La noche se me hizo corta. La presencia de Sergio tiñó la velada con las promesas nunca cumplidas de la Navidad. Fue una noche alegre, una verdadera fiesta. Cuando me acompañó a casa, ya de madrugada, yo flotaba en una nube de fantasías. Recorrimos paseando el razonable espacio que separa la plaza de Colón de la de las Cortes. Sergio me cogía el brazo cada vez que cruzábamos una calle. Al despedirnos, me apretó con fuerza la mano y me dijo: «Te llamaré algún día.»
Cuando me encontré con los amigos traté de averiguar si conocían a Sergio. Al filo de nuestras confidencias sobre las fiestas familiares, les conté mi cena con los amigos de Octavio y nombré a Sergio de un modo ligero y desinteresado. Fue Emilio el único que dio muestras de saber quién era. «En Económicas le llaman el Británico», me dijo, «porque ha pasado un tiempo en Inglaterra y es bastante distante y frío; eso dicen. Lo que es verdad es que políticamente parece aceptable. Quiero decir que se nota en las clases que da, aunque no hable directamente de nada comprometido, pero se nota, se ve…»
Eso fue todo y enseguida se pusieron a hablar de otras cosas.
Eran los últimos días del año y el 52, a punto de empezar, se presentaba con ciertas esperanzas. «Van a quitar el racionamiento; eso dicen. Por lo menos la gente vivirá un poco mejor», dijo Félix. «Sí. Y esto se consolidará más», protestó Margarita. «De acuerdo», replicó él, «pero no os dais cuenta de que nosotros somos unos privilegiados y podemos permitirnos el lujo de esperar. Pero hay gente que no puede más…» Un cierto desánimo se extendía entre los amigos. «Desengañaos», dijo Luis, «aquí no hay más salida que el exilio. Aquí no se mueve nadie. Aquí no va a cambiar nada…» «Eso no es del todo cierto», intervine yo. «¿Qué me decís de la huelga de transporte de Barcelona?» Luis se encogió de hombros: «Una chispa, una llamita en la oscuridad», replicó. Pero enseguida volvió a animarse, cuando Emilio, nuestro invencible Cara de Ratón, declaró: «Yo os apuesto algo a que no pasará mucho tiempo sin que veamos ondear en todas las ventanas la bandera de la libertad…»
Pasaban los días y Sergio no llamaba. Su despedida había sido cálida pero no concreta. «Te llamaré algún día.» La promesa sonaba como las esperanzas de Emilio: algún día cambiará todo, ya lo veréis. Decidí probar suerte y ser yo la que tomara la iniciativa. Pero necesitaba un pretexto. Doña Lola, de modo indirecto, me dio la solución: «Oye, si hablas con esa gente (esa gente era la familia de Sergio) recuérdales lo de mi sobrino. A mí no sé qué me da andarles molestando. Son tan amables conmigo. Les debo tantos favores… Entre otros que te mandaran a vivir conmigo, Juana. No das una lata y eres lo más educado que hay…» Doña Lola conocía hacía muchos años a los amigos de Octavio. Su padre había trabajado de contable con el abuelo de Sergio y ellos siempre habían estado atentos a las necesidades de la familia de doña Lola. «Muchos, muchos favores les debemos todos. Por eso le digo a mi sobrino, no agobies, hijo mío, que no está la vida para agobiar a nadie. Aunque ya sé yo que si ellos quieren con las amistades que tienen pueden conseguir eso y más. Fíjate que a don Lucas, el padre de Sergio, le propusieron para algo del gobierno. Pero él no quiso porque, como dice mi sobrino, buenas ganas de meterse en líos. Si él tiene tanta o más influencia desde fuera que desde dentro…» Doña Lola seguía hablando y mientras tanto yo empezaba a dar vueltas a la propuesta que me acababa de hacer.
