«¿Por qué has venido?», preguntó mi madre. Era una pregunta muy propia de ella, mitad reproche y mitad disculpa por su responsabilidad en las causas de mi viaje: la carta en la que anunciaba la enfermedad de Octavio y la boda de Merceditas. A pesar de su aparente objetividad, las dos noticias destilaban inquietud y me dejaron la impresión de que mi madre necesitaba ayuda. No obstante era inevitable que ella preguntara. «¿Por qué has venido?»
«Después de todo ya era hora que viniera», contesté. «Tú no sé, pero yo lo estaba necesitando.»
Ahí se ablandó y me pareció ver un brillo de lágrima lejana, perfectamente controlada con un rápido parpadeo.
Estábamos sentadas en la penumbra del salón, en la tarde de julio, sofocante hasta que un momento antes un chaparrón barrió con violencia el fuego del verano.
En el silencio de la siesta, la hacienda tenía un frescor de cueva excavada bajo una pradera.
El salón con las ventanas herméticamente cerradas mantenía frías las gruesas paredes. Los pisos superiores, la torre, los desvanes absorbían el fuego del sol y detenían la invasión del sofoco justo en el límite del primer piso.
El almuerzo había sido excesivo. Remedios insistía para que comiera la abundante oferta de mis platos favoritos, elaborados con amorosa parsimonia. «Que me parece a mí que está más delgada la niña.» Pollo picante, chile, pimienta, mostaza, mole. Oleadas de fuego me atravesaban el estómago desajustado todavía al horario y los sabores.
Mi madre se ocupaba de Octavio, lo dejaba instalado en el dormitorio tapado hasta la barbilla «porque tiene siempre frío, le digo que eso sí que es mala señal. Siempre anda helado con estas sofocaciones que pasamos todos…». Remedios revisaba todo lo necesario para el café y hablaba sin parar.
Cuando llegué, la tarde anterior, había encontrado a Octavio mal. Muy delgado, la tez amarillenta, la nariz afilada y los pómulos salientes que dejaban caer unas mejillas fláccidas. Pero sobre todo me impresionó la figura encorvada, el esfuerzo para avanzar el tronco cuando se inclinó sobre mí para darme el abrazo de bienvenida. Sonrió débilmente: «Tanto tiempo, Juana, y qué rápido ha pasado…» Y se recostó de nuevo en el sillón, mientras Merceditas le arreglaba almohadas, le acariciaba el pelo, le limpiaba la frente con un pañuelo finísimo.
Por la mañana ella había ido a Puebla con Damián en un coche nuevo que su padre le había regalado por su último cumpleaños. «Tengo tanto que hacer con esta dichosa boda…» «Todo menos dichosa, Virgencita, todo menos alegre», murmuró Remedios. Se veía que estaba deseando ponerme al día de todas las penas. «Si fue marcharse usted y yo lo dije: ha sido irse Juanita y se nos viene encima la desgracia. Primero la tristeza que nos dejó, que su mamá no dirá nada pero ella adelgazó hasta quedarse como la espina de la palma. Y el amo que no fue ya más el mismo, que se le veía reconcomido por dentro, pero no crea usted que por la lagartona, no, pienso yo que la conciencia no le dejaba vivir. Miraba a su mamá y le veía yo esos ojos más negros que el zopilote y esas ojeras que las tenía como las hojas secas que caen y las venillas se les van poniendo amarillas y marrones y rojizas con los chaparrones, pues así mismito tenia las ojeras… y se quedaba mirando a su madre… ella siempre con las manos ocupadas, que un bordado, que un libro, que un cuaderno de los chicos para retocarlo. Yo le veía sufrir y me decía: Remedios, qué vida tan difícil la de este hombre. Hacer lo que no debe y purgarlo luego tan malamente… La pobre Merceditas, qué juventud, madre mía, cómo puede una niña vivir así entre el padre suspirante y doña Gabriela cada vez más callada. Y no es que ella no se ocupara de la niña, que la miraba siempre con cariño, con complacencia y trataba de interesarse por sus cosas; y además creo yo que, al no estar usted, para su mamá esta niña sería un consuelo, como una hijita más, como ha sido desde el primer día…»
Me debatía entre el sueño que me pesaba en los párpados y el deseo de estar despierta y escuchar a Remedios, que compensaba el silencio de mi madre con sus interpretaciones particulares de unos hechos concretos: la enfermedad de Octavio y el anuncio de la boda de Merceditas a la que mi madre había dedicado exactamente cuatro líneas en su carta: «Merceditas se va a casar. Él es un buen chico, tiene dinero y pertenece a una familia conocida de Puebla. Ha sido la tía quien la ha conducido hacia ese chico y a esa decisión de la boda un poco precipitada por miedo, me parece, a que su padre no pueda asistir.» Nada más. Pero no fue capaz de decirme: «Debes venir.» No lo dijo porque nunca hubiera influido para que yo tomase una decisión que debía ser libre y que además iba a demostrarle si mi reacción respondía a lo que ella esperaba de mí, que acudiera enseguida, o bien se había equivocado y yo no era capaz de dar un paso generoso por mí misma. De todos modos, cuando dije: «Voy en cuanto me den las vacaciones y pasaré el verano con vosotros», tampoco recibió con alegría mi decisión. Se limitó a escribir: «Está bien.» Y a preguntar, en el primer momento en que estuvimos solas: «¿Por qué has venido?»
