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Mi madre dijo en la escuela que hacía poco tiempo que vivíamos en la ciudad y no dio más explicaciones acerca de mi aprendizaje anterior. No obstante, el primer día que fui a clase la maestra me puso a leer y escribir y me preguntó algunas cosas sueltas. Enseguida dijo: «Estás muy bien, sabes mucho. Te voy a pasar con las de ingreso.» Una vez más iba a tener amigas mayores que yo, pero eso me gustaba y presumí con Olvido cuando la vi por la tarde: «Estoy con las mayores porque sé tanto como ellas.» Un poco resentida, Olvido dijo: «En las carmelitas nos exigen mucho más que en esas escuelas.»

Olvido, que tenía ya doce años, empezaba a estar rara y como huidiza. Muchos días no quería salir. Hacia un gesto de aburrimiento cuando la llamaba y ponía disculpas: «Tengo que estudiar. Tengo que salir con mi madre. Tengo que ayudar a mis hermanas.» Estaba cambiando. Se aproximaba a la adolescencia y ya no le interesaban los juegos de la plaza. Por esa época una nueva amiga empezó a ocupar en mi vida el lugar que Olvido iba abandonando. Se llamaba Amelia y era una compañera de mi nueva escuela. Era una niña rica. Su padre era dueño de una farmacia importante y el hecho de enviar a su hija a una escuela estatal ponía de relieve su ideología, nada afín a la enseñanza de los colegios de monjas. Amelia era un año mayor que yo. Enseguida me advirtió de las características de las niñas de nuestra clase. «Algunas son buenas y simpáticas. Otras son muy cerradas y no puedes acercarte a ellas. Son desconfiadas y cerriles porque sus familias no tienen educación.»

Amelia y yo nos entendíamos muy bien. La educación, ese término que ella había empleado dándole probablemente un sentido superficial, era lo que más nos unía. Su padre, como supe después, había estado muy cerca de la República e incluso le habían detenido, pero por falta de actividades políticas o más bien por las influencias de su familia le habían soltado al cabo de unos meses.

La familia de Amelia vivía en una casa con jardín en las afueras de la ciudad. La niña venía en bicicleta todos los días hasta la escuela, que estaba cerca de la farmacia donde también trabajaba la madre. Tenía un hermano mayor que estudiaba en el instituto y cuando acababan las clases al mediodía se reunían los cuatro en la rebotica y comían juntos. Iban sacando de una cesta de mimbre los termos y las fiambreras que la madre preparaba cada día como si fueran a una excursión campestre. Esta familia me atrajo desde el primer momento. A pesar de mi escasa experiencia social y de mi propio aislamiento familiar, me daba cuenta de que eran diferentes de la mayoría. Comprendía que pertenecían a un mundo superior al mío pero que tenía mucho en común con él.

A los pocos días de conocer a Amelia le conté a mi madre cómo era y lo bien que nos llevábamos. Ella suspiró y me dijo: «Al fin has encontrado una amiga que me gusta.» Y me pidió que la llevara a casa para conocerla. Fue una visita corta, un jueves por la tarde que no teníamos clase, pero suficiente para que mi madre confirmase que mis juicios sobre Amelia habían sido acertados.

También los padres de Amelia quisieron que fuera a pasar un domingo en su casa. Mi amiga me vino a buscar con su hermano. Cada uno traía su bicicleta y al principio fuimos andando los tres; ellos guiando sus bicis con cuidado y yo cohibida entre ambos. Cuando cruzamos el puente y pasamos al otro lado del río, Sebastián, el hermano, dijo: «¿Por qué no subes en la bici y te llevo?» Pedaleando por la carretera llegamos a un paseo de chopos que cruzaba un prado grande y al fondo estaba la casa, blanca, con las ventanas bordeadas por un cerco rojo. A su alrededor macizos de flores de muchos colores la abrazaban como apoyados en ella. La casa se parecía a las que había visto en las ilustraciones de los cuentos.

«Nos gusta esta soledad», dijo la madre de Amelia. «Nos gusta vivir aquí, un poco lejos del ruido y de la gente.»

Desde el primer día observé que los padres de Amelia hablaban mucho con sus hijos y compartían con ellos todo lo que ocurría a su alrededor. Yo estaba acostumbrada a que me trataran como a una persona mayor, pero mi madre hablaba poco y nuestra vida transcurría en un ambiente serio y más bien apagado. Así que me sentí a gusto en aquella casa en la que todos estaban alegres y llenos de vida. Deseé intensamente haber nacido en una familia parecida; la rigidez de mi madre y su actitud pesimista ante las cosas me pareció de pronto insoportable. Pero cuando regresé al atardecer y llamé al aldabón de nuestro piso, me sentí avergonzada de haber pensado siquiera en la posibilidad de cambiar de casa y de familia.

Me esperaban con la cena preparada y las dos se sentaron a mi lado haciendo preguntas. «¿Qué tal los padres de Amelia? ¿Qué tal el hermano?» Yo traté de explicarles la armonía, la gracia y la belleza de la casa; la serenidad de las personas. «Todo era alegre. Había muchos cuadros en las paredes y muchas flores y un aparato para la música con una trompeta muy grande que se abría como una flor. Y la madre de Amelia toca el piano que tienen en el centro del salón, porque el salón se divide en dos con una librería, y apoyado en la librería está el piano…» Creo que fue la primera vez que pude captar la sensibilidad de unas personas que habían elegido la intimidad como forma de vida. También me di cuenta de que esa elección, aparentemente sencilla, tenía que ver con la frase que resumió para la abuela lo esencial de mis comentarios: «Son ricos, claro.»

