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Tres

Una pasión brasileña

El domingo 20 de agosto, a las dos y media de la tarde, Antonio Marcos Pimenta Neves, de 63 años, asesinó de dos balazos a Sandra Gomide, de 32 Ambos trabajaban en el mismo diario y habían sido amantes durante tres años. Desde hacía meses, Sandra quería romper la relación, pero el obsesivo Pimenta, enfermo de desesperación y de despecho, no se lo permitía. Imaginaba que ella se había enamorado de otro hombre más joven, y para sorprenderla, abría el correo de su computadora, la perseguía -ciego de celos- en automóviles que iba estrellando por las calles, vigilaba las sombras de su casa por las noches, como james Stewart en La ventana indiscreta.

Contado de esa manera, el crimen parece uno de tantos. No lo es. Pimenta Neves era uno de los periodistas más poderosos de Brasil. De modales cautos, formales, reflexivos, nadie habría dicho que era capaz de una pasión violenta.

Fue un erudito crítico de cine en el diario Ultima Hora; luego, en los años de la dictadura militar, trabajó como jefe de redacción de Folha de Sao Paulo y director de Folha da Tarde. Su esposa había nacido en los Estados Unidos y se mudó con ella a Washington en 1974, como corresponsal de periódicos paulistas. Allí se hizo notorio por su altivez y por su extremo orgullo. Cierta vez, durante un almuerzo de la prensa extranjera con representantes del Partido Republicano, uno de éstos comentó, al pasar, que los periodistas sudamericanos viajaban y comían siempre a expensas de sus fuentes. Pimenta Neves se levantó en silencio de la mesa y pagó la cuenta completa, que ascendía a setecientos ochenta dólares. Luego regresó y se la arrojó en la cara al que lo había ofendido. En el desplante disipó la mitad de su salario mensual

A mediados de los años ochenta fue nombrado consejero principal para asuntos públicos en el Banco Mundial y en 1995, ya separado de su esposa y con dos hijas mellizas, regresó a San Pablo para dirigir la redacción de Gazeta Mercantil, el diario económico más prestigioso de Brasil En octubre de 1997 fue contratado, con ese mismo cargo, por O Estado de Sao Paulo.

Su carácter se había agriado entonces. La soledad o el poder-o acaso una combinación de esos sentimientos- lo tomaron despótico y arrogante. Creía que todo era posible, y creía también que nada le debía ser negado.

En algún momento de 1997 se enamoró de Sandra Gomide, editora de la sección Empresas amp; Negocios en Gazeta Mercantil; cuando pasó a O Estado se la llevó consigo. En pocos meses, Sandra vivió ascensos de vértigo. Su salario de redactora especial, mil dólares, subió casi cinco veces. Era una mujer llamativa y sensual y, al parecer, no menos altanera que Pimenta. Desde la infancia la llamaban Bambi, por sus movimientos cautelosos y elegantes, que recordaban los de un ciervo. Estaba haciendo estudios de posgrado en el Instituto de Investigaciones de San Pablo y sus artículos sobre las fusiones en las empresas brasileñas de aviación fueron citados por toda la prensa del país a comienzos de año.

Algo debía de andar mal entre ella y su protector porque hace un par de meses, en una reunión de editores de O Estado, Pimenta se quejó de que Sandra estaba descuidando su trabajo y anunció que le había pedido la renuncia. En la redacción del diario vieron al director investigando en el correo privado de la computadora de Sandra para leer los mensajes que ella habría recibido de un empresario ecuatoriano, del cual -creía Pimenta, acaso sin razón- la joven estaba enamorada. Inició entonces una persecución tenaz: llamó a los directores de todos los medios de información, en San Pablo y en Río de Janeiro, y les pidió que rechazaran a Sandra cuando fuera en busca de empleo. La acusó de recibir coimas de una empresa de aviación y de mentir a sus jefes.

La historia no parece diferir de otras que son ya célebres en la ficción, como la historia de Carmen en la novela homónima de Prosper Mérimée y la de Lola Lola o Rosa en El ángel azul de Heinrich Mann. Los crímenes brasileños son movidos, sin embargo, por pasiones más complejas. A veces los desata el amor propio o la honra herida, pero la causa más frecuente es el afán de posesión.

Los ejemplos abundan, y algunos siguen aún vivos en la memoria de la gente, como el inolvidable crimen del escritor Euclides da Cunha, autor del clásico Os Sertbes, quien había servido como corresponsal del mismo diario, O Estado, para cubrir el levantamiento de Canudos que refiere en su libro.

En enero de 1906 Da Cunha era miembro de la Academia Brasileña de Letras, superintendente de Obras Públicas y una de las personalidades más notables del país. Al regresar de un viaje de catorce meses por el Amazonas, encontró embarazada a su esposa, Anna, a la que llamaba Saninha. En vez de repudiarla, decidió adoptar al niño. Al cabo de otro año, nació un segundo hijo que no era suyo, y también lo admitió sin reproches. Sólo reaccionó cuando, en agosto de 1909, Saninha se marchó del hogar conyugal y se fue a vivir con un aspirante del ejército, Dilermando Cándido de Assis, de 21 años, quien era tal vez el padre de los dos últimos hijos.

Da Cunha, que había admitido el adulterio, no pudo tolerar el abandono. Se presentó en la casa de su rival, y luego de disparar un revólver al aire, apuntó al corazón de Saninha. Se le adelantó Dilermando, campeón nacional de tiro al blanco, con un balazo certero en el pecho. La muerte de Da Cunha fue una tragedia por la que Brasil guardó tres días de luto público.

