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Las cartas de allá me perturbaban. Me conducían por una especie de pasadizo brumoso a mi vida anterior. El túnel terminaba en un paisaje abierto y luminoso: México y la hacienda. Allí estaban todos, ordenados como actores en medio de una representación. Reproducía días completos, escenas concretas. Mi madre brillaba con luz propia como si un foco se detuviera en sus gestos de protagonista. Me trastornaba la contemplación de los recuerdos. Pero reaccionaba enseguida. Una fuerza poderosa me arrastraba al presente. En España estaba ahora mi verdadera vida. La carta de Merceditas no añadió nada nuevo a todo lo que ya sabía o imaginaba.

Levanté el visillo y miré hacia fuera. El atardecer se deshacía en sombras. Las luces empezaban a encenderse y la plaza cambió de aspecto. La gente que pasaba era distinta de la que circulaba por la mañana camino de sus compras, negocios, oficinas. Las luces del Palace estaban encendidas. En la entrada principal, ante las escaleras del gran vestíbulo, un portero uniformado abría la puerta a un coche grande del que salieron dos personas, un hombre y una mujer, muy ataviados. Una fiesta o una recepción. Imaginé el salón, las arañas centelleantes, la orquesta dispuesta. ¿Qué celebrarían?

Una chispa de curiosidad retuvo un instante mi atención. Ella parecía guapa, no muy joven. ¿Como mi madre? Dejé caer el visillo y cogí el abrigo para salir a la calle. En el colegio mayor donde vivía Emilio Cara de Ratón iba a celebrarse la lectura de un libro de poemas «que nunca, nunca pasará la censura. Ya veréis lo que se puede decir en verso…».

Margarita se convirtió en mi amiga desde un día que coincidimos en la cola del tranvía. «¿Vives en Argüelles?», me preguntó en el aburrimiento de la espera en la Moncloa. «No, en la plaza de las Cortes.» «¿Y cómo vienes?» «En metro. Transbordo en San Bernardo.» Seguimos hablando de qué facultad, qué curso y resultó que ella también estudiaba Letras pero estaba en segundo. «¿Nos vemos en el bar?» Y allí quedamos a las doce. Charlamos, nos hicimos confidencias y luego aquello terminó en costumbre. Margarita era inteligente, se lo tomaba todo muy en serio y ponía mucho entusiasmo en lo que hacía. «Mi padre es un médico conocido», me dijo. «Mis hermanas se han casado muy bien. Yo soy la pequeña y una especie de oveja negra. Nadie en casa quería que estudiara. Mi madre dice que las chicas que estudian no encuentran luego novio formal…» Me habló de sus inquietudes humanitarias que encontraban su cauce en actividades dependientes de la Iglesia. «Tienes que venir conmigo un domingo por la tarde. Llevamos ropa y comida y lo que podemos a una gente que vive en las chabolas al otro lado del río… Ven un día y verás la otra cara de la moneda… En Madrid hay gente que vive en condiciones infrahumanas…, gente que ha dejado sus pueblos en busca de trabajo.»

Yo le hablé de México y del cinturón de miseria que rodeaba la ciudad. Aquello fue un nuevo vínculo entre las dos, pero cuando le conté a Luis que había prometido acompañarla a visitar a sus protegidos tuvo una reacción despectiva y casi violenta: «Eso es caridad. Yo lucharé por la justicia, no por la caridad.» Discutimos y yo traté de explicarle que mi amiga accedía a esas actividades a través del único medio que conocía: las asociaciones religiosas. Y que todo, todo era poco cuando se trataba de ayudar a los necesitados. «Vamos, Juana. No me vengas ahora con esas estupideces. Hay gente que quiere que todo siga igual y, tranquiliza su conciencia con limosnas…»

No obstante yo seguí decidida a cumplir mi compromiso y acudí a mi cita con Margarita al siguiente domingo.

