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– ¿Vas a venir a Michigan?, -le preguntó. No tuvo corazón para decirle que no.

A eso de las siete, en lo peor del trajín, apareció en su pantalla la necrología de Mitchum. La había olvidado por completo. Jamás leía ese tipo de información, menos aún en los días de tormenta, pero antes de ir al entierro había ordenado que se la mostraran y ahora sentía una curiosidad incómoda como un presagio. Aquella chica tan etérea y a la vez tan terrena. Le pareció raro que sólo pudiera evocar sus formas pero no su cara: la silueta de un espectro en el espejo.

Los primeros párrafos no estaban nada mal y fluían con tanta naturalidad que el lector avanzaba sin darse cuenta al párrafo siguiente. Había en ella una conciencia del lenguaje de la que carecían los periodistas más presuntuosos y mejor pagados. Empezaba con una evocación de la infancia huérfana de Mitchum en Bridgeport, enumeraba después los extravagantes oficios de su juventud -matón de cabaret, promotor de astrólogos-, y describía con un par de trazos certeros las siete semanas infamantes de cárcel en Los Ángeles por fumar marihuana, luego de haber sido candidato al Oscar. A Mitchum lo había desvelado siempre el problema del Mal, decía Reina. Era un calvinista en busca de personajes detestables como los de Cape Fear y Encrucijada de odios , interesado en demostrar cuán imposible era para Dios salvar a sus criaturas más ciegas. Reina dedicaba veinte líneas desafinadas, en el centro de la necrología, a comentar La noche del cazador , en la que el difunto había desplegado todos los registros de su complejo arte. Camargo las leyó con alarma. Esas líneas confirmaban sus presentimientos.

Según Reina, Mitchum se había entretenido con la lectura de algunos evangelios gnósticos durante la filmación de esa película. A través de las siete historias censuradas de los valentinianos que los arqueólogos Bickel y Von Hoist exhumaron en 1943, supo que Maria, la hija virgen y adolescente de Joaquín y Ana, dio a luz no un hijo sino dos idénticos. Los gemelos se llamaron Jesús y Simón. Ambos habían llevado vidas paralelas, predicando a la vez en Galilea y en Siria; ambos fueron crucificados en ciudades distintas, acusados de conspirar contra el poder de Roma, y ambos también resucitaron al tercer día. Pero sólo uno de ellos era hijo de Dios. El otro era un impostor que cayó en el atroz pecado de soberbia al fingir una divinidad para la que no lo habían elegido. Su milagrosa y simultánea resurrección confundió a los evangelistas de ambos credos. Los valentinianos sugerían que el mellizo de Dios -o del hijo de Dios- era el demonio.

Mitchum, escribía Reina, trató de ilustrar esa idea al exhibir, en una prodigiosa escena de La noche del cazador , las falanges de sus manos tatuadas con las palabras Love y Hate, Amor y Odio, entrecruzándolas para explicar las batallas eternas entre el Bien y el Mal. Camargo sabía que el dato era falso: los gnósticos habían inspirado no a Mitchum -hombre de lecturas precarias-, sino a Charles Laughton, el director del film. De todos modos, la digresión era inoportuna y de ningún modo iba a publicarla. A Camargo le daba lo mismo que Jesús hubiera tenido un gemelo o una hermana melliza, o tres. Ya nadie podría cambiar la dirección en que se había movido la historia de la especie humana. Y además, en plena guerra con el presidente, no era momento para abrir otro frente de conflicto irritando a los obispos de la Iglesia, que llamarían blasfemia a lo que era sólo una cándida provocación.

Durante algunos segundos, vaciló entre ordenar que despidieran a Reina o llamarla a su oficina para que explicara por qué había introducido esa información tan fuera de lugar. La chica le despertaba una vaga curiosidad intelectual. En un par de minutos, podría conocerla mejor. Llamó por la línea interna a Sicardi, el jefe de personal, y le pidió que le llevara las fichas de ingreso. Remise no, repitió. Remis. Reina Remis. Confiaba en Sicardi a ciegas. Era retacón y tenía la nariz grande, cruzada por retículas de vasos capilares. Sus informes eran siempre metódicos, prolijos, sin una palabra de más.

– Acá traemos todos los datos, doctor -dijo Sicardi-. Teléfono, dirección, nombre y oficio de los padres, edad, estudios cursados, lista de los trabajos anteriores. En este último punto no hay gran cosa. Sólo seis meses como pasante en una biblioteca de Adrogué y otros seis como investigadora en la sección Bienes Raíces de Crónica Mercantil. En los dos casos renunció para seguir estudiando.

Hablaba de pie, con la cabeza inclinada. Jamás se habría atrevido a sentarse en presencia de Camargo.

– ¿Quién la recomendó al diario?

– Ella sola. Remis. Fue la mejor calificada entre los seis estudiantes que trabajaron con beca el año pasado.

– ¿Está graduada en algo?

– Es licenciada en Comunicación, doctor. Promedio 9,86.

– ¿Cuántos años dijo que tenia?

– Es mayorcita ya. En noviembre cumple treinta y uno.

– Estuvo casada, entonces.

– Por lo que vemos acá, no estuvo. Célibe.

– Léame los resultados del examen de salud.

– Sangre y orina, doctor. Sin problemas.

– ¿Sólo eso? Quiero exámenes completos. Quiero saber si la gente que usted contrata tiene o tuvo venéreas, ladillas, tuberculosis, reglas irregulares, muelas podridas, amígdalas en mal estado, si las mujeres están preñadas o estuvieron alguna vez. Con las mujeres hay que desconfiar, Sicardi.

