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Sebastián me preguntó por Luis, en la mesa, mientras comíamos.

«¿Y qué tal Luis?»

«Muy bien, Luis es estupendo. Ya le dije a Amelia cuánto me ha ayudado a "entrar" en Madrid…» «¿Sigue tan politizado?», continuó preguntando Sebastián. Y recordé que ellos lo hablaban todo con sus padres, que podía contestar con libertad.

«Pues sí, bastante politizado. Él y su grupo andan metidos en todo lo que se agita por allí.»

Luego intervino el padre y la conversación se generalizó. Como siempre la queja política iba acompañada de cierta desesperanza. ¿Hasta cuándo? No se veía salida a un gobierno que empezaba a ser aceptado por el mundo occidental. Los últimos maquis desaparecían, huían o eran apresados en operaciones de limpieza.

«Pobres exiliados», dijo la madre. «No sé si continúan pensando en el regreso o van perdiendo las esperanzas.»

«Mi madre dice que ella no piensa volver mientras viva Franco», intervine yo.

«Supongo que quiere decir volver para quedarse, así que imaginaos qué pensarán los que fueron obligados, los que huyeron para no ser apresados y, en muchos casos, fusilados…»

Dudé un instante pero tenía necesidad de continuar.

«Por mi madre yo no hubiera venido. Ella hubiera estado feliz si me quedo en la Universidad de México, pero no podía impedir el regreso. Seguramente comprendió que no podía obligarme a un desarraigo definitivo…»

Todos guardaron silencio. Me hubiera gustado que opinaran, que discutieran incluso sobre aquella cuestión. Pero sólo la madre de Amelia, un poco emocionada, me cogió las manos y dijo:

«Es maravilloso que hayas vuelto y estés aquí, con nosotros…»

Un día me fui sola dando un paseo hasta la ciudad… Recorrí el camino que tantas veces había hecho. Crucé el puente sobre el río, avancé por la avenida hasta encontrar la calle en la que viví. La realidad física del lugar me golpeó con fuerza. Allí estaba mi casa, la guerra, el miedo, la abuela, el frío, la tristeza. Allí estaban los juegos con Olvido, las correrías por las calles, las tardes lánguidas de invierno viendo la nieve tras los cristales de la cocina. El edificio entero estaba más viejo. La fachada resquebrajada, las maderas de las ventanas con la pintura descolorida y sucia, el mirador herméticamente cerrado. Me detuve sólo un instante. No quería correr el riesgo de encontrarme con Olvido o alguien de su familia. No me sentía con fuerzas para intercambiar resúmenes de nuestras vidas. Sin proponérmelo, empecé a andar hacia la catedral. Su grandeza me sobrecogió como si fuera la primera vez que la veía. Entré despacio por la nave central. El débil sol que traspasaba los rosetones inundaba de colores suaves el interior. No había música. Recordé las tardes en que me acercaba a oír el órgano y las voces gregorianas.

Yo era otra y contemplaba la catedral con nuevos ojos. Pero la extraordinaria perfección del templo barrió la riqueza de las nuevas experiencias. Indefensa, vulnerable y absorta, me dejé llevar por la abrumadora intensidad de la belleza.

El año comenzó mal. Cuando llegué el tres de enero a Madrid, lo primero que me encontré fue un mensaje de la madre de Margarita. «Llámame urgentemente.»

Era un mensaje raro porque yo apenas la conocía. Llamé a Luis y no estaba. No, nadie sabía dónde había ido ni cuándo volvería. Me puse nerviosa y seguí llamando a los demás amigos, Emilio, Teresa, Félix. Sólo Teresa me dio una información en clave. «Algunos se han ido de vacaciones. A otros les han invitado a quedarse.» No esperé más y llamé a la madre de Margarita, que me pidió que fuera a visitarla.

Dejé atrás el Museo del Prado y subí por la Academia hasta la tapia del Retiro. La mañana era fría, soleada, daba gusto andar. Pasé ante la Puerta de Alcalá y seguí hasta O'Donnell.

