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III. El regreso

«Así que mexicana», preguntó un chico bajito, de cara ratonil, que se mostraba especialmente ruidoso.

«Mexicana no, española», aclaró Luis. «Española trasplantada accidentalmente a México, pero española.»

«Ya… Oye, ¿y allí todo es como en las películas del Indio Fernández?»

Sonreí y le contesté: «Más o menos.»

Por la calle Mayor, a la izquierda bajando hacia Arenal, estaba nuestra taberna. La llamé «nuestra» desde ese primer día en que Luis me llevó a ella y me presentó a sus amigos, que me hicieron un sitio en el banco de madera pegado a la pared. Todos eran estudiantes, la mayoría de Derecho. Hablaban mucho. Se quitaban unos a otros la palabra y, mientras, me miraban con curiosidad. Luis se había sentado frente a mí y me sonreía como diciendo: «No te asustes que son inofensivos.» Me asombraba la energía de sus discusiones, su capacidad para elevar el tono de voz y agitar al mismo tiempo los brazos y dar en la mesa golpes que desencadenaban breves olas en el vino de los vasos.

Enseguida continuaron debatiendo la cuestión que les ocupaba a nuestra llegada: Qué periódico de la mañana era el mejor o el menos malo: ABC, Ya o Arriba .

«Depende», dijo uno. «Depende de lo que busques en él…»

«Buscar… Te puedes imaginar. Sólo busco lo que hay, porque lo que no hay me lo evito…», contestó misterioso el otro.

Sólo había una chica, Teresa, que estudiaba Arte Dramático. Intervenía en la discusión, que me pareció agotadora, pero nadie le hacía mucho caso.

Cuando salimos a la calle, Luis trató de darme explicaciones.

«Nos hemos acostumbrado a hablar de cosas aparentemente sin importancia, en público quiero decir, y les damos mil vueltas, pero debajo late la preocupación por una situación asfixiante… La charla se convierte en un arte de disimulo y en un análisis barroco de cualquier tema. En la discusión de hoy, por ejemplo, te asombrarías las deducciones que podemos sacar sobre lo que cada periódico dice u oculta entre líneas. Un filón de matices…»

Cuando llegué a Madrid me instalé en la pensión de la plaza de las Cortes que un amigo de Octavio había encontrado para mí -«Es una pensión estupenda, no de estudiantes sino de gente seria»-. Cuando él mismo arregló mis papeles académicos con una facilidad asombrosa que ya me había anunciado Octavio, empecé a pensar en la carta de Amelia. La había llevado conmigo en la cartera desde que la recibí unas semanas antes de abandonar la hacienda. Antes de despedirme de mi madre, silenciosa y seria, de llorar con Merceditas y Remedios abrazadas a mí, de seguir a Octavio al coche y emprender, los dos solos, el viaje a Veracruz. La carta había sido mi talismán, la garantía de que en Madrid habría alguien, un eslabón, un vínculo que me uniría a mi pasado. «Se llama Luis, es amigo de mi hermano. Se conocieron en Oviedo, pero luego él se fue a vivir con su familia a Madrid. Estudia, como Sebastián, tercero de Derecho. Es un chico estupendo. Ya lo verás…»

Me enviaba la dirección y el teléfono, y cuando me decidí a llamarle desde la escasa privacidad del pasillo de la pensión, se puso él, qué casualidad, pensé. Pero no, no era casualidad. «Es que», me explicó, «estoy solo en casa, todos han salido por ahí (era domingo) pero yo me quedo en casa para poner al día el trabajo que tengo que entregar…»

Habían transcurrido dos meses desde aquel primer día. Ahora Luis iba a mi lado y caminábamos los dos hacia nuestra taberna. Allí estaría ya algún amigo y si no pronto irían llegando todos, de uno en uno. Se sentarían y pedirían un vaso de vino a Pedro, el tabernero, que era de Valdepeñas y se mostraba paternal con ellos.