Tampoco Pimenta quiso aceptar el abandono de Sandra. Se presentaba en su departamento a cualquier hora del día o de la noche, con pretextos diversos, y en algunas ocasiones la abofeteaba. Sandra lo denunció a la policía por «invasión de domicilio y agresiones,, pero nada pasó. Los investigadores imaginaron que se trataba sólo de reyertas triviales entre un hombre de inmenso poder y la mujer que amaba.

El 20 de agosto al amanecer Pimenta llegó al haras Setti, a unos setenta kilómetros al oeste de San Pablo, donde solía descargar sus tensiones cabalgando. Allí también la familia de Sandra guardaba dos caballos. Sabía que en cualquier momento ella aparecería, como todos los domingos. Esperó hasta las dos y media de la tarde. Cuando la vio llegar, desenfundó el revólver Taurus calibre.38 que llevaba consigo y le dijo que iba a matarla y a suicidarse si insistía en abandonarlo. Sandra gritó: “!No lo hagas, Pimenta!”

– ¿No?

Se oyeron entonces dos balazos: uno acertó a la víctima en un pulmón; el otro, mientras caía, le fue disparado a la cabeza, desde una distancia de cuarenta centímetros, un poco por arriba de la oreja izquierda.

Pimenta guardó el revólver en la guantera de su automóvil y huyó. Durante horas vagó por la zona rural de Ibiúna, en las cercanías del hagas, hasta que decidió buscar refugio en casa de un amigo. Según contaría más tarde, más de una vez se llevó el arma a la boca y estuvo a punto de acabar con su vida. No lo hizo porque los lugares donde andaba eran desérticos y pensó que los investigadores iban a tardar varios días en encontrar su cuerpo. Temía que, cuando por fin lo recuperaran, su cara estaría desfigurada y tal vez infundiera horror. No quería que sus hijas vieran esa degradación. Desistió, pero no perdió el ánimo.

El martes por la mañana, desde su escondite, llamó por teléfono al editor ejecutivo de O Estado y se quejó de que la información sobre el crimen era demasiado favorable a la víctima. «Están tomando partido en contra de mí, y se olvidan de que yo sigo siendo el director de ese diario», dijo. «La cobertura de Folha es mucho mejor que la nuestra. A ver si afinan la puntería.» La última frase no tenía un tono sarcástico porque ya toda forma de humor se había desvanecido en él. Aquella misma tarde escribió una carta de despedida a sus hijas mellizas. Les dijo que había perdido interés en vivir y que su defensa en un proceso largo y penoso era imposible. Luego tomó una dosis excesiva de Lexotanil, algo mas de ciento veinte miligramos, y se tendió en la rama a morir. Lo encontraron a las dos horas y lo rescataron del coma en que estaba sumido.

Ahora, Pimenta se ha convenido en acusador de la muerta. Sostiene que ella lo engañaba «personal y profesionalmente,,, que burló su honra y que le contagió una enfermedad venérea. ¿El crimen fue entonces un acto de pasión ciega, la trama de una venganza o la destrucción del objeto amado por un enfermo que ya no podía poseerlo? Dos de las mujeres más inteligentes de Brasil, la novelista Nélida Piñón y la socióloga Rosiska Darcy de Oliveira, suponen que la violencia sigue siendo el único modo de expresión de todo macho que siente su orgullo herido. «La propia sociedad es cómplice», dijo Rosiska. «El Código Penal no prevé castigos para el hombre que golpea a la mujer. Y de allí al crimen hay sólo un paso.»

Recluido en un hospital de reposo, Pimenta se ha desentendido ahora de todo arrepentimiento y asume, confiado, el papel de víctima. Sabe desde hace tiempo que ha entrado en una telenovela. Lo que no sabe es que los condenados a ese infierno ya jamás pueden salir de él.

Revista dominical de

El Diario de Buenos Aires,

setiembre 3, 2000

Tal vez debiste impedir que se publicara esa historia, fingir que no había sucedido. Pero antes de que lo pensaras ya estaba fuera de tus manos. Todos los otros diarios la difundieron con amplitud al día siguiente de los hechos -el tuyo sólo repitió la escueta información de las agencias-, y el lenguaje que emplearon fue tan desconsiderado, tan irrespetuoso con Pimenta, que tuviste la tentación de escribir un suelto para defenderlo. Hasta los hombres más sensatos pueden sucumbir a una ráfaga de locura, pensaste. Un domingo, el 16 de noviembre de 1980, el filósofo francés Louis Althusser estaba dándole un masaje en el cuello a su esposa Hélene, con la que había convivido más de treinta años, cuando advirtió que la cara de la mujer estaba rígida y la punta de la lengua asomaba, apacible, entre los dientes. Sin darse cuenta, la había estrangulado. No lo culparon por eso. Lo declararon irresponsable de sus actos. También Dilermando de Assis fue absuelto por segunda vez cuando hirió de muerte, en 1916, a un hijo de Euclides da Cunha que trataba de vengar la ya olvidada honra de su padre. Las pasiones son siempre insensatas y se apoderan de los seres humanos del mismo modo fatal e inevitable que las enfermedades. No se puede culpar a nadie por eso. Sin embargo, cuando un redactor de O Estado te llamó para preguntar qué pensabas del crimen, el mismo día en que Pimenta admitió que lo había cometido, dijiste: «Hacer justicia con las propias manos es propio sólo de las sociedades primitivas». Cuanto más lo piensas, más te gusta esa reflexión: insinúas que la acción de tu amigo es justa y, a la vez, señalas que su inteligencia había retrocedido en el momento del crimen a un estado casi animal, prehistórico. ¿Por qué castigar a un ser humano que deja de ser él mismo y permite que, durante un relámpago de tiempo, sus instintos tomen el lugar de sus pensamientos?

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