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Enseguida rechazaba mis incertidumbres. Porque eran muchas más las cosas que nos unían: el origen, las raíces, el presente. Y todavía más el futuro.

El catedrático de Historia de España era un hombre viejo, un cascarrabias iracundo. No podíamos hablar, ni mover un músculo. Nos trataba como a colegiales de primer grado. A la mínima desobediencia nos mandaba fuera con un índice amenazador que señalaba la puerta.

En una de esas expulsiones desorbitadas me fui al bar y me encontré con Margarita. «Ven al baño», me dijo. Parecía seria y no hice preguntas. En los lavabos, vacíos a esa hora, me entregó un paquete del tamaño de un libro. «Guárdalo en el bolso», me dijo. «A ti no te lo quitarán.» Y se fue haciendo con la mano un breve saludo de despedida. En la clase siguiente, filosofía, hubo un pequeño revuelo.

La pregunta de uno de los pocos chicos de la clase -la mayoría éramos mujeres- provocó la irritación del profesor, un ayudante jovencito. «Freud, dice usted… ¿A qué viene ahora Freud? Freud, sépalo usted, vino al mundo para ensuciar la mente de las gentes… Y ustedes ¿de qué se ríen? Necias cabecitas. En otras épocas las feas se iban a un convento, pero ahora sus padres las envían a la Facultad de Letras…» El revuelo se hizo general. Unos aplaudían. Otros emitían sonidos guturales. El joven profesor, congestionado de ira, se levantó y abandonó la clase.

No me atreví a coger el tranvía con el paquete de Margarita en el bolso. Me fui andando por los amplios paseos que limitan la carretera hasta la Moncloa. Si mi madre, pensaba, hubiera oído las palabras del profesor se habría quedado horrorizada. Vuelve, me diría, ven a la Universidad de México, donde encontrarás grandes maestros, maestros libres, muchos de los cuales han huido de ahí… Tenia razón. Pero yo había vuelto buscando otras muchas cosas. Una de ellas, por ejemplo, el misterioso paquete, del tamaño de un libro que palpaba cada poco, en el interior de mi bolso.

Se acercaba la Navidad. Amelia me escribió insistiendo para que fuera a pasar las vacaciones en su casa. «¿Dónde mejor?», decía.

Al comenzar diciembre me llamó por teléfono. Tardé un tiempo en reconocer el tono de su voz. La charla duró poco; el teléfono no era para charlar. Se utilizaba exclusivamente para transmitir recados. «Te escribiré», dijo. En la carta me daba todo tipo de argumentos para que fuera: «Recordaremos los viejos paseos, te presentaré a nuevos amigos; mis padres y mi hermano están deseando verte…» Acepté. Había recibido otras invitaciones. Una cortés y formalista de los amigos de Octavio. Otra de Margarita. Una de doña Lola, cargada de buena voluntad. «Sola no te vas a quedar, criatura. Esa noche yo la paso con mi hermana en Toledo. Aquí no queda nadie, ¡porque es una noche…! Pero tú te vienes, nos vamos las dos en el coche de línea, nos recogen en la parada, nos llevan a su casa y verás qué familia más unida y más alegre. Tiene tres nietos que son tres diablos. Comemos allí el día de Navidad y por la tarde nos damos la vuelta.»

Agradecí a todos sus cariñosas propuestas, me fui a sacar el billete, y el día 20 de diciembre emprendí el viaje a mi ciudad.

Antes celebramos una pequeña fiesta con los amigos. Brindamos por el nuevo año, «por ese medio siglo que nos marcará para siempre», dijo Emilio muy dramático. «Por Méjico» dijo otro, con esa «j» fuerte que tanto me chocaba. Un ligero estremecimiento recorrió mi espina dorsal. «Por Méjico», repetí. Margarita no me nombró el paquete que reposaba en el fondo de mi armario.

Antes de despedirnos le pregunté: «¿Necesitas aquello?» Ella negó con la cabeza y dijo: «No. Puedes quemarlo si quieres.»