«Me debéis entre todos cien pesetas y no estoy yo dispuesto a fiaros más, ¿os enteráis?» Pero no se enteraban y él tampoco insistía y sólo se irritaba cuando alguno, excediéndose, le pedía prestado un duro, «que te lo voy a devolver, que ya sabes que te lo devuelvo».

«Abusones, descarados», gritaba él, pero ya tenía en la mano el billete arrugado que deslizaba entre los dedos del pedigüeño. «Para que, encima, vayáis a gastarlo a la competencia», bramaba. Que no era del todo cierto, porque no se gastaba en otra taberna sino en un café, cerca de la plaza de Oriente, donde todos pedíamos un cortado y, con lo que sobraba, una o dos o tres copas de anís. Compartíamos las copas y con ellas el fuego de la conversación se avivaba. Aquéllos eran nuestros ateneos clandestinos, nuestras aulas libres…

«De modo que dos meses ya», iba diciendo Luis. «Qué raro, Juana. Hace dos meses eras sólo un fantasma.»

Entramos y antes de cerrar la puerta ya nos envolvió el alboroto de la conversación. Estaban todos y el tema que les ocupaba era si alguna vez España dejaría de ser conocida en el mundo por los toros y la pandereta, si alguna vez…

La puerta se volvió a abrir y entró un hombre mayor, con gabardina y frío, frotándose las manos. Pidió una cerveza, se apoyó en el mostrador y se volvió a mirar al grupo que había dejado de hablar como si todos se hubiesen puesto de acuerdo. Sin perder de vista al hombre, Emilio Cara de Ratón tomó la palabra y casi desafiante dijo: «Vamos a ver, siguiendo nuestra discusión: ¿Luis Miguel o Antonio Ordóñez?»

El hombre de la gabardina se bebió su cerveza y dirigiéndose al tabernero le dijo confidencialmente: «Ésta es la juventud, ¿qué le parece? No tendrán nada más en que pensar…»

Pagó y se marchó y todos rieron.

Inesperadamente la voz grave y redonda de Teresa se elevó sobre las discusiones recitando a Machado. Todos guardaban silencio y ella se creció. Graduaba la reacción de los espectadores manejando unos hilos ocultos que garantizaban su protagonismo. «Demasiado egocéntrica, Teresa», había comentado alguna vez Luis. «Hace de todo una ocasión para el propio lucimiento.» Yo opinaba lo mismo, pero en aquel momento me dejé arrastrar por el valor de las palabras.

Una nueva emoción sustituyó la oleada de nostalgia que un rato antes me había provocado el tabú de la fecha: «Precisamente hoy hace dos meses que llegué…» O quizá la emoción anterior derivó hacia otros cauces y se incorporó a la corriente de las emociones compartidas. Cuando Teresa dijo:

Fue un tiempo de mentira, de infamia. A España toda,
la malherida España, de Carnaval vestida
nos la pusieron pobre, escuálida y beoda,
para que no acertara la mano con la herida…

me di cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas.

