Durante más de cincuenta años, Camargo no dejó de pensar ni un solo día en la madre que había perdido. No sabía cómo era ella ni cuál sería ahora su nombre, pero tenía la esperanza de que aún siguiera viva en algún lugar del mundo. Con el tiempo, la imagen de la madre había ido moviéndose de un cuerpo a otro, de una cara a otra, era muchos seres que Camargo no podía fijar en uno solo: aquella errancia de la madre era también la errancia de su ser, las muchas personas que, a pesar suyo, él iba siendo todos los días: una persona nueva casi a cada instante, un extraño con el que le costaba identificarse. Sin embargo, la reconocerla apenas la viera porque, aunque no recordaba su cara ni su cuerpo, sabría que era su madre por este o aquel gesto de ella que persistía en él, tal vez la costumbre de llevar un índice a la ceja e inclinar la cabeza hacia la derecha, como si de ese lado le pesaran los pensamientos; o tal vez la reconocería por la involuntaria frialdad de su voz, tomando siempre distancia de los otros, como les sucede a todos los que han sufrido un primer amor rechazado. ¿Nunca me amaste, mamá, nunca me amaste? ¿Nunca querrás abrazarme? Si el padre no hubiera destruido hasta el último recuerdo que había de ella en la casa, quizás ahora podría imaginarla. Era el blanco absoluto de su imaginación lo que más lo desesperaba.
Una víspera de Navidad, cuando Camargo tenía once o diez años y aún vivía en Tucumán, encontró al padre quemando todas las fotos, las ropas y las cartas que la madre había dejado. Desde hacía ya algunos meses, el padre le había prohibido que la nombrara, la dibujara o escribiera composiciones sobre ella en la escuela. Así, la madre se alejaba a coda velocidad de su memoria y era sólo una vaga sombra con la que Camargo hablaba en silencio, sin esperar respuesta. La había visto tan pocas veces que, al entrar en la adolescencia, no podía discernir si el recuerdo que le quedaba era inventado o real. A veces, cuando se miraba en el espejo, se esforzaba por ver, en la imagen que él mismo reflejaba, la cofia de enfermera, el delantal blanco tableado y los guantes de goma que siempre llevaba puestos. Soy mi madre, decía. Sólo cuando te vea voy a saber ser yo.
La madre trabajaba en un hospital de tuberculosos y, como le habían dado el turno de noche, dormía hasta bien avanzada la tarde. Pasaba el resto del día tomando notas en un cuaderno, sin ocuparse de la cocina ni de la limpieza. Tampoco del niño, que era feliz sentándose a su lado y contemplándola. De vez en cuando, ella reparaba en Camargo y le devolvía la mirada. «Mi gato, mi gatitos, le decía entonces, meneando la cabeza, con una ternura que él extrañaba todavía. No se acordaba de la voz, pero la ternura perdida era como una pierna o un oído que le hubieran quitado y que lo disminuía ante las demás personas.
Antes de que amaneciera, la madre volvía del hospital y lo primero que hacía era entrar en la pieza de Camargo y acariciarle la cabeza. Más de una vez, él había esperado ese momento durante la noche entera, temiendo que la caricia pasara y él no se diera cuenta. La oía abrir la puerta cancel, atravesar el zaguán y la pequeña sala de la entrada, y acercarse a su cama en puntas de pie. Camargo fingía dormir. Había aprendido a fingir con tanta destreza que sus ojos estaban suspendidos e inmóviles en esa eternidad de la caricia y su respiración adquiría una placidez que jamás alcanzaba en los sueños verdaderos. Se estremecía por dentro al oír los susurros del delantal, cada vez más cerca, y oler el perfume a desinfectante que impregnaba el cuerpo de la madre, aun después de bañarse. Luego se preparaba para la extrema suavidad de su tacto: ella lo rozaba con una piel tan inasible, tan aérea, que parecía sólo un suspiro de los dedos.
