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Nueve

Adivinaste la traición antes de que sucediera. Ya habías notado algo esquivo en el cuerpo de la mujer cuando volvió de la zona de las guerrillas, en Colombia. Se quedaba con los ojos abiertos al hacer el amor, temblando a veces, buscando en el aire de los geranios el deseo que no llegaba y no llegaba. Su sexo estaba seco y también temeroso: quería decirte algo y sin embargo enmudecía. A ratos se apartaba y te pedía un instante de tregua: estoy cansada, tan cansada. Vos te ponías boca arriba en la cama y mirabas los arabescos de la penumbra, las sombras de su desnudez, el centelleo de las ramas en el jardín. También cuando la observabas a través del telescopio Bushnell, desde el cuarto de la calle Reconquista que habías alquilado sólo por ella, obedeciendo al instinto de desconfianza que jamás te fallaba, la sentías ausente ya no sólo de vos sino de todo lo que la rodeaba, buscando un cuerpo que parecía haber dejado en otra parte, ¿su cuerpo u otro distante, el de alguien en cuyas manos la mujer se había puesto: la perra, desagradecida? Perra, perra, tu padre tenía razón: era igual a la madre que los había dejado, una reencarnación tal vez, una melliza que regresaba para maldecirte.

Después de la travesía a Colombia, la mujer ha viajado sola dos veces, a Santiago de Chile y a Caracas, con el pretexto de otra investigación confidencial sobre el tráfico de armas. Vos y ella acordaron encontrarse en Santiago: saldrías una mañana de sábado, ignorando los llamados cada vez más angustiosos de Diana desde el hospital: Ya no saben cómo bajar la fiebre, papá. No podas imaginar qué débil está, qué triste. ¿Por qué no venís, papito? Apenas se despierta, la pobre Ángela pregunta si ya has llegado». Ibas a regresar de Chile el domingo al caer la tarde, dejándolo todo sólo para estar con la mujer, pero la noche del viernes, cuando la llamaste para que supiera a qué hora debía esperarte en el aeropuerto, ya se había ido del hotel y su teléfono celular estaba desconectado. De todas maneras viajaste a Santiago, perdiste como un imbécil horas y horas rastreándola en los ministerios y en las guarniciones militares, avergonzándote ante tus amigos de El Mercurio y de La Tercera en busca de alguna pista: todo en vano. IA qué extremos de humillación te había llevado? ¿Quién habría podido imaginar que alguien como vos, al que jamás nadie osaría dejar esperando en el teléfono, iba a perder la calma por el silencio de un insecto como ella?

La mujer regresó al diario el martes al mediodía, con una luz en la expresión que no reconocías, el sol recóndito de alguna felicidad perversa: entonces empezaste a comprender que algún intruso la ensuciaba, que ella rendía su cuerpo a un desconocido tal vez joven y sin duda podrido por venéreas, ladillas y otras enfermedades de la arrogancia. Querías saber qué había pasado, ah, cómo la sospecha y la incertidumbre te enloquecían, Camargo, cuántos residuos de la memoria de tu madre se habían instalado en la mujer y te acosaban, abriéndote de nuevo las llagas del abandono. No quedas que ella advirtiera tu desconfianza. Le preguntaste, como si nada hubiera pasado:

– ¿Todo fue bien, Queenie?

Ella te respondió, con soltura:

– Todo joya, Bitte. Me dieron una entrevista en Temuco y cuando quise llamarte desde el avión para que lo supieras, se me murieron las pilas del celular. Vagué tres días cut off, confined.

Desde el amanecer del nuevo año la llamabas así, my Queenie, mi reinita, en la lengua privada que habían construido para la intimidad y que abrevaba en un delta de otras lenguas: el arameo de Queenie, tu inglés y tu italiano, su portugués, tu checo. Ella te decía Bitte, que tantos significados corteses tenía en alemán aunque en verdad aludía a las amarguras de tu apellido, bitter.