– Así es, doctor. Nunca se sabe. Si no lo hacemos es por el tema del ahorro. El rubro médico sale muy caro.

– No le pregunté cuánto cuesta. Hágalo. Y dígale a esa chica Remis que venga a verme. Deje acá las fichas.

Los televisores multiplicaron la cara mítica del Che Guevara en la batea del hospital de Vallegrande. ¿Habrían ya encontrado el cadáver? Llamó al editor de Internacionales para que lo averiguara. No, habían exhumado un fémur cerca del aeropuerto, pero era de una mujer patizamba. Los periodistas serios tenían que abrirse paso entre la hojarasca de versiones falsas que difundían las radios y los canales de noticias desesperados por llamar la atención.

Lo que en la jerga del diario se llamaban «las fichas» eran un compendio de todas las informaciones que Sicardi había logrado reunir sobre los redactores del diario. Algunas páginas reproducían los interrogatorios a que él mismo los había sometido antes de entrar. Otras incorporaban números de teléfonos, borradores de cartas arrojadas al cesto de papeles, panfletos que mencionaban sus nombres, copias de sus afiliaciones a partidos políticos o a clubes de fútbol. A las fichas de Reina Remis se añadían también algunas fotos: de los padres, de un hermano mayor, de las sobrinas, de un músico de rock que había sido su novio. Camargo examinó el conjunto con delicadeza y curiosidad, como si el personaje fuera una miniatura y lo tuviera entre los dedos. Qué vida mínima: jamás había pasado allí nada importante. Cursos de inglés básico, bachillerato en un colegio de monjas, un par de viajes a Río y a San Pablo, en ómnibus, y otro a México, con mochila a la espalda. El padre era mecánico de automóviles en Adrogué, propietario de un taller. Había sobrevivido a todos los descalabros económicos de la Argentina y no se quejaba, según Sicardi. Le gustaba montar a caballo y ella lo acompañaba los fines de semana al Club Hípico. En 1995 se había mudado de la casa familiar de Adrogué a un cuchitril de dos ambientes en la calle Humberto Primo. Por supuesto, el padre le pagaba las cuentas, pero Remis quería ser independiente, recibirse de mujer, alcanzar la fama, escribir en los diarios.

Ahora, el silencio se posaba sobre esta orilla aérea de la ciudad. En el río, la oscuridad viraba al morado. Los apuntes de Sicardi eran tan impecables, tan perspicaces, que le devolvían la fe en la inteligencia humana.

El escritorio se le iba poblando de notas breves que dejaban las secretarias. Mensajes de cronistas, voces del mundo. Mientras él no llamara a la gente, nadie osaría entrar en su santuario. MV dijo en el noticiero de ATC que la de Valenti fue una muerte accidental, no suicidio: ésa va a ser la versión oficial. ¿La cubrimos? /// Por presiones del gobierno acá o allá, el banco de Singapur va a negar que el cheque del depósito hecho por Juan Manuel en San Pablo es auténtico. /// En la antesala espera la señorita Remis. Dice que Ud. la mandó venir. /// La viuda de Valenti se marcha del país. Está en Ezeiza, con pasaje de primera clase en el vuelo a Chicago. Le pusieron custodia: cuatro pesados de inteligencia. (Es el vuelo de Brenda y las mellizas, también primera clase. Tal vez conversen antes de dormir. Tendré que llamar a Brenda mañana y preguntarle detalles sobre lo que hizo y dijo la mujer en el viaje, para una nota de color.)

– Que entre Remis -ordenó Camargo.

Estaba vestida con la misma ropa deslucida de la mañana: un suéter de cuello volcado y un blue jean demasiado estrecho. Camargo le indicó una silla al otro lado del escritorio y volvió la mirada hacia los televisores.

– Un momento -dijo. Quiero ver esto.

Las pantallas exhibían la imagen fija de Shoko Asahara, el profeta ciego de la secta Verdad Suprema que en 1995 había envenenado con gas el subterráneo de Tokio. Era una imagen insoportable, sin sonido.

– Mitchum -siguió Camargo-. Te he llamado por lo que has escrito sobre Mitchum.

– ¿Pasa algo? -se protegió la chica-. Trabajé una barbaridad. Verifiqué dato por dato.

– No todos. Mitchum no leía a los valentinianos. Era Laughton.

– ¿Charles Laughton?

Al decirlo, se le subió la sangre a la cara.

– El director de la película. En esa época, los actores podían improvisar muy poco durante la filmación. 1955. No tenés la más pálida idea de lo que era Hollywood en esos tiempos.

– Me confundí, entonces -admitió la chica. Pero no se disculpó.

– Tu nombre, Reina, ¿de dónde sale?

– De mi abuela materna. Era brasileña. Se llamaba Regina Maria da Gloria. A mí casi me ponen Reina Isabel. Se contuvieron justo a tiempo.

– ¿Creés de verdad que Jesús tenía un hermano gemelo?

– Cómo voy a saberlo. No sé. Todo es posible. Apenas sé quiénes eran los valentinianos. Leí mal, ya le dije.

– Tengo que cortar esos párrafos, Reina. El diario nunca publica necrologías tan largas.

– ¿Por qué esos párrafos, justamente? Son lo mejor del artículo. Si quiere, los corrijo y digo que la idea era de Laughton.

– No. Hoy es un día difícil. No le llamé para discutir.

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