A la hora de comer preguntaría por Sergio directamente para hacerle intermediario de la petición de doña Lola. Ésa sería la mejor forma de darle una oportunidad para que me recordara. «Está de viaje», fue la respuesta cuando marqué el número y pregunté por él, mientras los latidos del corazón se aceleraban entre la emoción y la vergüenza.
Di las gracias y colgué sin dejar mi nombre. Una oleada de esperanza me traspasó. «No me ha llamado porque no está en Madrid. Cuando vuelva, seguro, me llamará…»
«Ha llamado el hijo de don Lucas, reina», me dijo un día doña Lola cuando volví de la facultad. En un primer momento no reaccioné. Debí de poner cara de extrañeza porque doña Lola insistió: «Sí, hija mía, el hijo de don Lucas, que por cierto ya le dije lo de mi sobrino para que se lo recuerde a su padre. Es un muchacho bien agradable…» Se quedó sonriendo, con la mirada perdida, mientras yo me impacientaba.
«Pero bueno, ¿para qué llamaba?», pregunté. «Para hablar contigo. Le dije que a esta hora, más o menos, volvías. Así que estará a punto de llamar…»
El restaurante estaba al otro lado de la plaza. Conocían perfectamente a Sergio. «¿Y su señor padre?», preguntó el maître. «¿Cómo está?» Nos dieron una mesa en un rincón tranquilo. Sergio me pareció mayor que el día de Nochebuena, cuando le conocí en su papel de hijo de familia.
«Estaba deseando verte», me dijo. Y yo me sentí derretida por dentro. No tenía aún suficientes defensas femeninas para haber replicado: «Pues no se nota. Hace un mes desde que nos vimos.» Por el contrario, todo lo que se me ocurrió fue: «Yo también tenía muchas ganas de verte.» «Vengo de París», me dijo. Y pidió champán. «Para celebrarlo y para celebrar este reencuentro: por París y por ti.» En algunas películas había visto escenas parecidas pero nunca las había protagonizado.
Ése fue el comienzo y luego el tiempo pasó desesperadamente rápido. Sergio hablaba y hablaba. París fue el centro de su charla. Prolongamos hasta muy tarde la sobremesa y cuando vimos que sólo nosotros permanecíamos en el restaurante, Sergio dijo: «¿Nos vamos?», y me acompañó al otro lado de la calle, hasta el portal de mi casa. Al despedirnos me entregó un paquete, plano y cuadrado, y me dijo: «Escúchalo, verás qué maravilla. Lo encontré en París. Son las canciones de Atahualpa Yupanqui.»
Aquella misma tarde llamé a Margarita y le pedí que me dejara oír los discos en su pick-up. «Mañana», me dijo. «Hoy no voy a estar.»
La tarde se disolvía en sombras pero no di la luz. Con la frente apoyada en los cristales, contemplaba la calle. Las lámparas del Palace se fueron encendiendo. Las ventanas, veladas por los visillos, dejaban pasar un suave resplandor. El vestíbulo y la puerta principal derramaban mil reflejos sobre la acera mojada. Se detenían coches y recogían a gentes que salían a la noche de Madrid. Otros llegaban, cansados, a cobijarse en el cálido refugio del hotel. De pronto empezó a nevar. Copos finísimos al principio que fueron creciendo hasta formar una cortina blanca entre mi ventana y los edificios del otro lado de la calle. Me estremecí de frío. La calefacción no era bastante para vencer a febrero. Me envolví en un poncho y seguí apoyada en el cristal. «Con Sergio podría dar la vuelta al mundo. Me iría ahora mismo, tal como estoy», pensé. Una alegría temblorosa, una congoja exaltada empezó a torturarme. Recordé con angustia que Sergio en ningún momento había dicho cuándo volvería a llamarme. Tampoco había dicho que tuviera intención de que nos encontráramos otra vez.
Las canciones de Atahualpa pasaron de mano en mano y las fuimos oyendo todos. Margarita se había entusiasmado cuando las oímos juntas por primera vez. Nos conmovía la voz y la belleza de la música y, sobre todo, la palabra.