Así que el celular se le había agotado: esa coartada era difícil de verificar. Pensaste, entonces: puedo encontrar su huella. Si se quedó en Temuco, su paso ha de estar registrado en hoteles, líneas aéreas, restaurantes. Sicardi descifrará esos enigmas con un par de llamadas. Vas a pedírselo apenas la mujer se aleje, pero te detiene algo en el tono de lo que ahora te dice: familiar y a la vez distante, sonidos en desarmonía con su sentido:

– ¿Tenés un rato para mí esta noche, Bitte? Sólo para conversar.

– ¿A las diez, te parece?

– Un poco antes -sugiere ella-. A las nueve y media ya habré terminado el día.

La invitás a un bar al que fuiste otras veces, con amantes de paso, cuando te daba claustrofobia la imagen funeraria de Brenda esperándote en la cama de San Isidro. Hay en ese lugar tantas voces que tratan de encaramarse unas sobre otras, tantos yuppies pavoneándose con sus vasos de whisky que hasta alguien tan notorio como vos puede pasar inadvertido si encuentra libre uno de los cubículos que se abren frente al mostrador. Son espacios de sonido muerto, a los que el estrépito de afuera llega tan sólo como eso: un oleaje, un cotorreo indiscernible.

Ya llevás esperándola diez minutos cuando la ves entrar, con un abrigo largo, negro, y debajo un conjunto de paño gris. Desde el viaje a la selva guerrillera ha corregido el desaliño que la mantenía clavada en la adolescencia, como si su edad avanzara entonces con más lentitud que el tiempo. La ves abrirse paso entre las jaurías del bar y advertís cuánto ha madurado en pocos días, con qué elegancia mueve hacia un lado y otro su cabellera oscura.

– Bine, qué guapo estás -te dice.

A veces su habla se contamina de palabras que ha copiado de libros españoles -guapo, listo, enfado-, pero en ella nada parece artificioso. Su soltura te asombra siempre. Ahora, mientras aún está de pie, quitándose el abrigo, exhala una seguridad imperial.

¿Ya te acostumbraste a tu departamento nuevo? -le preguntás.

– No me acostumbro a nada -te dice, a la vez que ordena con displicencia un whisky doble, con un dedo de agua-. De noche, cuando vuelvo, la calle está desierta. Sólo veo mendigos arrastrándose. No nos damos cuenta, Bitte, pero Buenos Aires está mutando. Es una mariposa que vuelve a su estado de larva.

– Deberías venir más seguido a San Isidro. Ahí nada cambia. Sólo el olor del río, a veces.

– No puedo ir por un tiempo. De eso quería que habláramos.

– ¿Qué pasa? ¿Querés dejarme?

– Ni se me ocurre. A vos nadie podría dejarte. Necesito tiempo ahora para escribir mi libro. -Los mesías gemelos, ¿no?

– Nadie lo sabe. ¿Cómo lo sabés vos?

– No lo sé. Todos los signos de tu vida van hacia ese punto: la necrología de Robert Mitchum, tu discusión con la superiora en el colegio de monjas. Tout aboutitk un livre, como decía Mallarmé. ¿Por qué no me hablaste de eso? Te habría ayudado.

– Quién sabe si hubieras podido ayudarme. No estaba madura hasta hace poco. Sél0 ahora sé que puedo.

Le tendés las manos para ver si me las acaricia, como antes. Las ignora. Finge que se concentra en el vaso de whisky.

– Ahora -tanteás-: después de tu excursión a las pólvoras colombianas.

Una tensión súbita le salta a la cara. Como se ha echado el pelo hacia atrás, podes ver que las sienes le laten. Has calculado bien el efecto de la palabra pólvora, su insinuación erótica.

– ¿Me mandaste espiar? -te dice, alzando la voz-. Si alguno de tus policías anduvo pisándome los talones, no entiendo por qué seguiste el juego todo este tiempo.

– Porque para mí no es un juego. Yo no me voy a dejar, Reina, aunque vos quieras dejarme.

– Soy una persona, Camargo. No me podés tomar ni dejar. No le pertenezco. Soy de nadie. Sólo ahora sé que, por lo menos, me pertenezco a mí.