Cuando decidí regresar a España, mi madre se vio asaltada por dos temores contradictorios. Por una parte temía la influencia de los amigos de Octavio que habían resuelto los aspectos burocráticos de mi regreso. Eran gente de negocios que mantenía contactos más o menos extraoficiales con México y pertenecían a un mundo frívolo de fiestas y cacerías. El otro peligro que mi madre adelantaba tenía que ver con la universidad. Allí iba a encontrar personas comprometidas con los problemas políticos y sociales del país. Cualquier intervención mía en actividades prohibidas, perseguidas o simplemente mal vistas en los ambientes oficiales podía tener consecuencias negativas para mí. Quizá por eso prefirió instalarme en un lugar tranquilo mejor que en una residencia de estudiantes y aceptó con alivio la sugerencia acerca de la pensión de doña Lola. Doña Lola era muy conservadora. En su afán de aleccionarme y protegerme me abrumaba con argumentos consabidos: «¿Se mete contigo la policía? No, ¿verdad? Sólo se mete con los que son unos revoltosos.» Luego se ponía a hablar de un hermano republicano que había muerto en el exilio. «Mira mi hermano. Qué necesidad tendría él de haberse metido a arreglar el mundo… Y qué bien le arregló el mundo a él… Salió con lo puesto, pasó en esas Francias lo que nadie sabe, para acabar enfermo y sin fortuna en América. ¿Quién le mandó, Juana? Perdona, hija, que hable así. Ya sé que tu padre también fue un loco idealista. Pero es que me sublevo, no lo puedo resistir. Cuando pienso que él, si sigue con el negocio que nos dejó nuestro padre, se hubiera hecho, mejor dicho, nos hubiéramos hecho millonarios… Porque hay otros que yo conozco que empezaron con menos y ahí los tienes nadando en la abundancia. Y para qué hablar de los que se han metido al estraperlo…»

Yo escuchaba en silencio y hacía un vago gesto de asentimiento. Más que asentimiento era un intento de comprensión de los deseos y las frustraciones de la mujer, pero no de sus ideas. Las mías discurrían en otras direcciones. Con paso seguro, me acercaba a los mitos que había alimentado desde mi nacimiento: la lucha por la libertad, la oportunidad perdida, la esperanza siempre mantenida de que un día empezáramos de nuevo.

De modo que de los dos peligros que mi madre intuía, el primero podía darlo por inexistente. No me interesaron las invitaciones de los amigos ricos de Octavio. Recorrí con cierta indiferencia los lugares lujosos a los que pretendían llevarme. Las tiendas y las calles no eran sorprendentes para mí, después de vivir los últimos años en Ciudad de México. Las conversaciones, los comentarios, los juicios de mis anfitriones me aburrían. Fui espaciando mis visitas y las llamadas para invitarme a sitios nuevos fueron también languideciendo hasta desaparecer. No obstante, en las cartas de mi madre siempre había incluido un mensaje de Octavio: «Si necesitas algo ya sabes a quién tienes que acudir… No dudes en llamar, no dudes en pedir ayuda.»

Más justificada estaba la preocupación de mi madre por el segundo peligro, sobre el que intentó alertarme en los últimos días de mi estancia en la hacienda.

Generalmente no hablábamos del viaje. Todo lo más, ella me hacía observaciones de tipo práctico mientras elaboraba interminables listas de cosas que no debía olvidar. A veces se quedaba mirándome y no podía evitar comunicarme sus preocupaciones: «Cuidado con la gente que se acerque a ti. Desconfía. Tú estás marcada por tu situación. Exiliada voluntaria, hija de tus padres, ten cuidado. El hecho de que vayas de México no es una recomendación. No olvides que México es un país enemigo para el gobierno… Cuidado con la universidad…»

Recibí una carta de Merceditas. «Tu madre está triste. Te echa de menos. Me preguntas qué tal andan ellos. Pues la verdad, Juana, yo los veo como antes, poco más o menos. No sé lo que ellos dirán o cómo estarán cuando no les vemos. Pero aquí en la hacienda, a la vista de todos, están como siempre. ¿Sabes que Gabriela me ha pedido que la ayude en la escuela? Ya tengo dieciséis años pero yo no soy como tú. Yo no quiero irme a estudiar lejos, no quiero vivir sola. Voy y vengo a Puebla, continúo con las clases, pero sólo voy por la tarde tres días a la semana. Salgo prontito, a la una, y estoy de regreso a las seis. Así que por la mañana temprano empiezo a trabajar con los inditos y a las doce almorzamos y… lo de siempre… La prima Rosalía va a tener otro bebé. El mayor está precioso… La tía Adela y el tío Ramón cada día un poco más viejos. Remedios un poco más gruñona. En cuanto a mi padre, no sé si algún día podré dejarle, no sé si podré vivir sin él…»

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