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– No podes molestar a Camargo por una boludez así -dijo Durán-. Si te puso al mando de esta nota fue para que vos tomes las decisiones.

– Me puso al mando -siguió Insiarte-. Por eso me dio el celular.

Podría avisarles que Camargo viene para acá, se dijo Reina. Ya habrá pasado Carmen de Areco. Andará por la llanura sintiendo la rareza de la quietud, porque en lo liso todo parece estar siempre inmóvil salvo el cielo: las estrellas, las nubes, el arco sin luz del horizonte van desplazándose como ovejas obedientes mientras lo que hay en la Tierra siente que no avanza hacia ninguna parte, sólo salta de una oscuridad a otra oscuridad. Pero si digo lo que sé, me acosarán con preguntas que no quiero contestar. Ya van a tener todas las respuestas en el diario de mañana.

– No hay señal en el teléfono -dijo Insiarte-. Eso es raro. ¿Cómo no va a tener señal si estamos en una emergencia?

– Atiende el celular cuando quiere -dijo Durán-, para que nadie sepa de dónde viene ni adónde va.

– Yo también quisiera oír la radio -dijo Reina-. ¿Puedo saber qué pasa?

El tercer hombre no la miró ni estiró una mano para saludarla. No se movió. Dejó el aparato de radio sobre la mesa y dijo:

– Oí lo que se te dé la gana. A mí ya me cansaron. Cuanto más oigas, menos vas a entender.

El comienzo de la historia era el mismo para todos los noticieros, pero los detalles se abrían después en un rizoma laberíntico. Decían que el presidente había puesto fin a su retiro benedictino a eso de las ocho menos cuarto de la noche y desde las ocho había empezado una huelga de hambre.

Lo raro era la confusión sobre el lugar. A dos de los enviados especiales, el presidente les había pedido que lo acompañaran a la estancia La Unión, situada a tres kilómetros de Los Toldos, donde, luego de arrodillarse ante las ruinas del catre donde Evita Perón naciera casi ochenta años atrás, se tendió sobre una bolsa de dormir y bebió un vaso de agua. Los enviados le oyeron decir con un hilo de voz: «Penitencia, penitencian. Les pareció que sollozaba, pero nunca lo supieron con certeza: una repentina escolta militar en uniforme de fajina los alejó del sitio con malos modales.

Otras emisoras aseguraban que el presidente se había retirado del convento benedictino después de la plegaria de Sextas, hacia la una de la tarde, con tantas precauciones de seguridad que un doble -el mismo doble que lo sustituía repartiendo bendiciones y promesas en las provincias remotas- había asistido al oficio de Vísperas. Según esas versiones, había viajado en el avión de un amigo desde un campo cercano a Los Toldos hasta Jáchal, en San Juan. Una vez allí, el presidente había empezado a comportarse de un modo extraño. Ordenó que no lo siguieran. Pidió prestado el auto de un senador y nadie sabe cómo, a eso de las cuatro de la tarde, llegó a la cabaña del guardián del Valle de la Luna. Iba vestido con un hábito blanco, de beduino, la cabeza cubierta por una capucha de monje y sandalias franciscanas. El guardián contó por la radio, con una voz sin entresijos de mentira, que había tratado de detenerlo mientras el presidente iba y venía por las depresiones del valle, rezando como un poseído bajo el sol enloquecedor. Uno de los móviles de la televisión de San Juan había llegado hasta las vallas tendidas por el ejército y mostraba al presidente desde lejos, trepando por los riscos. A falta de acción, las cámaras insistían en describir la intensidad religiosa de las rocas, en cuyas formas estaba inscripta la historia del mundo: hongos, lámparas, cavernas por las que asomaban lenguas de piedra negra, aves siamesas, parejas copulando, naves cilíndricas abandonadas después de los viajes de Dios.

Otro de los enviados especiales había visto al presidente en Guaminí, sentado sobre una roca junto a las ruinas de la zanja que Adolfo Alsina había ordenado cavar en 1875 para detener las invasiones del cacique Namuncurá, y que desde entonces no cesaba de abrirse paso hacia el centro de la Tierra. Miles de animales habían caído en la grieta de trescientos kilómetros de largo y de una profundidad que la erosión de los suelos volvía insondable. En la penumbra, los vahos de podredumbre eran fosforescentes y atraían a las hormigas y a los escarabajos, pero no había ser humano que los resistiera. El presidente estaba allí, sin embargo, en situación de ayuno y penitencia. «¿Liendo?», decía el enviado a Guaminí. «¿Me grabás, Liendo?» «Te recepciono perfectamente», respondió el tal Liendo. «Voy a ponerte al primer mandatario en el aire. Aquí lo tengo, en exclusiva, desde el sur de la provincia de Buenos Aires.» La transmisión era impecable hasta ese momento, pero apenas Liendo dijo: «Muy buenas tardes, señor», los graznidos de la estática irrumpieron en la sintonía y no permitieron oír.