«¿Dónde?», le iba a preguntar. Pero en ese momento se acercó Luis. Hacía rato que nos observaba. Creí que me miraba buscando el momento de despedirse de mí. Pero no. Se dirigió a Margarita, la cogió del brazo y le dijo: «¿Vamos?» A mí me sonrió y con una palmada en la mejilla me despidió advirtiéndome: «Muchos recuerdos a Sebastián y su familia. Y no olvides que te esperamos aquí para empezar juntos el medio siglo…»

El cristal de la ventanilla estaba helado. Apoyé la frente en él y me dejé llevar por la contemplación del paisaje. La sierra iba quedando atrás; las montañas, los pinares, los pueblos adormilados bajo el sol blanco de diciembre. Había tapias en ruinas, casas destruidas, desmoronadas. Una mujer, la única compañera de departamento, suspiró a mi lado. Me volví a mirarla y señaló con el dedo acusador hacia fuera: «La guerra», dijo lacónica. Y cerró los ojos. Vestía de negro y agarraba con fuerza un bolso ajado. Los árboles mostraban sus ramas vacías. Riachuelos medio secos se deslizaban bajo puentes demasiado grandes. Barrancos, rocas, piedras sueltas. La oscuridad nos envolvió repentinamente y a la salida del túnel la meseta se extendía desnuda, cubierta de rastrojos helados. Kilómetros de tierras llanas, colinas suaves al fondo, un árbol solitario, un puñado de casas de adobe. Y en el centro la iglesia, protectora y amenazante. De vez en cuando un pastor envuelto en una manta parda vigilaba un rebaño de ovejas. El perro, a su lado, ladraba al paso del tren. Una serie de sensaciones olvidadas revivieron en mí. Aquello era España. Los meses en Madrid y sus alrededores no me habían traído a la memoria mensaje alguno del pasado. Ahora, reconocí la tierra despojada, los pueblos aparentemente deshabitados, las casas silenciosas en cuyo interior palpitaba una vida escondida. Viejos inmóviles contemplando el fuego del hogar, hipnotizados por las llamas, rememorando soñolientos amores y odios heredados. Niños y jóvenes ocupados en pequeñas tareas invernales: desgranar alubias, escoger lentejas, tejer y destejer proyectos diminutos para la primavera.

Reconocí a mi madre en la mujer de negro que viajaba a mi lado. La visión sombría del mundo que la rodeaba. La incapacidad de salir de su negro ropaje.

Un aroma de tiempos lejanos me envolvió. Mis propios recuerdos afloraron. El pueblo de la abuela, Los Valles, las heladas, las madreñas, la cocina encendida, las cuadras, los pajares.

En una estación pequeña, un apeadero, había un hombre. Le vi subir a nuestro vagón, que se detuvo justo ante él. Entró en nuestro compartimiento. Su pelliza olía a grano, a humo. Llevaba en la mano una cesta de alas, tapada con un paño blanco. Murmuró unos buenos días y se sentó junto a mí. «Menuda helada», dijo. La mujer volvió a suspirar y asintió con un leve movimiento de barbilla. Por un instante detuvo la mirada en mí y yo sonreí. «Frío», insistió. «Mucho frío», contesté. Y eso le animó. Destapó un poco la cesta y sacó una bota de vino de cuero grueso y brillante por el uso. «¿Quieren?», ofreció. La mujer de negro negó con la cabeza. Yo cogí la bota y bebí y el hombre rió brevemente, «No se le da nada mal», dijo. Luego bebió él y el vino le pasaba a golpes por la garganta palpitante. Volví a sumergirme en el paisaje, pero el hombre no parecía dispuesto a aceptar su soledad. «Poco que ver ahí fuera», dijo. «Miseria y calamidades.» «En todas partes», quise consolarle. «Pero, mujer, en la ciudad es otra cosa. Piense en los chiquillos que aprenden otra vida y otra manera de defenderse y de luchar. Aquí el terrón y la azada y vuelta a empezar. Y como distracción los sermones de la iglesia y la radio el que la tenga…» El sol se había retirado tras una nube blanquísima. «Yo voy hasta Venta de Baños, ¿sabe usted? Allí me espera la hija. Me van a quitar un divieso aquí detrás.» Y se señaló la espalda. Por la ventanilla seguían pasando campos fríos, pueblos tristes, rebaños desolados. Pero dentro del vagón había nacido un clima nuevo, una atmósfera cálida. La mujer abrió los ojos y el hombre se dirigió a ella: «Lo que le decía a la señorita… Estos pueblos son una desgracia…» «No me diga nada de pueblos», replicó la mujer. «Si yo le contara lo que pasé en el mío…»