«Anda, mujer, no te desanimes», decía la abuela. Estoy viendo la escena. Mi madre, silenciosa e inactiva, sentada en una silla baja, con las manos juntas, como abandonadas en el regazo. La abuela de pie a su lado, con los brazos cruzados bajo el pecho. Yo calcaba un mapa de un libro. En aquel momento dibujaba los contornos de América y estaba empezando a fantasear sobre lo lejos que estaba aquel continente y la inmensidad del mar que lo separaba de nosotros.

«Un árbol, cuando se cortan las ramas, sigue creciendo hacia arriba y le salen nuevas ramas. La vida no es más que eso, hija mía, un árbol que crece derecho y aguanta vendavales…» «Y también cae cuando le derriba un rayo», dijo mi madre. Pero sus palabras no me preocuparon porque yo sabía que era fuerte. Lo sé ahora, pero también entonces lo sabía. Seguí dibujando el mapa y para distraerlas a las dos dije: «¿Os gustaría que nos fuéramos a América?» Mi madre se levantó y se acercó y miró por encima de mi cuerpo inclinado el mapa que estaba haciendo. «Me gustaría mucho», dijo. «Me gustaría ir a algún sitio muy lejos.» «Nos iríamos las tres», apunté yo. Inesperadamente la voz de la abuela me llegó áspera, cargada de amargura. «Os iréis las dos. Yo no me muevo de aquí mientras viva.» «No te preocupes. Yo tampoco me iré. Me quedaré contigo y nos iremos las dos a vivir a tu pueblo.» Levanté la cabeza sonriente y busqué la sonrisa de la abuela. Pero ella no sonreía; lloraba. Su llanto me dejó sorprendida y un poco asustada. Porque, en ese momento, me di cuenta de que en nuestra casa no se lloraba nunca.

Aquella noche, ya en la cama, mi madre se sintió obligada a darme una explicación. «Tu abuela lo pasó muy mal cuando me fui a Guinea, antes de casarme. Me fui a enseñar a los negros de esa parte de África que es España y volví enferma porque el clima es muy malo para los que no estamos acostumbrados. El abuelo lo aceptaba mejor pero ella no y lloraba muchas veces como ahora.»

Guinea era una palabra que yo asociaba a una caja de madera olorosa en la que mi madre guardaba pulseras de pelo de elefante; una familia de elefantitos de marfil y una fotografía en la que ella aparecía vestida de blanco y rodeada de niños negros bajo un tejadillo de ramas entretejidas.

Recordaba muy bien la bandera de la República. La recordaba sobre todo porque mi madre conservaba el programa de unos actos en Los Valles en los que había tomado parte mi padre. El programa era un papel grueso doblado por la mitad como las pastas de un libro. Por fuera estaba la bandera y decía algo del Partido Socialista y por dentro estaban los nombres de los que iban a hablar en el acto. Uno de ellos era mi padre, el camarada Ezequiel García. Mi madre tenía muy guardado este programa. Estaba metido dentro del forro de un libro de ciencias colocado con los otros en su estantería. Parecía un libro más, forrado con un papel pardo, papel de estraza del que se usaba para envolver, pero yo sabia que aquel libro no se tocaba. Su única misión era conservar en lugar seguro pero a la vista, para no levantar sospechas, aquel tesoro familiar que encerraba dos peligros: la bandera y el nombre de mi padre unido al símbolo tricolor. Yo recordaba esa bandera y sabía que no tenía que hablar de ella, porque había sido condenada a desaparecer en la zona del país en que nos tocaba vivir. Los militares sublevados habían recuperado la bandera anterior, «la bandera de la monarquía», me explicó la abuela, «la bandera roja y gualda». Había momentos en que la nueva bandera se veía por todas partes. Cuando caía una ciudad o se rompía un frente importante, los balcones y ventanas se cubrían con colgaduras amarillas y rojas. Era una forma de preparar las calles para la manifestación de alegría por el triunfo.

Desde el primer día observé que en la casa en que vivíamos, sólo dos pisos, el tercero izquierda y el nuestro, que era el primero derecha, no tenían colgaduras. «Si no tenéis colgaduras dice mi madre que podríais colgar un mantón de Manila, algunos lo hacen», me dijo Olvido cuando observó nuestras ventanas vacías.

Pero yo no me atreví a hablar de ello a mi madre. En cuanto al mantón de Manila, ni siquiera me molesté en hablar de él porque, aun sin saber muy bien qué clase de mantón era, estaba segura de que no lo teníamos. Pasaron meses y nadie volvió a hablar del asunto hasta que un día mi madre se encontró en la escalera con una vecina que vivía frente a Olvido, en el segundo piso. Era una mujer enjuta siempre vestida de negro «que se tragaba los santos», según la abuela, y a la que sólo conocíamos de encuentros casuales. Abordó a mi madre y le dijo: «Tiene que poner colgaduras cuando las pongamos los demás. Si no las tiene yo se las busco…» La sorpresa dejó a mi madre muda. «No es cosa mía», continuó la vecina, «pero hágame caso. Le va a traer un disgusto si no lo hace.» Al poco tiempo hubo una nueva ocasión de engalanar los balcones y al mirar hacia arriba vi que los vecinos del tercero izquierda habían decidido cumplir la consigna. La abuela trató de convencer a mi madre, pero no lo consiguió. «De ninguna manera», dijo, «de ninguna manera.» Nadie volvió a molestarnos, pero yo sentía un regusto de miedo y amenaza cada vez que la radio anunciaba una heroica victoria sobre el enemigo y en nuestra calle y en nuestra casa todas las ventanas, menos la nuestra, se cubrían de rojo y amarillo o, como decía la abuela, «rojo y gualda, ésa ha sido la bandera de toda la vida»

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