Yo tampoco entiendo lo que pasa, se dijo Reina, dejando la radio sobre la mesa. O la realidad es sólo una ilusión de los sentidos o el periodismo crea la realidad. Sin saber por qué le vinieron a la memoria tres versos de un soneto de Góngora: El sueño, autor de representaciones, / en su teatro sobre el viento armado /sombras suele vestir de bulto bello. Pero estas historias no eran sueños. En aquel tiempo la gente las tomaba en serio y nadie advertía lo inverosímiles que eran. Ahora se sabe que el presidente penitente no fue a ninguno de los sitios donde lo vieron: a las ocho se escabullo de su celda y, desde un campo cerca de Junín, regresó a Olivos en un helicóptero del gobierno. A la mañana siguiente jugó dos horas de tenis, como si nada hubiera pasado.

Reina no pensaba en la complejidad de ese cuadro sino en lo tarde que se había hecho. Las nueve y media ya. El casero y el chofer estaban esperando fuera, en el relente. Y Camargo quizás había llegado a Membrillar y avanzaba a ciegas por una retícula de lagunas y canales. Al dejar sobre el mostrador la plata de la ginebra, Reina no pudo evitar que Duran apretara su mano contra la madera y le dijera con la voz saturada de aguardiente: «Es temprano para dormir, nena. ¿Por qué te vas? Es temprano para dormir pero no es tarde para otras cositas,,. Ella lo apartó con un desprecio que le subió de las vísceras: «No es tarde para que te bañés, Durán. Olés a mierda. Y aunque te bañés, vas a oler a mierda toda tu vida». No hizo caso de las miradas voraces y rencorosas de los otros hombres ni del siseo de Durán a sus espaldas: «Puta. ¿Vieron qué lengua la de esta puta?».

En el auto, mientras la oprimían la llanura y la noche, sintió que nada de lo que había pasado durante aquel largo día le importaba. No le importaba la crónica que había escrito sobre los sucesos del convento, porque eso ya era pasado y olvido. Lo único que le importaba era, quizá -su vida era una repetición de quizás-, el interés con que había imaginado el viaje de Camargo por la ruta en tinieblas, siguiéndolo desde Luján al manicomio de Open Door y a los maizales de Chacabuco, imaginando lo que decía y lo que pensaba, pero, sobre todo, sintiendo el desplazamiento de su cuerpo a través de las lucecitas perdidas del camino.

Eran más de las diez cuando Camargo la llamó desde Los Toldos. Su chofer no sabía dónde estaban. «Hemos parado frente a una farmacia», dijo. «Al cartel de la entrada le faltan letras. A ver. Creo que se llama Santísimo Socorro. Preguntale al casero si sabe cómo salir de acá.» «Santísimo Socorro, la farmacia», repitió ella. El casero la interrumpió: «Se han ido para otro lado. Están con las direcciones enredadas. Dígale que no se muevan. Que me esperen».

Sobre la mesa tendida con doce cubiertos cata un incesante polvo diminuto. La casera se lamentó de que la llanura fuera tan lisa, con un cielo de estrellas opacas que no permitían orientarse, y que en el pueblo nadie respondiera a las preguntas de la gente perdida. «He visto pasar por acá cinco o seis veces a un mismo camión, sin rumbo», dijo. «Sí, es difícil llegar a alguna parte», dijo Reina. «Míreme a mí», siguió la casera. «También es difícil irse.»

Tal vez la mesa se quedaría así para siempre y pronto el mantel de encaje se pondría amarillo. El tiempo se había detenido, como en la casa que tenía Miss Havisham en Grandes esperanzas.

Y ella, Reina, ¿llevaría también un vestido de novia que la soledad iría deshaciendo? Al menos, seguía con la misma pollera negra y la blusa de volados del oficio de Vísperas. Dios, y esa cara de muerta. Durán debía haber pensado que estaba haciéndole un favor al proponerle «otras cositas». Tenía que correr a cambiarse de ropa. ¿Dónde habría un espejo en esa casa?

