Era un mal día para alejarse de Buenos Aires. También era un mal día para que Reina se quedara allí, electrizada por la atmósfera mística que las radios invocaban a todas horas, somos la sal de Dios, somos la mirada de Dios, el avemaría de la gracia plena que mueve el sol y las demás estrellas. Era además un mal día para estar inmóvil, con el alma suspendida en lo que sucedía trescientos cincuenta kilómetros al oeste, dentro del santo monasterio de Los Toldos, y malo para moverse a cualquier parte, afrontando las calles que Reina imaginaba cortadas por las eternas manifestaciones de maestros mal pagados, jubilados en la miseria, estudiantes sin clases. En qué abismos ha caído el pobre país, cómo va a levantarse de esta postración sin fin.?Podrá ayudar en algo lo que yo escriba?, se dijo Reina. ¿Ayuda en algo mostrar las llagas? Creo que de nada sirve, que nada ayuda, todos vamos a morir clamando al vacío en este desierto de sordos.
Sin embargo, cuando se aventuró en el auto con chofer que le había asignado el doctor Camargo para viajar a Los Toldos, una sola turbulencia le nubló el paso: la Ella de diez camiones que avanzaba amodorrada desde el Obelisco hasta la Plaza de Mayo, dejando caer unos bocinazos tuberculosos. El resto era silencio: la terca mudez de la ciudad infinita. A las puertas de las iglesias vio, eso sí, aglomeraciones de peregrinos que se desplazaban pegados a los muros con largos velones encendidos. Oyó algunos apagados coros de ultratumba, Cristianos venid, y luego el chofer le señaló con incredulidad la fila interminable que marchaba por la avenida Maipú hacia el norte, ávida por mirar aunque fuera de lejos una rama del limonero sagrado.
Tardaron menos de media hora en llegar al acceso Oeste, y otro tanto en alcanzar la ruta 7, desde donde se desviarían por un camino provincial hacia la Azotea de Carranza. AI mediodía ya estaban en pleno campo. El cielo de julio era delgado, casi líquido, y destilaba un calor africano: las estaciones en la pampa jamás obedecen a su ritmo natural y están acostumbradas a hacer lo que les da la gana. Cruzaron campos donde el trigo, aún verde, apenas asomaba la cabeza, y otras tierras a medio arar y roturar, pero después del río Salado todo era sequedad y torbellinos de polvo. Las vacas se movían con paciencia de santas en esa aridez amarilla y las escuálidas casas que se divisaban desde la ruta estaban vacías, a merced del viento desorientado.
Se perdieron al entrar en Los Toldos, a las tres de la tarde. Con el sol clavado en el centro del cielo, todas las construcciones se vetan iguales: los almacenes y los zaguanes se repetían, idénticos; en ninguna esquina encontraban el nombre de las calles, y en las dos casas donde se detuvieron a preguntar les respondió un silencio de muerte. Las ciudades cambian más rápido que las personas, se dijo Reina. Me ha sucedido que entré a un cine en Buenos Aires y salí de la misma función a otro cine de México, pero esa ciudad no ha cambiado en décadas. Es un laberinto sin dibujo: el peor de los laberintos. A eso de las tres y veinte el chofer condujo hacia atrás por la misma calle que los había llevado otras veces a un paredón sin salida, y la inversión del movimiento les permitió oír un altoparlante remoto que difundía hacia el oeste una melodía perdida en el tiempo, La chica de la boutique, cantada por Heleno. Con cierta vergüenza, Reina se acordaba de haberse contoneado al compás de ese horror en alguna fiesta de la adolescencia temprana, pero ahora le hacía gracia que fuera la brújula gracias a la cual llegaron de pronto a la plaza central, con la estatua ecuestre del Libertador alzándose sobre la copa de algunos árboles moribundos. Las puertas de la iglesia estaban abiertas de par en par. Seis hombres vestidos con los hábitos púrpuras de los jueves santos salieron en procesión llevando en hombros a Cristo crucificado. Detrás, precedidas por un cura que agitaba el incensario con delicadeza para no ensuciar sus encajes litúrgicos, se arrastraba un coro de viejas chillonas cantando ellas también Cristianos venid, en tenaz competencia con el altoparlante que repetía La chica de la boutique. En el café contiguo a la iglesia les indicaron cómo volver a la ruta provincial y desviarse hacia la Azotea de Carranza. Las cuatro menos cuarto ya, dijo Reina. Y a las siete son los rezos de Vísperas.
