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Hay que entregar el oro. Para ayudar a los salvadores de la patria. Se necesita el oro. Todo el oro. Cualquier oro. La consigna se extendió por la ciudad en algún momento de la guerra. La gente buscó en sus joyeros de piel, en sus cajas de cartón, en las bolsitas de tela donde tenían envueltas en papel de seda la medalla, el rosario, la cruz. Muchos entregaron sus alianzas. Hay que entregar el oro para que la guerra pueda continuar. Unos por convencimiento y por un sentimiento exaltado de estar contribuyendo personalmente a la causa, otros por miedo, el oro fue saliendo de las casas.

Muchos años después, los matrimonios llevaban en sus dedos aros de plata y decían mostrándolos: «Es de cuando la guerra, cuando entregamos el oro y dijo Pedro o Juan o Alberto, "Te compraré una alianza de plata"…»

Mi madre no tenía oro y la abuela tampoco. Mi madre sólo tenía un anillo con una piedra azul, el anillo de su boda. El aro estaba un poco desgastado. Bajo el baño de oro salía a la superficie un metal apagado y sucio. A mí me gustaba probármelo. Tiraba de él por debajo para que pareciera de mi tamaño y levantaba la mano para contemplarlo. Mi madre me reñía. No porque lo cogiera y lo tocara, no por miedo a perderlo, sino porque no le gustaba mi admiración por ese tipo de cosas. Para mi madre la austeridad era una mística; una actitud ante la vida, una forma de conducta. Por eso se preocupaba un poco cada vez que veía en mí un rasgo de frivolidad. Un día oí a la abuela hablar a mi madre en la cocina. Le decía: «Juana no es como tú. Se le van los ojos tras de las cosas bonitas.» Era verdad. A mí me gustaban los vestidos, las pulseras, los lazos, el brillo de las baratijas en los bazares del «Todo a 95».

Mi madre no se preocupaba mucho de su aspecto. Era joven y guapa pero no se notaba a primera vista. Había que conocerla mucho, observarla mucho para descubrir su belleza. Cuando, rara vez, se reía, cuando se quedaba pensativa y melancólica dejando vagar su mirada hacia un punto impreciso, entonces sus facciones se dulcificaban, suavizadas por alguna evocación misteriosa.

Un día al llegar a casa, era un anochecer de primavera, me abrió la abuela demudada. «¿Qué ocurre?», pregunté. «¿Qué le ocurre a mamá?», insistí. La abuela me hizo una señal de silencio con el dedo en los labios y luego, bajito, me dijo: «No le ocurre nada. Es que tiene visita. Ven a mi cuarto…»

El cuarto de la abuela olía de un modo muy singular. Una mezcla de manzanas que traíamos del pueblo en septiembre y de romero y tomillo seco que ella guardaba en bolsitas de tela colocadas entre la ropa. La habitación de la abuela olía como ella, a campo seco, a monte, a verano, a las hogueras de San Juan… Por un momento respiré hondo aquella fragancia y enseguida retornó la inquietud. «Una visita ¿de quién?» No conseguí sacarle una palabra. Suspiró y me tendió una madeja de lana que me coloqué entre las muñecas. El tiempo iba pasando y no sucedía nada. Cambiamos de madeja y me puse a pensar que quedaba menos de un mes para mi cumpleaños y se me había ocurrido que me regalaran un collar de cristal amarillo que había visto en el bazar. Eran cuentas redondas del tamaño de un garbanzo y entre unas y otras tenía chispitas de cristal verde. Había pensado hablar de ello a la abuela para que convenciera a mi madre. Aunque ya sabía lo que me iba a decir: «Tu madre piensa regalarte cuentos o lapiceros de color…» De pronto se oyó el golpe de la puerta al cerrarse y la abuela se abalanzó al pasillo. Todavía encerrada en mi egoísmo, pensé: «Otro día que no voy a poder hablar del collar.» Entonces recordé la visita y la preocupación de la abuela. Salí del cuarto y vi la puerta de la cocina cerrada pero oí a mi madre que decía: «No se te ocurra hablar de esto con nadie», con una voz alterada, un poco chillona a pesar del tono bajo en que pretendía hablar.

