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Mis amigas iban a misa todos los domingos. Yo no me atrevía a plantear en casa mi deseo de acompañarlas porque sabía que nuestra familia no tomaba parte en actos religiosos. Un día de Santiago había misa mayor con música y todo. La tentación fue tan fuerte que me armé de valor y pregunté a mi madre: «¿Puedo ir a misa con mis amigas?» Ella me miró como si estuviera ausente o regresara de un lugar muy lejano. Tardó unos momentos en reaccionar y al fin contestó: «Haz lo que quieras.» Pero no lo dijo enfadada ni como un reproche, sino como si de verdad no le importara.

Fui a la iglesia y en un momento dado mi compañera de banco, la que tenía más cerca, me dijo: «Ahora puedes pedir lo que quieras.» Todos estaban en silencio. Seguramente tenían muy pensado lo que iban a pedir. Me puse nerviosa y formulé entre dientes lo primero que se me ocurrió y que, sin yo saberlo, expresaba mi deseo más fuerte. «Pido que tengamos dinero para que mi madre no se preocupe tanto. Cuando acabe la guerra…», añadí.

Aquel año, al regresar a la ciudad en septiembre, mi madre perdió una de sus clases de la tarde, la que daba al niño enfermo. Cuando se presentó en la casa el día que debía reanudar su trabajo, salió a recibirla el padre y le dijo: «Mire usted, Gabriela. Lo siento mucho pero no podemos continuar así. Usted es buena maestra pero tiene un defecto para nosotros, que mezcla la política con la enseñanza y que, además, hace mofa de la religión delante del niño.» Mi madre se quedó anonadada. Por mucho que pensara, le dijo a la abuela, no podía recordar en qué momento había cometido los errores que le achacaban. «No te preocupes», le dijo la abuela. «Con su mente estrecha interpretan como quieren cualquier comentario que hayas hecho delante del niño. No olvides que ellos saben quién eres y cómo piensas.» Este incidente nos entristeció. Estábamos viviendo una guerra y esta guerra no sólo se desarrollaba en los frentes sino también en los corazones y en las cabezas de las personas de la retaguardia. La presencia de dos bandos se dibujaba nítidamente sobre el fondo sombrío de una situación cuyo final nadie se atrevía a pronosticar.

«He conocido al viudo», me dijo alborozada Olvido, poco antes de empezar el curso. «Lo he conocido cuando estaba yo comprando los cuadernos para el instituto; en eso que entró él y dijo a la dependienta: "Dígame, para esta niña ¿qué cuentos tienen? Con muchos dibujos, claro, porque todavía no sabe leer…" La dependienta, que es medio tonta, no sabía qué ofrecerle y allí intervine yo y le dije: "Mire, éste y éste le van a gustar, que los tengo yo en casa de cuando era pequeña…" Él se quedó muy agradecido y muy encantado y me dijo: "Gracias señorita", fíjate señorita a mí, "me ha ayudado usted mucho." Yo me puse colorada y le dije adiós y salí corriendo; no sabes cómo me latía el corazón… Yo creo que si le veo en algún sitio me reconocerá y me hablará, ya lo verás.»

Es extraño vivir una guerra. Aunque el campo de batalla no esté encima y no se sufran las consecuencias inmediatas todo lo que ocurre a nuestro alrededor viene determinado por la existencia de esa guerra. Nos llegaban noticias del hambre que se pasaba en la zona republicana y nosotros no teníamos escasez de comida. Sin embargo no había telas ni zapatos ni otros productos manufacturados de primera necesidad. «Claro, ellos tienen las fábricas, nosotros la agricultura», decía la gente. Se teñía la ropa, se daba la vuelta a los abrigos, se remendaba, se cosía, se deshacían prendas viejas para convertirlas en nuevas. Y todo quedaba aplazado hasta que terminara la guerra. «Cuando acabe la guerra», se convirtió en una frase clave de mi infancia. Cuando acabe la guerra iremos, volveremos, compraremos, venderemos, viviremos… Un futuro incierto frenaba toda actividad, todo proyecto. La guerra no terminaba y cada día llegaban noticias de nuevos desastres para los republicanos.

Mientras la guerra continuaba, las adolescentes paseaban en grupos por la calle Principal. Vuelta arriba, vuelta abajo, codazos, risas, empujones. Cuando pasaban los chicos también en grupos, lanzaban hacia ellas ataques fervorosos.

Siempre había alguna que fingía salir corriendo porque «él» estaba allí y no quería verle, desde luego prefería marcharse a su casa, no creyera «él» que «ella» estaba esperando que apareciera con su banda de brutos con los que no se podía ni hablar…

Torpes, tímidos, sensibles y violentos, se entregaban todos al juego antiguo y siempre nuevo de los primeros enamoramientos. El otro sexo estaba allí y los estudiantes de bachillerato comprobaban confusos su presencia.

Olvido escuchaba a sus hermanas, yo escuchaba a Olvido. Mi madre apenas salía de un mundo neblinoso, impenetrable para mí. Y la abuela me veía crecer y suspiraba moviendo la cabeza: «No sé, no sé esta niña, demasiado precoz la veo yo…»

La memoria no actúa como un fichero organizado a partir de datos objetivos. Aunque en cada momento escribiéramos lo que acabamos de ver o sentir, estaría contaminado por las consecuencias de lo vivido… Por ejemplo, si trato de recordar qué tiempo hacía el día que llegaron los alemanes a la ciudad de mi infancia, yo aseguraría que hacía frío. Quizá no fue así. Podría consultar libros o periódicos para comprobar la veracidad del dato. Pero yo sé que en mi memoria hacía frío. Es un recuerdo duro, enemigo. Por eso escribo: los alemanes llegaron en invierno. Recuerdo muy bien el día que los vi desfilar. Una banda militar les precedía entre una nube de banderas. Tocaban marchas brillantes y enérgicas. Los niños corríamos de una calle a otra para verlos. Nos colocábamos entre la gente para llegar al borde de la acera, a primera fila. «Son educados, fuertes, guapos», dijeron unos. Pero eran odiosos para otros, odiosos para mi madre porque su presencia significaba una ayuda a los rebeldes y un obstáculo grave para los defensores de la República.