Cruzamos andando el puente de Segovia. Al otro lado del río, Madrid depositaba los desechos de su dudoso esplendor. En forma de materiales usados, uralitas, tablas, catres, palanganas, se almacenaba la resaca de una ciudad que vivía entre la miseria de muchos y el lujo de unos pocos. Racimos de chamizos, algunos con diminutos huertos, se apiñaban a las orillas de un río también escaso, también menesteroso.

Bajamos por un desnivel hasta alcanzar la orilla del agua.

Ya desde lejos corrían los niños harapientos al grito de «Vienen las señoritas». Margarita los besó y los cogía en brazos sin miedo a que estropearan la impecable lazada de su blusa de seda. Le tocaban el pelo y ella sonreía, y yo pensé: «Así deben de imaginarse a la Virgen. La Virgen descendiendo a los infiernos para darles alivio. O una princesa reinante cumpliendo sus funciones caritativas, guapa, limpia, bien vestida.» Las mujeres también se acercaron. Eran delgadas y su juventud parecía haberse esfumado tiempo atrás, entre las arrugas de la piel y los huecos de los dientes perdidos.

Parecían ancianas, aunque el vientre de algunas proclamaba su aptitud para la maternidad. Margarita se dirigió a una de ellas y le dijo: «¿Para cuándo, Avelina?» Y ella bajando los ojos murmuró: «Para Navidad.» Las otras rieron y una, la más descarada, comentó: «Dile a tu hombre que te haga otros regalos más lujosos…» Margarita se puso seria y replicó a la que hablaba: «Un hijo es el mejor lujo, María…»

Luego sacó los objetos que habíamos acarreado en dos bolsos de viaje. De uno salieron jerséis, calcetines de lana, pantalones y botas a medio usar. Del otro, paquetes de garbanzos, azúcar, embutidos, tabletas de chocolate para los niños…

Con calma y habilidad Margarita fue haciendo el reparto. Desapareció todo en poco tiempo y tuve la sensación de que sólo unos pocos habían conseguido su diminuta parte de auxilio.

También pude observar que había mujeres que no se acercaban y se quedaban a las puertas de sus chozas, con una mano apoyada en la mejilla mientras con la otra se sujetaban el codo del brazo doblado. No decían nada, no hacían nada, pero sentí en el aire la hostilidad de aquellos rostros demacrados, el rechazo de una limosna que otras, más agotadas o más cínicas, aceptaban.

«Fusiles y ametralladoras era lo que había que llevar a esos hambrientos…» Emilio se puso furioso cuando les conté mi experiencia de suburbio. «…Y dile a esa amiga tuya que se venga por aquí a oír algo más revolucionario. Que abandone a sus curas y a sus hermanitas de la caridad…»

Así lo hice. Invité a Margarita a unirse a nuestras tertulias y no había pasado mucho tiempo cuando comprendí que la sensibilidad social de mi amiga estaba necesitada de una vía de escape más rotunda. Pronto Teresa se oscureció y sus recitados pasaron a un segundo plano. Margarita era ahora la estrella. Poco a poco se convirtió en el centro del grupo. Leía lo que le aconsejaban, discutía, programaba. Tenía una lucidez increíble para analizar las situaciones. Era valiente y arrojada. Yo les oía hablar, compartía sus opiniones y estaba dispuesta a pasar a la acción cuando fuera necesario. Pero notaba a veces, dentro de mí, una cierta frialdad en contraste con el apasionamiento de mis amigos. ¿Será que no me siento totalmente española?, pensaba. ¿Seguiré aún encerrada, me preguntaba, en aquellos años de crisálida en México, sofocada por los hilos de seda que me abrazan y me paralizan?

Mis reflexiones terminaban con un suave deshielo. Mi indiferencia se derretía y me invadía una vehemencia nueva y cálida. No hablaba con nadie de estas sensaciones, no pedía comprensión ni ayuda a mis amigos. Menos que a nadie a Margarita que, como buena conversa, avanzaba a grandes pasos en la nueva fe. Por otra parte su incorporación al grupo había estimulado a sus componentes, que cada día estaban un poco más exaltados.

