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Ahora que ella es de nuevo presa de su mirada, que está indefensa al otro extremo del telescopio, quiere sentir su olor. No necesita sino la llamada de su olor salvaje antes de cruzar la calle, antes de saltar una vez más sobre la pareja sin techo y entrar por segunda vez en el cuarto, ahora para desnudarla y filmarla y descomponer las líneas de su cuerpo en infinitos fragmentos que luego rehará a voluntad en su televisor. La desvestirá y volverá a vestirla, lavará el cartón de jugo y lo tirará en la basura antes de marcharse. Ala tarde siguiente llevará las imágenes a la sala de videos de la casa de San Isidro, junto a la galería de geranios, y se quedará oyendo durante horas el vaivén de sus entrañas, el temblor eléctrico de esa respiración que odia y ama.

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