Una mañana, vencido por la curiosidad, decidió mirar la sutileza de aquellas manos. Con desolación, con horror, advirtió que ella tenía puestos los guantes del hospital. Y supo que los guantes habían estado siempre allí, interponiéndose entre su cabeza y las manos de la madre. ¿También su placenta le habría servido para separarse de él antes de que naciera? ¿Para diferenciarlo de su cuerpo y no para contenerlo y abrigarlo? Y luego, ¿tendría los guantes puestos cuando acercó por primera vez los pezones a su boca? Aquel día deseó con toda su alma que la madre se muriera, llevándose al otro mundo todas sus no caricias. Pero luego empezó a pensar que el ademán de acariciarlo era lo que valla, y concentró su odio en los guantes. La madre jamás se apartaba de ellos. Antes de dormir, se lavaba las manos con alcohol y dejaba los guantes dentro de una máquina de calor, como la que usaban los viejos peluqueros para esterilizar las tijeras y los peines.
A los pocos días, Camargo peleó con dos compañeros de la escuela y se le abrió una herida en el cuero cabelludo que lo cubrió de sangre. Con la ropa destrozada, llorando a mares, corrió a su casa. La madre estaba sentada en un sillón de la sala, hojeando revistas con las manos enguantadas. ¿Puedo abrazarte, mamá? le preguntó Camargo. ¿Te puedo dar un beso? Y se le acercó con los brazos abiertos. La madre lo observó de arriba abajo con una mueca de disgusto y lo apartó con firmeza.»No se te ocurra tocarme, Gatito», le dijo. «¿No sabés que, por mucho que me lave, siempre me queda pegado en el cuerpo el aliento de los enfermos? A mí eso ya no me hace nada, pero los que me tocan se pueden contagiar.»
Camargo empezó a pensar entonces que ella tampoco debía de tocar al padre, aunque ambos compartían el dormitorio y la cama. Cada vez que los había visto dormidos, estaban yaciendo de costado, en extremos opuestos, separados por una colcha enrollada. En aquellos primeros años a Camargo le interesaba poco el padre porque tampoco él pasaba mucho tiempo en la casa. Era técnico de sonidos y tenía un taller en la radio donde fabricaba los efectos especiales que se oían en las novelas. Usaba cocos partidos en dos para imitar el galope de los caballos, y cubiletes llenos de sal gruesa que, al ser agitados, evocaban los pasos de los amantes sobre las hojas secas del otoño. Delante de la madre se pavoneaba diciéndole que ningún sonido era para él imposible de reproducir: el roce de las [alas, el suspiro de la brisa entre los árboles, un desfile militar, un partido de tenis.
A veces Camargo creía estar viviendo entre fantasmas. Ya en quinto grado, la casa estaba siempre sola cuando volvía de la escuela y, como no tenía nada que hacer, repasaba las lecciones una y otra vez. Los maestros le escribían notas de felicitación, pero él no tenía a quién mostrárselas. Lo único que comía eran los guisos de lentejas que cocinaba una vecina y que entregaba en viandas de tres cazuelas, con carbones en el hornillo. El niño los dejaba enfriar y se iba sirviendo de a poco, a cualquier hora.
Esa vida de indiferencia cambió para siempre una madrugada de enero. Camargo se había quedado leyendo hasta muy tarde novelas de Julio Veme y aún tenía el sueño enredado entre los náufragos de la isla misteriosa y la cantante resucitada del castillo de los Cárpatos cuando oyó un sollozo en sordina que venía del dormitorio de los padres. Se levantó descalzo, vestido con el único calzoncillo ya deshilachado que le quedaba, y descubrió al padre sentado en la cama, golpeándose la frente con un pedazo de papel. El cariño que había retenido desde hacía años se le vino encima de pronto como una ola muy alta, y tuvo que hacer un esfuerzo para dejar pasar la ola sin besar ni abrazar al padre, porque éste también creía, como la madre, que los sentimientos son uñas sucias que deben cubrirse con guantes.