Cuando divisaron la estancia de la dama benefactora era corno si tampoco hubieran llegado a parte alguna. Los caseros los esperaban con la tranquera abierta v, montados en unos caballos enclenques, los orientaron a través de una doble fila de álamos hasta el casco, que estaba también hundido en el polvo. Nos han cortado el agua, anunciaron los caseros. Hemos llenado la tina con los baldes del pozo, por si la señora gusta refrescarse. El aire estaba quieto en los cuartos, que se mantenían a oscuras porque es la luz la que trae el calor -decían los caseros-, la luz del día y las moscas por la noche. Reina sintió que el aire de la casa jamás había salido de allí, que era anterior a su nacimiento y que tal vez seguiría impasible después de su muerte. No le parecía un buen presagio ese aire lleno de sabiduría y de memorias, que había visto y oído tantas cosas, ni los sillones cubiertos por fundas empolvadas como sudarios, ni el piso de baldosas donde el eco de sus tacos dejaba una sombra sonora, un borborigmo peor que el de La chica de la boutique.
De todos modos, a las seis menos diez va estaba lista, no bañada sino refrescada en la tina, perfumada con el Chloé de Lagerfeld que llevaba siempre en la cartera por si acaso, vestida como una dama de otro siglo, con mantilla y larga pollera negra y una blusa negra de encaje que permitía adivinar, de todos modos, las pecas del pecho. En la mesita franciscana del cuarto que los caseros habían arreglado para ella, cuidándose de no ventilarlo, junto a la cama de tres plazas protegida por un mosquitero espeso, que prometía una noche de asfixia claustrofóbica, Reina se dio tiempo para anotar algunas de las ideas que incorporaría mis tarde al artículo de fondo. Notó que su lenguaje estaba fuera de quicio, que destilaba indignación por el desparpajo con que el presidente y el capellán de Olivos estaban engañando a la gente, pero también se sintió capaz de dominar esa furia a la hora de escribir. Cuanto más neutral fuera su relato, cuanto mayor distancia pusiera entre ella y los hechos, tanto más le creerían, se dijo. Yo no soy la realidad, pero tampoco habrá ninguna realidad hasta que no la escriba. ¿No es eso lo que quiere el doctor Camargo?
Esperaba su llamada. Llegó, a las seis exactas. Quería repasar con Reina punto por punto lo que estaba por hacer. Si fracasás, le dijo, vamos a salir mañana con la primera página en blanco. La voz crepitaba en el celular, se entretejía con la estática.
– Es la falta de aire -dijo Reina-. Acá no hay atmósfera. No llegan las señales de los satélites. Sólo hay polvo y una luz blanca en la que todo se pierde.
– ¿Cómo? -preguntó Camargo.
– No voy a fracasar -dijo Reina, caminando hacia la galería exterior.
– Yo no estaría tan seguro. La gente que enviamos ahí sigue con las manos vacías. Nadie puede acercarse a la entrada de esa fortaleza. La dama benefactora llamó al abad y le anunció que vas al oficio de Vísperas. Me hizo prometer que no vas a preguntarle nada a nadie, que si abrís la boca sólo va a ser para rezar. Tiene pendiente un préstamo para maquinarias agrícolas y no quiere pleitos con el gobierno. Si me lo hubiera dicho antes, no te había mandado.