Ella misma te ha franqueado el paso. Decidís, por lo tanto, ir un poco más lejos:

– Te pertenecés a vos porque pertenecés a otro.

– Tal vez -admite.

– Y te enredaste tanto que ya no podés salir.

– No me enredé. Tampoco quiero salir. Estoy donde estoy por mi voluntad, limpia de cuerpo y alma, ¿podés entender eso?

Te subleva que, al mirarte, lo haga con negligencia, como si va se hubiera puesto fuera de tu alcance. Hay algo en su actitud evasiva que te devuelve a la infancia. Ella es la otra, la perdida, ¿no? Si tu padre lo vio con tanta nitidez, tanta certeza, ¿por qué lo desoíste? La ira te saca de quicio y, sin embargo, tu voz mantiene la mesura. No ha contestado aún Reina a todas tus preguntas.

– Limpia no. Eso no es cierto. Si tu alma estuviera limpia no habrías vuelto a acostarte conmigo. Me traicionaste a mí primero, después traicionaste al otro.

– Fui cobarde, no sabés cuántas veces me lo he repetido. Tuve miedo de lastimarte. También tuve miedo de vos. Traicioné a Germán, pero él ya lo sabe. Me he pasado todos estos días pidiendo disculpas.

– ¿Germán se llama? -gritás ahora. La garganta se te ha secado. La sangre te sube a la cabeza como una lava.

– Germán. Pensé que lo sabías. ¿No dijiste que sabés todo?

Hiciste, hace años, tu aprendizaje de la desdicha. Cuando ya no podías aprender más, te volviste inmune a todo sufrimiento. Ahora te queda sólo la cólera. A tu cólera no le importa alzarse sobre el vocerío de los yuppies y las risotadas de las empleaduchas.

– Cogiste conmigo, cogías con él, cogés con cualquiera. Te abrís de piernas al primero que pase, puta. Te vendés al que mejor te pague, ¿eh? ¿No te ha bastado todo lo que te di, todo lo que me sacaste?

– No me regalaste nada, Camargo. Lo único que hiciste fue arrancarme cosas. Nunca re dije que te quería. Te admiraba: es distinto. No te mentí.

– Creés que me vas a dejar así, tan fácil? ¿Creés que se puede salir de Camargo como se sale de una fiesta? No, nena, vos no te vas.

– Quiero a otro. No me puedo quedar.

– Otro? No hay ningún otro. A mí nadie me abandona. Yo no soy mi padre.

– Pobre Camargo -te dice.

Tu sangre ya sublevada se desborda. No sentís tu cuerpo ni te importa. Sólo sentís tu indignación invencible. La mujer alza las manos, tratando de cubrirse, pero vos sos más rápido. Descargás toda tu fuerza en un revés que le alcanza los labios, de pleno, y se los parte. Ella te observa atónita, demudada, con ojos de cordero sacrificado. Va a decirte algo pero no se lo vas a permitir. Arrojás sobre la mesa un billete de cincuenta pesos y salís casi corriendo de ese infierno, entre el murmullo de los yuppies imbéciles. Vos sos quien sos, Camargo. Nadie puede dejarte.

No recordarás el incidente en el bar. Ciertos hechos de tu vida no te suceden a vos sino a un ser que está fuera de tu memoria y de tu carne: alguien que no quiere moverse del pasado. Cuando observás a la mujer a través del telescopio, por ejemplo, te extraña que los labios se le hayan partido y la barbilla esté hinchada. Mañana tendrá un hematoma y habrá perdido alguna brizna de su belleza misteriosa. La ves estudiar la herida en el espejo y despejar un hilo de sangre con la lengua. Te irrita que, a pesar de todo, parezca feliz, y se desvista meciendo las caderas al compás de alguna música prostibularia que no podes oír. Si alguien la ha castigado, lo ha hecho a medias. Tendría que haberle vaciado los ojos y quemado la lengua con tenazas candentes. Sobre todo, tendría que haberle cosido cada anillo de la vagina para apagar el daño que han causado.

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