Fuera la meseta se enfriaba por momentos. La nube blanca era ya una nube gris. El hombre echó un vistazo y sentenció: «Con ese cielo color panza de burra, nieve segura…»

Entró el revisor y pidió los billetes. Se quedó mirando al hombre, la cesta abierta, la comida extendida. «Esto es primera, señor», dijo. «Tiene usted que cambiarse a tercera. Siga por el pasillo hasta el final…» La sorpresa del hombre, su desconcierto, debieron de conmover al empleado, que se encogió de hombros y adelantó la mano pidiendo calma. «Quédese ahí. De todos modos en tercera no cabe un alfiler…»

Cuando el tren se detuvo horas más tarde en la estación de mi destino, empezaba a nevar. Amelia, más alta, más esbelta, me esperaba en el andén. A su lado estaba Sebastián.

Me ayudó a bajar mis cosas. Sonreía en silencio mientras Amelia hablaba sin cesar, excitada con mi llegada. La nieve nos mojaba el abrigo, el pelo, la cara. Su tacto helado me devolvió los inviernos del pasado. «Háblame de Luis», dijo Amelia. «Luis es una persona maravillosa», le dije. «Ha sido una suerte conocerle… ¡Y qué guapo!»

Amelia se quedó pensativa y no volvió a nombrar a Luis. No quise hablarle de Margarita ni de la impresión que tuve del embelesamiento de él y la seguridad de ella el último día que nos vimos. Así que pasé a hacerle otras confidencias: «Yo tenia un medio novio en Ciudad de México. Se llama Manuel. Fue un enamoramiento de chiquillos. Nos hemos escrito un par de veces, pero nada…»

«Hace mucho que no veo a Luis», dijo Amelia inesperadamente. «Cuando estaba en Oviedo venía muchas veces a pasar unos días con nosotros. Sebastián y él se pasaban el tiempo en casa estudiando o charlando. Yo andaba por allí pero me parece que no se enteraban, desde luego Luis no se enteraba…» No me hizo ninguna declaración significativa, pero yo imaginé que escondía un sueño casi infantil en relación con Luis, el mejor amigo de su hermano.

Tumbadas en la cama, mirábamos a través de la ventana el prado cubierto de una capa de nieve convertida en escarcha. Los árboles del río, abajo, exhibían el brillo de sus ramas. Amelia acumulaba recuerdos infantiles.

«¿Te acuerdas de la primera vez que viniste aquí con Sebastián y conmigo?… ¿Te acuerdas del día que te encontraste a Octavio y dijiste: "El viudo", y cómo ibas a imaginar que él iba a cambiar tu vida, vuestra vida…?» Me decidí a contarle la historia de Octavio y Soledad. Hablar de ello me tranquilizaba, transformaba en reales hechos distorsionados, imágenes fantasmales que me visitaban de tiempo en tiempo. Amelia dijo: «Es como una novela, de verdad, parece una novela tal como lo cuentas…» Luego me confesó que le gustaría ser escritora. Que leía mucho y escribía un poco. Habíamos cambiado. Cada una de nosotras había seguido su propia evolución para llegar, por separado, al presente de nuestro reencuentro. Pero el afecto seguía intacto. Regresamos a la infancia en busca del origen de ese afecto y queríamos reforzar con savia nueva nuestra amistad. Por eso hablábamos y hablábamos, para reconstruir lo que había sido y descubrir en quiénes nos habíamos ido convirtiendo. La recuperación del tiempo no compartido era un esfuerzo permanente que nos llevaba a hacer las confesiones más ridículas. Las confidencias pretendían llenar vacíos, ausencias, años de lejanía, kilómetros de distancia.

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