– Qué se habrá creído tu madre? -le dijo-. Llevo años aguantándole que se acueste con un kinesiólogo del hospital y ahora, no conforme con eso, se ha ido a vivir con él.
¿Eso quiere decir que no va a volver? -¿No estás oyendo? Nos ha abandonado.
Por lo que veía en el cine y leía en las novelas, Camargo imaginaba que sólo las mujeres sufrían las infidelidades y crueldades de los maridos hasta que éstos terminaban abandonándolas. No se le había ocurrido que los hechos de la vida pudieran suceder al revés. Tampoco a él le había importado, como al padre, que la madre anduviera con otros hombres. ¿Pero por qué se había marchado sin él, sin el hijo? ¿Qué le había hecho Camargo? Jamás se quejaba, era obediente y estudioso, se planchaba él mismo la ropa y trataba de que nadie lo viera cuando lloraba. ¿Por qué lo había dejado, entonces? Mierda, las mujeres.
Lo que más sufrimiento le causaba fue que la madre, al irse, había dejado los guantes del hospital dentro de la máquina de calor. Aquellos guantes sin manos le recordaban las caricias que ya nunca más tendría. Y a la vez pensaba que ahora las manos, ya libres de los guantes, podrían acariciar la cabeza de alguien que no era él.
Pocos meses después, mientras releía Los hijos del capitán Grant de Julio Verne, encontró en el segundo tomo una carta que la madre le había dejado. Se notaba, por la letra, que estaba muy apurada: «Gatito, no aguanto más en esta casa. Perdoname. Sé que vas a estar bien. Adiós». Estuvo a punto de mostrársela al padre, pero tuvo miedo de que se la quitara. La escondió en una costura del pantalón, pero el día que lavaron toda la ropa en agua caliente, la carta se deshizo.
El único lugar donde la madre podía haberse ocultado era Buenos Aires, porque la ciudad era un espejo interminable donde las vidas se confundían y se repetían. Camargo tenía quince años cuando Radio del Pueblo contrató al padre para que hiciera los efectos sonoros de El León de Francia, que copiaba las aventuras del Zorro. Un domingo de invierno, luego de vender los pocos muebles que les quedaban, cruzaron en un tren que se llamaba El Tucumano los desiertos de Santiago del Estero y las salinas de Córdoba, y llegaron a Buenos Aires a medianoche. La radio mandó a la estación de Retiro un coche de plaza con la orden de que los paseara por las calles del centro antes de llevados a la pensión. Los edificios estaban iluminados y debajo de la tierra se oía el rugido de los trenes. La gente cruzaba las calles riendo y comiendo porciones de pizza, y algunas avenidas caían en pendiente hacia las oscuridades del río. Era de noche pero la luz fluía de todas las ventanas con tanta intensidad que a Camargo le pareció que el sol saldría en cualquier momento.
La pieza que la radio alquiló para ellos, cerca de Retiro, había sido la enfermería para las apestadas de un viejo burdel. En el mismo espacio de seis metros por ocho se amontonaban una litera de dos pisos, una tina que servía tanto para bañarse como para lavar los platos y un hornillo Primus que despedía un olor infernal a kerosén. Abajo vivían unas mujeres que iban y venían todas las tardes por los pasillos con batas transparentes y estelas de perfumes ácidos que atraían a las ratas. Daban fiestas casi a diario, con la música a todo volumen, y la única vez que Camargo se atrevió a protestar las mujeres se le rieron en la cara. Una de ellas golpeó esa noche a su puerta para que le cuidara el hijo, y se lo entregó descalzo y en camisón. Al amanecer siguiente se lo llevó dormido, y regresó por la tarde con la bata desprendida, con la intención de pagarle el servicio, pero a Camargo se le quitaron las ganas apenas vio que tenía unos lunares blancuzcos de sarna en el vello de la entrepierna.