Aterrorizada, regresé a la habitación de la abuela, cerré los ojos y volví a respirar el olor de campo que ella había conseguido encerrar entre sus cuatro paredes. Añoré el verano y la felicidad de vivir en el pueblo libres y tranquilas, con el río y los montes rodeándonos, aislándonos de las amenazas de la ciudad.

Siempre, desde entonces, cada vez que he vivido una situación de ansiedad cierro los ojos y rememoro aquel perfume de la abuela, no el real, no el que yo conocía en los veranos, sino aquel otro que ella mantenía vivo en el cuarto, como un talismán contra la angustia.

La infancia es jubilosa porque nada se interpone entre el goce sensorial y la conciencia de ese goce. No hay reflexión duradera sobre la experiencia inmediata, no hay análisis ni crítica. Del mismo modo el acceso al conocimiento se produce sin interferencias. La infancia es un continuo atesorar sensaciones, sentimientos, ideas en estado puro, sin que elementos ajenos a ese proceso nublen el esplendor del mismo. Pero la infancia puede también ser dolorosa, porque si sobreviene la tragedia, el niño no tiene defensas racionales, no levanta, como los adultos, el escudo de las soluciones posibles, de las compensaciones que equilibren el dolor sufrido.

Así pasaba yo de la alegría anticipada de un collar de cristal a la negra realidad de un suceso que mi madre trataba de ocultarme y que, con toda seguridad, sería terrible. Asustada, me tumbé en la cama de la abuela y me acurruqué en ella, esperando su regreso. Al poco rato, allí estaban las dos, madre e hija, mirándome y adivinando mis recelos y allí empezaron a darme explicaciones de lo que tanto temían que supiera. «Por favor, Juana, no te preocupes por nada», dijo mi madre. «No pasa nada, no va a pasar nada…»

La abuela me miraba en silencio y se acercó a la cama para sentarse a mi lado y acariciarme el pelo. «No va a pasar nada que nos haga daño. Se trata sólo de un amigo nuestro, un amigo de tu padre que está en apuros y necesita nuestra ayuda. Y vamos a tratar de ayudarle. Pero tú no tienes que decir nada a nadie. Ni de esto ni de ninguna cosa que se hable en esta casa, ¿entiendes?» Yo sí lo entendía, pero tenía miedo. «Me he acatarrado», dije de pronto. Y empecé a estornudar. «Me he acatarrado en la plaza.» Ésa fue mi reacción a la oscura confidencia de mi madre. La abuela me dio un tazón de leche hirviendo y me acostó enseguida con una botella de agua caliente a los pies. «Vais poco abrigadas», refunfuñaba, «y todavía hace frío. Cuando marzo mayea, mal asunto. Ya verás como luego volverá el frío. Ya verás como mayo marcea…» Es verdad que estaba acatarrada. O me acatarré del susto y de estar mucho rato acurrucada en la cama de la abuela sin taparme ni moverme. Lo cierto es que tuve fiebre y durante tres días no me dejaron salir a jugar.

No sé si era jueves o viernes. Sí me acuerdo de que ese mismo día o el anterior había ido con Olvido a visitar las iglesias. Había que visitar siete el día de Jueves Santo. Los altares eran verdaderos monumentos de flores en torno al Santísimo, que yo en mi ignorancia creía que era un santo muy grande y muy alto aunque no lo veía por ninguna parte. Íbamos de iglesia en iglesia y esperábamos encontrarnos con algún conocido. Los chicos que les gustaban a las hermanas de Olvido. O quizás el viudo. Al viudo lo vimos, pero no en la iglesia sino dando un paseo con su niña de la mano por los alrededores de la catedral. «A lo mejor no es de iglesia», dijo Olvido. «Dicen que viene de América. Y seguro que sí, porque yo le encontré un acento raro aquella vez que me dijo: "Gracias, señorita…"»

