ése no es el motivo, porque eso es lo que te dila cualquier hombre en mi lugar. No puedo porque nos parecemos demasiado. Nos haríamos mal.

Reina sintió que las palabras iban cayendo con alivio una al lado de otra, en un orden que tal vez tenía siglos pero que para ella era nuevo. Le pareció que esas palabras encajaban, después de haberse buscado durante mucho tiempo.

– No sé qué decir. Estoy confundida. Todo me confunde.

Camargo se levantó de la mesa con la taza de té y dio unos pasos hacia la cocina. Luego se volvió, dejó la taza sobre la mesa y puso una mano sobre los hombros de Reina.

– No tenés que decir nada. No tenés que pensar nada. Soy yo el que ha dicho todo.

Ella se apartó de la mano y lo miró a los ojos.

– Hay frases que se quedan, que no se pueden dejar en el aire. Alguien dice alga, y ese algo nos cambia, aunque no queramos.

– Tal vez lo dije sin pensar.

– Nadie habla sin pensar. Todo lo que decimos tiene un sentido, y no hay por qué dejarlo caer.

– Nos parecemos, Reina. ¿Ves lo que pasa? Pensamos igual, casi con las mismas palabras. Así empiezan los cortocircuitos.

– Si usted no fuera mi jefe, yo podría permitirme el lujo de un cortocircuito. Pero tengo la lengua atada. Me gusta lo que hago, ¿sabe? Me gusta escribir. Me costó mucho trabajo entrar en el Mario y el día en que lo conseguí pasé una hora bailando sola en el anfiteatro del parque Lezama. Pisé tanta caca de perros que tuve que tirar los zapatos a la basura, pero fui más feliz que nunca en la vida. No puedo perder eso, doctor Camargo. No puedo tener cortocircuitos con el editor de Cultura ni con el prosecretario general ni mucho menos con usted, que está en la punta de la pirámide.

– Tenés razón. Pero yo no te dije que tuviéramos una de esas historias que se olvidan antes de que sucedan. Dije que me habría casado con vos. Es distinto.

– También dijo que no puede. Y eso es lo más distinto.

A él le pareció mentira que estuvieran hablándose así, dejándose ir, con una soltura que jamás había sentido en la relación con ninguna otra persona, ni siquiera sus hijas. Le sorprendió que aquella muchachita de nada lo pusiera a temblar como un adolescente. Ella, a su vez, no entendía qué estaba pasando aquella noche. La confundía retroceder y la confundía avanzar. No le gustaba alejarse tanto de sí misma. Por momentos veía a Camargo tal como era: un señor mayor, que caminaba encorvado, con una voz demasiado pensativa y un torso de matrona, redondeado por los años. Nunca nadie así había entrado en sus sueños. Y sin embargo, todo lo que él decía la tocaba y la helaba como un ácido. Todo lo que él decía le cortaba el aliento y entraba en su pasado.

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