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– Voy a dormir -dijo Reina-. Creí que este día no iba a terminar nunca.

– Sí. Podría no terminar nunca.

Ya en el dormitorio, mientras se libraba de los incómodos zapatos de monja y plegaba sobre una silla el vestido mexicano, oyó a Camargo discutir con la casera por la aspereza de las sábanas, por el olor a encierro y por la espesura del mosquitero. «Si alguien se ha llevado el aire de esta casa lo tendría que devolver», dijo él cuando Reina, con el camisón ya puesto, se cepillaba a ciegas el largo pelo oscuro. Estaban en cuartos contiguos, separados por muros de medio metro, pero la delgada madera de las puertas, en vez de amortiguar los sonidos, los encendía y refinaba la acústica.

Apagó la luz a la una de la mañana pero no consiguió dormir. Dos o tres veces la sobresaltó el celular de Camargo. Lo oyó dar órdenes sobre el tamaño de las fotos, mover algunos títulos de lugar, discutir las torpezas de un párrafo. Hablaba con tono firme, pero en voz tan baja que las sílabas se le confundían. A ratos, las ventanas se iluminaban con relámpagos y la humedad crecía como si estuviera viva y no tuviera intenciones de retirarse.

Había empezado a relajarse y a entrar en ese limbo donde los sentidos pierden pie cuando Camargo Llamó a la puerta. Sedan las dos, tal vez las dos y media. Por un momento no supo si era una voz del día siguiente o de la semana pasada.

– Reina, tuve que retirar tu artículo de la primera página. ¿Estás durmiendo, Reina? Tu artículo no va.

El latigazo de la frase la despejó.

– ¿Por qué, doctor? Ya voy. Tengo que ponerme algo.

En su cabeza se instaló de pronto la idea de fracaso y se dio cuenta de que a nada le temía tanto como a eso: no al fracaso con sus padres, porque ésa es una fatalidad de la que ningún ser humano escapa, ni al fracaso con Camargo, que tal vez podría ser reparado, sino con ella misma, con la imagen invencible que tenía de sí y que de pronto se venía abajo. ¿En qué se habría equivocado? Tanteó la llave de la luz: no servía. Por suerte, una lámpara a kerosén estaba encendida y aún titilaba, con la mecha agonizante. Se puso el vestido mexicano sobre el camisón y, al ir hacia la puerta, sintió un ligero vértigo, la sensación de que apenas viera a Camargo caería al vacío.

El rezumaba humedad y malicia. Acababa de salir de la ducha y olía al mismo perfume suave y recóndito que lo seguía por todas partes. Llevaba en la mano la carpeta de papeles que había traído de Buenos Aires.

– Estás muy linda, Reina -dijo. Las palabras tropezaron unas con otras, como si no fuera eso lo que quería decir.

– Qué pasó con mi artículo? ¿Está ahí?

Reina señaló la carpeta.

– Nada. No pasó nada. Sólo quería conversar un momento con vos y no sabía cómo despertarte.

¿Quiere decir que sale tal como se lo mandé, en la primera página?

– Sale sin cambios, sí. No ha pasado nada. ¿Puedo entrar un momento?

Ella se apartó del paso y él, al avanzar, le tomó la mano. Ella no se la quitó.

– Estoy confundida -dijo.

– Todos estamos confundidos.

Camargo cerró la puerta y la abrazó. Reina sintió que el cuerpo enorme y temible en el que estaba dejándose caer despertaba en ella un deseo que no había imaginado. Sintió que todas las certezas se desplazaban de su quicio, y que Camargo no era ya Camargo ni ella tampoco era ella. Un abrazo bastaba para que dos personas fueran de repente otras. Él le tomó la cara entre las manos y la besó. Sus labios eran cálidos y la apartaban del mundo. Las lenguas se buscaron y se acariciaron, y una marea ciega los arrastró hacia el ningún lugar donde querían estar. Reina no se detuvo a pensar en todo lo que ganaba y lo que perdía en aquel instante. Sólo se dejó llevar, porque él le pareció un niño indefenso y ella tenía ganas de protegerlo.

A Camargo le extrañó que ella no estuviera en la cama cuando despertó. Por la sucia luz de invierno que entraba por la ventana dedujo que serian más de las siete. El horizonte era una raya gris y el calor seguía allí, contrariando las estaciones. No estaban las ropas de Reina ni su bolso de viaje ni la computadora portátil en la que había escrito el artículo sobre la herejía. Incrédulo, empezó a vestirse. No le incomodaba tanto que se hubiera marchado sin dejar siquiera una nota sino que lo hubiera espiado, tal vez, mientras dormía. Debía ser propio de las mujeres como ella: espiarlo, tener todo bajo control. Lo habría visto con la boca desencajada, las piernas desnudas y varicosas, el abdomen blando y desvalido. Lo habría sorprendido en estado de indefensión y se habría llevado esa imagen consigo, sin darle tiempo a él para corregirla. Salió a la galería en busca de la casera y la encontró cubierta por tules de mosquitero, cargando un cuenco lleno de miel. La mujer se quitó los tules en señal de respeto. Tenía los cachetes arrebatados, partidos por la sequedad.

– ¿Usted también se va ya, señor? -dijo-. Hay café caliente y bollos. Debería probar los bollos con esta miel. No hay flores, pero las abejas siguen trabajando. La semana que viene nos van a traer reinas nuevas. Tendría que venir a verlas, señor. Las reinas cantan, ¿sabía eso? Cuando cantan, todo lo que usted ve acá se pone amarillo, vaya a saber por qué.

Camargo no respondió. Tanta locuacidad le molestaba. No quería tratos con la gente inferior, ni menos esas muestras de confianza. ¿Habría visto alga la casera? ¿Lo habría oído?

– ¿D6nde está el chofer? -preguntó. Tendría que tener el auto ya listo aquí, esperando.

– Se fue a llevar a la señora a la terminal -dijo la mujer-. A lo mejor volvió a perderse.

– Sírvame café. Sin miel, sin bollos. Sólo tomo café por la mañana.

Se había ido en ómnibus, entonces. ¿Por qué hada esas cosas? Quizá porque él la había dejado en medio de la calle cuando salieron a comer. Era vengativa, una mierda. Sin embargo, seguía pensando en ella. Zumbaba en su imaginación y no se iba. Echaría al chofer cuando volvieran a Buenos Aires. Y con Reina, ¿qué hada.? Un par de abejas se acercó al cuenco de miel que la casera había dejado sobre un banco, en la galería. A lo mejor no ha vuelto al diario, pensó. A lo mejor está yéndose a cualquier otra parte. Pero algún día tiene que detenerse. Algún día va a llegar a un sitio y va a quedarse para saber qué hacer. Y cuando llegue, voy a estar esperándola. Puede sentirse todo lo libre que quiera. Puede sentirse libre todo el tiempo porque, vaya donde vaya, me pertenece.

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