«A mi tío el del bar», me contó en secreto Olvido, «le pusieron una multa por no alojar a un intérprete alemán. Bueno, le buscó una habitación en una fonda, pero a él no le gustó y le denunció. Lo de la multa lo pone el periódico, con su nombre y apellidos, y le llaman mal patriota. A él y a otros más, no creas…»

Los niños perseguían a los alemanes, les pedían las cajas vacías de sus cigarrillos rubios. «Alemán, caja finis.» Las cajas eran de latón dorado y plateado. En ellas se podían guardar muchas cosas: alfileres para jugar en la calle disparándolos con la uña para alcanzar los del amigo; botones sueltos, cromos de Nestlé, alguna moneda de cinco o diez céntimos…

«Escribe para recordar», dice mi madre cuando le hablo de estas cosas, «y para conjurar los fantasmas.» Escribo: cajas doradas, cajas plateadas, odiosas cajas alemanas, símbolo de un poderío ajeno y lejano.

Olvido me preguntó un día: «¿Tú has hecho la Primera Comunión?» Yo me puse colorada y mentí. «Sí.» «¿Cuándo?», insistió. «En el verano, en el pueblo de mi abuela…» «¡Ah!», murmuró. Me estaba enseñando unas fotos suyas, vestida con el traje blanco que ya habían usado sus hermanas, con un rosario de nácar y un libro de misa en la manos enguantadas. «Me hicieron muchos regalos», recordó con melancolía. «Fue hace cuatro años. Yo tenía siete. Como tú ahora…» Quizá por eso se le había ocurrido preguntarme, porque ésa era la edad que se suponía adecuada para cumplir con el rito. Y de pronto Olvido dijo: «¿Por qué no entramos a confesarnos para comulgar mañana?» Yo dije: «No sé si podré, no sé lo que piensa hacer mi madre…» Estaba aturdida, atrapada por mi propia mentira. Olvido insistió. «Y qué más da. Porque te confieses no quiere decir que sea obligatorio comulgar…» Incapaz de negarme, entré en el templo detrás de ella. Olía a incienso, a cera derretida, a flores un poco ajadas, flores que empezaban a descomponerse por sus tallos cortados. Después de santiguarse, Olvido meditó unos instantes y luego se dirigió hacia el confesionario, a la izquierda del altar mayor. Yo me quedé de rodillas en la penumbra, pensando en la manera de salir de todo aquello. Al cabo de unos pocos minutos apareció Olvido, con la cabeza baja, en estado de perfecta concentración. Se arrodilló a mi lado y dijo: «Ahora tú.»

Temblorosa, me dirigí al lugar de la prueba. Caí de rodillas sobre la madera, acerqué la cara a la celosía y oí el susurro del cura que me decía algo imposible de descifrar. Cuando dejó de murmurar yo recurrí a la fórmula que había oído a Olvido muchas veces. «Hace quince días que no me confieso», balbucí. Y a continuación enumeré como pude mis pecados.

Cuando quiero mirar dentro de mí, dentro de lo que queda de la niña que fui y pretendo analizar aquella cobardía que me llevó a mentir a Olvido, me encuentro con una verdad: yo hubiera querido pertenecer a aquel grupo de gente que permitía a sus hijos hacer la Primera Comunión. Yo también hubiera querido un traje y unos regalos y poder decir, de verdad, aquello de: «Hace un mes que no me confieso.» Y poder acusarme de las cosas mal hechas. Porque a la niña que yo era no le gustaba ser diferente. Tenían que pasar muchos años para que yo entendiera el valor de esa diferencia. Entonces sentía, como todos los niños, que mi puesto en el mundo dependía de una afinidad con los valores y tabúes de ese mundo. La singularidad como virtud no existía todavía para mí.

Estábamos en la plaza jugando al marro con otros niños. Olvido dijo: «Hay manifestación. ¿Por qué no vamos? Ha caído Málaga.» Por primera vez tuve un rechazo personal de ese tipo de acontecimientos a los que solía arrastrarme Olvido. «Yo no voy», dije. «¿Por qué?», preguntó ella. «Porque esos que gritan mataron a mi padre.» Era la primera vez que afrontaba el asunto abiertamente. «No serían los mismos», replicó Olvido, «lo mataron en ese pueblo minero, ¿no?» Me quedé un poco desconcertada, pero reaccioné enseguida. «Sí, son los mismos. Me ha dicho mi madre que son los mismos.» Olvido se quedó callada, buscando seguramente una réplica decisiva. Animada por su silencio, continué: «Además esos de la manifestación son los que sacan a la gente de noche de aquí al lado, de los sótanos de la iglesia, y los llevan para matarlos en las carreteras…» «No es verdad», dijo Olvido. «Sí es verdad. Yo los oigo por la noche; oigo los camiones cargados que pasan por nuestra calle y los gritos de las mujeres que van detrás llamando a sus maridos…» No era cierto que yo los hubiera oído pero sí los oían mi madre y la abuela y lo comentaban entre ellas con pesadumbre y temor. «A lo mejor un día vienen a buscar a mi madre y también la encierran en la iglesia. Los tienen en aquella cueva, apiñados unos encima de otros.» No fuimos a la manifestación y Olvido se quedó un poco apagada, vencida por primera vez.

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