Mi hermano murió en la mina
sin doctor ni confesión
y lo enterraron los indios
flauta de caña y tambor…
«¿De dónde lo has sacado?», me preguntaron. Y yo contesté, misteriosa: «Me lo ha traído un amigo de París.» Luis volvía a machacar con el exilio: «París, ¿os imagináis? Los libros, el cine, todo sin censura. Y sobre todo la libertad. Andar por la calle sin miedo. Hablar y cantar sin miedo… Me han dicho que en París las parejas se besan por la calle y en el metro y nadie dice nada, ni les miran, ¿qué os parece?» Todos asentíamos en silencio. Durante unos momentos nos quedábamos pensativos. «Nunca, nunca sabremos lo que es la verdadera libertad», dijo Luis, «porque aunque hubiera libertad política, lo cual es mucho decir, la sociedad no aceptaría otras libertades. Las costumbres, la vida cotidiana seguirían siendo las mismas. El peso de la Iglesia es demasiado grande. Nunca nos veremos libres de esa moralina que, hay que decirlo, se han encargado de transmitirnos nuestras madres…»
Las cartas de México llegaban al mismo ritmo de siempre. Eran cortas y transmitían noticias poco importantes. Obras en la hacienda, anécdotas de la escuela, la operación de cataratas de don Ramón. Terminaban con una breve alusión a lo mucho que todos me recordaban. Mi madre no me hablaba de su estado de ánimo, pero en su laconismo se adivinaba un fondo de tristeza. Yo sentía remordimientos porque mi vida estaba llena de sucesos diarios que me distraían. Y me sentí culpable porque mi mayor preocupación no eran las noticias de México sino las noticias que no llegaban de Sergio.
En marzo se adelantó la primavera. Brillaba el sol y estallaban breves tormentas alternando con el calor. «Esto no va a durar», decía doña Lola. «Esto es un engaño. Volverá a nevar en cualquier momento.» Pero mientras tanto los paseos por el Retiro hacían olvidar el invierno. Paseaba sola y pensaba en Sergio. Imaginaba un encuentro inesperado, el gesto de sorpresa de ambos, mi alegría imposible de disimular…
Una de aquellas tardes volvía yo embebida en mis ensoñaciones y al llegar a la puerta de la pensión percibí un olor intenso a flores recién cortadas. Y allí, en el umbral, apareció doña Lola con un ramo de lilas en los brazos. «Acaban de llegar, jovencita, son para ti.» Las recogí turbada y me encerré en mi cuarto para leer a solas la tarjeta que asomaba entre las lilas: «21 de marzo. Feliz primavera. Sergio.»
Me llamó aquella noche y le cité en el Retiro. Vino a mi encuentro casi corriendo. Me cogió las manos y se me quedó mirando en silencio. «A medida que pasaba el tiempo te recordaba más guapa», dijo al fin. «Pero no me engañaba. Era verdad…»
Paseamos por las plazas llenas de niños que jugaban vigilados por madres o niñeras. Bordeamos el estanque. Cruzamos hacia el Palacio de Cristal. Hablábamos poco. Yo esperaba alguna confesión que justificara su silencio o que por el contrario explicara su llamada. Pero no dijo nada. Se limitaba a hacer observaciones sobre los lugares que atravesábamos, sobre los árboles y las flores y la nube que justo sobre nuestras cabezas se había vuelto negra. Cuando empezó a llover corrimos hacia un enorme castaño y nos refugiamos bajo su copa. La lluvia arrancó aromas nuevos a las plantas; se mezcló entre las ramas con el sonido armonioso del agua golpeando las hojas. Estábamos apoyados en el tronco del árbol e instintivamente nos acercamos el uno al otro. Sergio me pasó su brazo por los hombros y me atrajo hacia sí con suavidad.