Al llegar al portal de Margarita el corazón me latía con fuerza. El nombre de su padre brillaba en una placa pulidísima de metal dorado. Debajo del nombre se leía: Doctor en Medicina, segundo izquierda. La vivienda era a la derecha. Llamé y abrió una doncella uniformada que me hizo pasar a una sala en penumbra. Se cruzó en la puerta con la madre de Margarita, que vino hacia mí, me dio un beso y, cogiéndome de la mano, me dijo: «Ven a mi cuarto. Allí estaremos bien.»

Un mirador vestido con cortinas transparentes, una camilla con falda azul, dos butacas con flores y abajo la calle. Las copas de los árboles rozaban el mirador del primer piso. Empezaban a encenderse las luces de las aceras. «Dame tu abrigo, dame», insistió nerviosa. Y lo depositó sobre la cama enorme, cubierta por una colcha también azul. Las paredes estaban empapeladas con un papel a rayas que marcaba caminos estrechos de arriba abajo, sendas cuajadas de flores amarillas, rosas, azules. Me fijaba en estos detalles porque no me atrevía a mirar de frente a la madre de mi amiga y preguntarle: ¿Qué pasa? ¿Por qué me ha llamado? ¿Qué le ocurre a Margarita?

Retrasaba el momento de oír su confidencia, su ruego o su reproche. También ella, vestida de negro, delgada, rubia como la hija pero con el pelo corto ligeramente peinado hacia atrás, parecía tomarse un tiempo para afrontar del mejor modo lo que quisiera decirme. Llamó al timbre, pidió unas tazas de té, se sentó frente a mí. Recordé que sólo la había visto otra vez. Un día que acompañé a Margarita para que dejara los libros en casa antes de ir al cine. Cuando el té estuvo servido, la madre de mi amiga se dispuso a hablar. Se veía que le costaba esfuerzo pronunciar unas palabras que le preocupaban, que la tenían tensa y agobiada hasta el extremo de derramar un poco de té cuando levantó la taza para beber. Y otra vez, al dejarla sobre el plato, tropezó con la cucharilla de plata, mal colocada, descuidadamente apoyada en el centro del plato.

«Han detenido a Margarita», dijo al fin. Y la frase brotó como un chorro de miedo, un grito de indignación, una negativa a aceptar esa realidad insólita en una familia como la suya.

«¿Por qué?», pregunté estúpidamente, puesto que yo debería saber por qué, debería imaginar la causa del desastre. Y eso fue lo que replicó la mujer con un agudo acento de ira.

«¿Por qué? Tú lo sabrás. Tú y esa pandilla de revoltosos que andáis metidos en cosas que no os importan en lugar de estudiar.» Impresionada por la falta de control con que se había dirigido a mí, me levanté instintivamente. Ella trató de dominarse y cambió de actitud.

«Perdona, hija mía. Seguramente tú no tienes culpa de nada. Tú, como mi hija, tontas perdidas, haciendo caso a esos chicos de la universidad. Y a propósito de esos chicos, es importante que me digas la dirección de ese Luis, la dirección y el nombre de sus padres. Necesito localizarle, necesito que vaya a declarar que mi hija no tiene nada que ver con sus acciones subversivas…» El calificativo me sonó extraño en boca de esa madre de aspecto dulce y educado. Seguí levantada y me limité a decir. «Yo no sé nada, no sé la dirección de Luis ni el nombre de sus padres. Lo siento…» Me fui hacia la puerta y me deslicé pasillo adelante hasta encontrar la salida guiada, sobre todo, por el instinto de huida.

Las visitas a la cárcel de mujeres de Yeserías me estremecían. La algarabía de los visitantes, la imposibilidad de entenderse con la hermana, la madre, la amiga que se agarraba a los barrotes al otro lado del pasillo que nos separaba mientras gritaba para hacerse oír, me dejaba una sensación de descenso a los infiernos. Margarita sonreía. No trataba de hablar. Nos miraba y sonreía y nos enviaba saludos con la mano.