Acababa de encontrar uno cuando, a las diez y media de la noche, Camargo llegó a la Azotea de Carranza con un ímpetu de diez de la mañana. Era un hombre taciturno y reservado, pero esa noche estaba resplandeciente, como si hubiera viajado hacia su propia juventud. El chofer principal de El Diario lo seguía, ceremonioso, con una enorme bandeja de comida y dos botellas de cabernet francés.

– ¡Remis! -llamó con energía, apenas traspuso la puerta-. ¡Reina Remis! ¡Vení a celebrar! ¡El presidente mandó al carajo las visiones místicas!

Ella salió de la penumbra del dormitorio y se acercó, recelosa. Esperaba la invasión de los editores y las secretarias. Temía ver otra vez a Durán.

– Dónde están los otros? -preguntó.

Camargo se desentendió. Ordenó a la amedrentada casera que guiara al chofer hacia la cocina y pusiera en fuentes de servir el gazpacho, el pavo frío y la ensalada rusa que había traído de Buenos Aires.

– ¿Qué otros? -dijo después, con sincera sorpresa.

Y entonces se volvió hacia Reina. Ella tenia la cara recién lavada y toda su belleza simple a la intemperie. Se había puesto el vestido suelto de flores bordadas que se compra en los mercados populares de México y parecía una aparición beatífica de otro siglo. Seguía confundida. La confusión se le había enredado en el ánimo como una tela de araña.

– La casera tendió la mesa para doce -insistió ella.

– Está sorda. Nunca dije doce. Dije dos. Reina se quedó de pie. No sabía de qué necesitaba defenderse pero se defendió:

– No como ensaladas rusas. Me hacen mal las papas y las mayonesas.

– Tampoco te gusta el gazpacho y el pavo tiene gusto a mierda -dijo Camargo-. Todas las mujeres que conozco tienen algún prurito con la comida.

– No sé cómo son las otras mujeres. Yo soy cuidadosa con lo que me meto en el cuerpo.

Camargo soltó la carcajada. Era más bien una especie de rebuzno que avanzaba a empellones, como si le diera vergüenza reír y luego esa vergüenza dejara de importarle. De pie, al lado de la mesa, acariciando una carpeta con papeles, se internó en un largo discurso sobre las encrucijadas que lo habían desorientado en Los Toldos. A eso de las seis, contó, ya se sabía en Buenos Aires que el presidente no aguantaba más las liturgias benedictinas y quería marcharse de allí esa misma noche. Lo retenía sólo el teatro de viento que Enzo Maestro había montado con la visión de Jesucristo en la copa del limonero. Sentía urgencia por salir de allí, jugar al golf, respirar aire laico. Maestro le hizo prometer que se quedaría hasta el oficio de Vísperas. Después, podría refugiarse en la estancia La Unión, donde simularía una huelga de hambre. Allí se acostaría en un catre y se dejaría tomar un par de fotos, pero enseguida estaría lejos de la vigilancia de los periodistas, con libertad para montar a caballo y mirar televisión. En ese momento decidí que no quedaba nada por hacer en Buenos Aires, dijo Camargo. El ojo de la tempestad se había desplazado hacia acá. Armé una primera página con las fotos de Juan Manuel Facundo depositando los siete millones en el banco de Singapur y dejé dos columnas abiertas para tu historia. Sabía que el abad iba a reaccionar pero jamás imaginé que iba a enojarse tanto. A las ocho y diez me leyeron un comunicado del monasterio en el que se invocan instrucciones directas del Vaticano. Repiten más o menos lo que vos le dijiste al abad en tu carta, aunque con más diplomacia: que Cristo no puede volver a la Tierra hasta el Juicio Final y que las visiones del presidente son tal vez reales para él pero no para la Iglesia católica de Roma. Después de eso, la ficción de la huelga de hambre ya era ridícula. Yo estaba a mitad de camino, entre Carmen de Areco y Chacabuco. No tenía nada que hacer en el diario. Entonces pensé que lo mejor era celebrar la derrota de la bestia con la autora de la hazaña y volver mañana temprano a la redacción. Vamos a viajar en el mismo auto a Buenos Aires, ¿está bien? Ya le dije a tu chofer que se fuera.

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