– No se preocupe, doctor. Sé lo que voy a hacer. Ya llamé al abad para avisarle que estaré ahí a las siete menos cuarto. Uno de los monjes me va a esperar a la entrada. Necesitan mi cédula de identidad y la cana de presentación. Después de que verifiquen todo, van a guiarme hasta uno de los reclinatorios de la familia protectora.
– No vas a tener problemas. Sé que te van a dejar entrar -dijo Camargo-. Lo que no sé es qué podés hacer cuando estés adentro.
– ¿No creía usted que el presidente iba a mirarme las piernas? Empiece a desilusionarse desde ahora. Llevo una pollera de monja. Estoy sin maquillaje. Pocas veces me he sentido menos atractiva en la vida. Cuanto más imagina uno cómo van a suceder las cosas, más diferentes son. Voy a llamarlo a las ocho, doctor, cuando todo haya terminado. ¿Hubo alguna reacción del Vaticano?
– Ya es tarde ahí. El Papa se ha retirado para la cena. Hablamos con el vocero, pero no hizo comentarios. Quieren estudiar el caso.
– Deséeme suerte, entonces.
El chofer que le había asignado Camargo supuso que podría orientarse sin ayuda en aquellas soledades de polvo. La arrogancia lo perdió. Dos veces se internó en caminos bloqueados y en uno de los regresos estuvo a punto de caer en un pantano. Reina llegó al monasterio con diez minutos de atraso. Desde la lejanía, oyó que los monjes habían empezado a cantar el Magnificar. La capilla era simple, sin ornamentos, pero se alzaba en lo alto de una loma casi invisible: esa elevación en la nada de llanura parecía una respiración de Dios. Fue lo que le dijo el monje que acudió a recibirla: «Desde acá se oye el aliento de Dios», a lo que ella respondió con la única frase que sabía en latín: «Deuspro nobis». Entró a los rezos de Vísperas con la cabeza baja. Ocupó uno de los reclinatorios de la izquierda, porque el presidente estaba solo en el de la derecha, y respondió a su ligera inclinación con otra que fingía pudor, recelo, virtud, todo a un tiempo. Después, cada vez que se ponía de pie ose arrodillaba, siguiendo las cadencias de la liturgia, aprovechaba para observarlo. Estaba vestido con uno de esos trajes de seda lustrosos que resumían su idea de lo que debía ser la elegancia, y una camisa de color mostaza, sin corbata. El fastidio de la oración le acentuaba las ojeras. Iban por el segundo salmo y aún faltaban la epístola y el Salve Regina. El presidente debía de estar rogando en silencio que el tormento eclesiástico se acabara de una vez para volver a la soledad de su celda y entretenerse con los game boys electrónicos que siempre llevaba en el equipaje.
Reina sabía lo que iba a hacer. Lo había planificado desde mucho antes de hablar con Camargo, pero no quería decírselo. Sabía qué hacer pero no cómo. Identificó al abad, que estaba sentado en el escaño más alto de la fila derecha, apoyando la cabeza en un respaldo alto del que surgía una paloma de madera erizada de rayos. Cuando terminara el Salve Regina, pensaba arrodillarse ante él y besarle las manos. Le entregaría un sobre con una nota. Había prometido no pronunciar una sola palabra, pero si era preciso le diría: «Vengo de parte de la dama protectora». Ninguna falsía. La nota era breve, elemental. Cada palabra debía mantener en vilo la atención del abad: «El presidente no pudo haber visto a Nuestro Señor Jesucristo. Al recibirlo en esta santa casa, usted se conviene en cómplice de la impostura. Relea la Primera Epístola a los Tesalonicenses, capitulo 4, versículos 1518. Fíjese en el capítulo 24 del Evangelio según san Mateo, repase el Libra de la Revelación. Recuerde que Cristo sólo puede volver a la Tierra cubierto de gloria y anunciado por los arcángeles el Día del Juicio Final. Este no es el Juicio Final. El presidente está abusando de su buena fe y va a dejar en ridículo a la Orden de San Benito». Firmaba: «Reina Remis, enviada de la dama protectora)).