Parecía tan dueña de sí como siempre. Como cuando iba a los suburbios a repartir obsequios, como cuando tomaba la palabra en las reuniones informales de las tabernas o en esas otras que yo no conocía, en las que decidían las posturas a tomar, las acciones a emprender. Las que la habían conducido allí, a la convivencia con ladronas, prostitutas, seres violentos o débiles, seres abandonados. Mujeres a las que ella -estaba segura- había empezado ya a dirigirse para tratar de ayudarlas a subsistir, para invitarlas a extraer lo positivo de una situación que las apartaba provisionalmente del submundo que habitaban.

Luis había desaparecido. «Yo creo que estará fuera. Seguro que le ayuda su familia. Su padre es de izquierdas», me decían sus amigos. «Le conviene perderse por ahí hasta que esto se serene.» Al parecer eran los únicos en peligro, Margarita y él. Los demás seguimos asistiendo a clase y dejamos de reunirnos. Hasta que un día, a la salida de la facultad, allí estaba Luis. Se limitó a decirme. «Esta tarde a las siete en la salida del metro de Ópera. Desde allí iremos a un sitio nuevo.» No explicó dónde había estado ni cuándo había decidido regresar. La normalidad volvió a cubrir con un manto protector la vida de todos nosotros. Volvimos a beber y charlar y discutir. «Margarita saldrá pronto, ya lo veréis», había dicho Luis. «No tienen ninguna prueba contra ella; su padre se está moviendo, y además no les interesa tener estudiantes detenidos en este momento, cuando los americanos empiezan a estar interesados en España.» Un día apareció Margarita en la puerta del café. Todos la vitoreamos, olvidados de tomar las mínimas precauciones que presidían nuestros encuentros.

La detención de Margarita influyó decisivamente en mí. Ya no podía seguir siendo una espectadora que observa las piruetas peligrosas de los otros. Tenía que dar el paso definitivo. Cuando planteé a Luis mi deseo de compartir su compromiso político movió la cabeza dubitativo. «Tú estás en una situación delicada, Juana. Te pueden poner en la frontera y negarte la entrada en España…»

Pero yo insistí y razoné y le expliqué la necesidad de encontrar mi verdadera identidad, de salir de mis brumas, y sentirme de una vez para siempre arraigada en mi país.

Emilio y Félix, los dos únicos de Económicas del grupo, también querían unirse. El resto de los amigos se retiró a la discreta bruma de las aulas. No volvimos a reunirnos en cafés y tabernas. Ahora había lugares más seguros. Viviendas habitadas por familias nada sospechosas, garajes, talleres. El laberinto de las catacumbas.

Se acercaba el final de 1951. Hacía ya dos años que vivía en España. Los amigos de Octavio me llamaron para invitarme a cenar en Nochebuena: «Juana, no se te ve. Ya no sabemos qué decir a los mexicanos.»

Acepté sin pensarlo y hasta me quedé un poco sorprendida de ese asentimiento a un plan que no prometía mucho. En la cena estaba Sergio, el hijo mayor del matrimonio anfitrión. Nunca había coincidido con él en las pocas visitas que les hice al poco tiempo de llegar a Madrid. «Entonces estaba fuera», aclaró cuando se lo dije. Me sentaron a su lado, frente a los abuelos, en la mesa ovalada resplandeciente de luces, centros de flores, plata. Sergio me preguntó: «¿Qué estudias?» «Historia de América», le contesté. «¿Y tú?» Él se rió entre dientes: «Yo ya soy viejo. Terminé la carrera hace dos años. Y trabajo…» Era economista, había estado dos años en Londres y acababa de encontrar un puesto interesante en una empresa de importación. También era profesor auxiliar de uno de sus antiguos catedráticos.

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