No sé si fue esa noche o al día siguiente de las procesiones, que me parecieron preciosas con las imágenes balanceándose en las andas y las filas de mujeres con velas encendidas en las manos. Lo cierto es que una de esas noches llegué a casa muy excitada. Me abrió la abuela y casi le grité. «Lo he pasado muy bien…» Ella cerró la puerta detrás de mí y me llevó cogida del hombro hasta la cocina. «Verás», me dijo, «hay una persona en mi cuarto y no hay que entrar allí. Se va a quedar esta noche y yo dormiré con vosotras. Juntaremos las camas si hace falta, no te preocupes. Pero yo creo que si me dejas un hueco en tu cama cabremos las dos, ¿no?» La abuela trataba de echarlo a broma pero yo volví a sentir aquella punzada de miedo del día de la visita. «¿Es aquella visita?», pregunté. Y ella aclaró. «La visita era una mujer que vino a hablarnos de él.» «Entonces, ¿es un hombre?» «Sí», dijo la abuela. «¿Le voy a ver?» «No sé.» «¿No va a comer en casa?» «Sí, claro. Pero está cansado y a lo mejor se acuesta pronto.»

Mi madre había salido. Cuando regresó, sin preocuparse de mi presencia, habló con la abuela. «Es seguro que se va mañana. Todo ha ido como estaba previsto, todo tal y como me anunció la mujer que vino a verme. Le espera mañana en el primer banco de la iglesia del Carmen, entrando a la derecha, para llevarle a donde le tienen que recoger…» «Pero ella corre peligro», dijo la abuela. «Y nosotras también», dijo mi madre. Luego se volvió hacia mí. «Este hombre era amigo de tu padre, ya te lo dije. Está en peligro si le cogen. Viene del monte y van a llevarlo hacia Asturias para ver si allí puede embarcarse y salir de España. Tiene que pasar aquí la noche. Mañana temprano se marchará… Eres ya bastante mayor para entender que, de esto, no puedes hablar con nadie.»

Nunca hablé. Pasaron muchos años y muchas historias vividas hasta el día que encontré a una persona que me habló de Amadeo. «¿Tienes algo que ver con él?» «Es mi padre», me dijo. Entonces le conté todo. Le describí la noche que pasamos las tres, despiertas y en silencio, vigilando el más pequeño ruido, temerosas de que, a medianoche -¿no era a esa hora cuando daban los paseos?-, vinieran a buscarlo a nuestro refugio y nos llevaran también a nosotras, encubridoras, cómplices de aquel hombre que venía de las montañas, de combatir por una causa perdida.

Y también le hablé de la amistad que mi padre había tenido con el suyo en un pueblo de Castilla, cuando eran jóvenes los dos y estaba a punto de llegar la República, que llegó un 14 de abril, por cierto el mismo día que yo vine al mundo, el 14 de abril de 1931.

Mi madre empezó a pensar en la posibilidad de enviarme a alguna escuela para que no estuviera todo el día en casa. Además, los niños del grupito inicial donde yo me había integrado se iban marchando a colegios o escuelas y venían otros pequeños, de modo que llegó un momento en que yo era la mayor de todos y estaba bastante aburrida con mis compañeros. «Ya es hora de que se separe de mí», dijo mi madre. Y la abuela asintió con pesadumbre. «Ya verás qué problemas. Esta niña no sabe ni santiguarse y tendrá que empezar por ahí, ya sabes cómo están las cosas.» «Pues que aprenda», dijo mi madre con aquella decisión tan firme que tenía ante las cosas importantes. Porque en las otras se mostraba indiferente y dejaba que la abuela llevase la voz cantante. Lo que comíamos, lo que vestíamos, si íbamos a dar un paseo o no, si me ponía el lazo a un lado o las trenzas atadas en lo alto de la cabeza, todo eso era asunto de la abuela. Pero los asuntos serios los afrontaba ella. Así que decidió con prisas mi salida del ambiente doméstico y me matriculó en una escuela estatal cercana a casa.

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