Encontré mi cuarto como lo había dejado. Revisé mis libros, los de estudio y los otros, las novelas de mi adolescencia. Al hojearlos tuve la sensación de que había pasado muchísimo tiempo desde que aquellas páginas suscitaban en mí sentimientos confusos de amores imposibles. Sin embargo, al asomarme a la ventana y ver el campo que nos rodeaba, la gente de la hacienda que entraba y salía a sus trabajos, el cielo azul que se nublaba al atardecer con la amenaza de la tormenta, el olor del aire y de la tierra, me pareció que nunca había salido de allí.
Sobre mi mesa de trabajo había un jarrón con flores amarillas.
¿Mi madre? ¿Remedios? Merceditas, estaba segura. Merceditas, atenta a mi llegada, contenta de verme. Merceditas que se iba a casar muy joven obedeciendo a leyes no escritas que regían la vida de su familia. «No puedes quedarte sola. Tu padre se va a morir y necesitas un hombre cerca.» Recordaba su melancolía cuando me fui a Ciudad de México y pretendía animarla diciendo: «Pronto irás tú también.» «Yo no iré», aseguró. Aunque Octavio estaba entonces sano y fuerte y suficientemente joven para emprender una aventura apasionada. «Nunca dejaré a mi padre», había dicho Merceditas. El recuerdo de esa frase despertó en mi memoria otra parecida de Amelia: «Creo que no fui a la universidad por no separarme de mis padres.» Una reflexión inevitable se interpuso en mis recuerdos: yo me había ido para separarme de mi madre, yo había necesitado dejar atrás la pesadumbre de mi madre, sus trajes negros enlutándola desde tan joven, yo me había ido para vivir sin remordimiento mi propia vida. No era un acto de rebeldía. Yo quería a mi madre, admiraba su entrega a los demás, le agradecía todo lo que me había dado, lo que me había exigido. Pero necesitaba huir de ella, del rictus ácido de su boca, del reproche callado de sus miradas. El reproche nos alcanzaba a todos, nos envolvía en un cerco oprimente, pero especialmente a mi. Me sentía siempre culpable de un error, una omisión o un exceso. Es verdad que la historia de Soledad había acentuado la tristeza y la reserva de mi madre. Pero la opresión que me producía era más profunda, venía de atrás, de la niñez, de los años de la guerra, de cualquier momento que pudiese recordar.
Para cada uno de esos momentos ya había encontrado una explicación. La muerte de mi padre y el abuelo, la derrota, la hostilidad de los vencedores, el aislamiento y la escasez, la muerte de la abuela. Pero después, cuando Octavio entró en nuestras vidas todo había cambiado. La negrura, los lutos, el porvenir incierto quedaron atrás. Durante un tiempo esperé ver a mi madre transformada en una mujer alegre. La recordaba cuando inició el viaje de recién casada por México. Pero, poco a poco, todo se volvió serio y áspero de nuevo. Renacieron los viejos temores, el miedo a la vida, a todo lo que de inesperado y espontáneo y arriesgado tiene la vida: «Cuidado, no hagas esto, cuidado, cuidado.»
Un manto de aflicción me cubría en presencia de mi madre. Al llegar a la adolescencia tuve una clara visión de mi futuro. