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– ¿Me puedo ir, entonces?

La luz de los televisores subrayaba el contorno de lo que ella era, o de lo que Camargo quería que fuera. Podía adivinar los muslos firmes debajo del blue jean, la ondulación de los pechos, la suavidad del vello de los brazos. Parecía que la silueta fuera un acuario y el cuerpo navegara dentro de ella, esquivo. Y su manera de mover las palabras de un lado para otro: eso sí era inesperado. No sabía que la inteligencia de las mujeres pudiera ser escurridiza como los peces.

– Alguna vez fui critico de cine, Reina. He leído decenas de notas sobre Mitchum. La tuya no está mal, pero casi todo lo que escribiste no le interesa a nadie. La gente compra los diarios para enterarse en dos minutos de lo que pasa. No quiere perder el tiempo con los detalles. Con eso de los mesías gemelos te fuiste por las ramas.

– No es así, no es así. Si quiere, alguna vez lo hablamos. Un día menos difícil que hoy.

– Fue difícil. Ya no lo es más. Ahora tengo hambre. Podemos seguir con el tema mientras cenamos en alguna parte.

– ¿Fuera de acá?

– Claro. En cualquier parte, no importa dónde, fuera de este mundo.

– Mire la pinta que tengo. Mejor me arreglo un poco y lo encuentro donde usted decida. ¿A qué hora?

– A las diez. Dejales tu teléfono a las secretarias. Ellas después te avisan cuál es el restaurante.

En la cara de Reina no se reflejó ninguna emoción. Los grandes ojos negros estaban muy abiertos pero vacíos, como los de una vaca que ha viajado días en la tiniebla de un vagón y llega de pronto a un campo desconocido.

Salvo cuando lo acometían dolores en la cadera como los de aquella mañana, Camargo se sentía joven. No le parecía que su cuerpo fuera menos radiante que cuando jugaba al fútbol en la universidad y, aunque los músculos estaban algo flojos y caídos, aún le gustaba exhibir en la playa los bíceps y el pecho rotundo. Sacó el Cohiba que escondía en el escritorio y, luego de despuntarlo, lo encendió. Lo iluminó la felicidad de ser él mismo. Todavía era joven y acaso una sola mujer fuera poco para él. Necesitaba una mujer que fuera cien mujeres, bandadas de tiernas mujeres que lo alumbraran como octubre, soles de mujeres en las que nunca se posara la noche.

Cuando le llevaron la información de la primera página, la corrigió con displicencia. No dudó al elegir el titulo principal. Era fácil: El hijo del presidente depositó una fortuna en un banco de Bra sil . Un título sensacionalista, como Maestro temía. Subido de tono y verdadero para quien creyera que siete millones eran una fortuna. Aquellas pocas palabras develarían, sin duda, la punta del ovillo de la corrupción: el contrabando de armas, la razón del suicidio de Valenti, las valijas henchidas de dinero que el presidente hacía entrar por Ezeiza, las conexiones con los narcos de Cali, las pústulas de la pobre patria. Siempre tenías razón, Camargo, ése era tu orgullo máximo: no equivocarte cuando todos se equivocaban. Le vino a la memoria una canción de los años sesenta:

Has evitado los errores y te sientes salvado.
Pero has caído en el supremo error de no cometerlos .

Eso no era para él, jamás sería: había nacido a salvo del error. Cualquier cosa podía pasar al día siguiente, y para todo estaba preparado. Para todo, menos para lo que finalmente sucedió.

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