Hubo por entonces un amago de revuelta en la Facultad de Derecho.

«Comunistas, hija mía, ésos son comunistas», decía doña Lola absolutamente indignada. «A quién se le va a ocurrir si no es a los comunistas armar esa protesta por nada, porque han cogido a un chico y le han dado cuatro palos…»

Yo conocía al chico. Le habían cogido en la casa en que se reunían y organizaban sus actividades: las octavillas hechas con imprenta rudimentaria, las citas, los contactos, los mensajes del exterior, las noticias de lo que estaba pasando en una fábrica o en una cárcel. Emilio, el amigo de Luis, estaba allí y había escapado por pies. «Comunistas, sí. Los únicos que hacen algo serio», reconocíamos en nuestras reuniones.

Habíamos cambiado de taberna. Ahora frecuentábamos una por la Cava Baja, más grande, más desahogada, que permitía hablar sin tener encima a los que ocuparan la mesa de al lado. Emilio tardó en aparecer. Nadie se atrevía a llamarle aunque sabíamos que estaba muy bien y que, aparentemente, pasaba unos días en El Escorial.

Por aquellas fechas recibí la autorización para formalizar la matrícula oficial en el primer curso de la facultad. Llamé al amigo de Octavio que se había encargado de esta gestión y le di las gracias. «¿Qué tal la facultad?», me dijo, «no sabemos nada de ti. Estudia, estudia y diviértete, que es lo propio de tu edad…»

También por entonces me preguntó Margarita: «¿Te gusta Luis?» Yo titubeé un segundo antes de decir: «Me gusta, sí. Pero yo no le gusto a él, si es eso lo que quieres decir. Sólo somos buenos amigos.»

La pregunta me había sorprendido a medias, porque era fácil advertir que entre Luis y Margarita había surgido una atracción especial, nada concreto todavía pero evidente cuando estaban juntos.

Mientras tanto me iba alejando de mi madre. Aunque nos escribíamos todas las semanas, eran cartas que rara vez esperaban respuesta. Por lo general se trataba de un monólogo en voz alta en presencia de un interlocutor silencioso. Como no se contestaban, no importaba el orden en que se recibían. Simplemente se mantenía el compromiso que nosotras mismas establecimos al despedirnos. «Te escribiré todos los domingos», le dije. Y ella: «Yo no sé qué día de la semana, pero te escribiré todas las semanas.» Las cartas eran un puente nebuloso en el aire, un cordón delicado uno de cuyos extremos se enroscaba con suavidad en los dedos de mi madre y el otro en los míos, que lo apretaban con fuerza para no dejarlo escapar. Miraba el mapa. México se desperezaba al sol de América. Buscaba un punto, Puebla. En ese punto, estaba mi madre.

Me he preguntado muchas veces qué habría sucedido si mi madre no se hubiera casado con Octavio. Es difícil elegir una respuesta. En cualquier caso, la presencia de Octavio me había independizado de mi madre. Interpuesto entre las dos, me había eximido de obligaciones extraordinarias para con ella: no abandonarla nunca, renunciar si era preciso a metas personales. Obligaciones todas que yo me había forjado a lo largo de mi infancia sin que nadie me hubiera sugerido su necesidad. Había otras preguntas que me hacía con frecuencia. ¿Cómo había reaccionado mi madre ante la traición de Octavio? No su reacción externa, impenetrable, sino su reacción profunda, la que la haría llorar a solas de rabia o sonreír de desprecio, la que sólo ella conocía. A veces mis cavilaciones tomaban otro rumbo. ¿Por qué el destino no llevó a mi madre a Madrid en lugar de a México? De haber sido así no me encontraría yo ahora en una patria a medias perdida y recuperada a medias. Mis referencias españolas eran referencias de una infancia en pueblos y en una ciudad de provincias. Tenía poco que ver con el mundo de mis nuevos compañeros. De ellos me separaban los años de México, las millas de mar, las experiencias respectivas tan ajenas unas a otras.

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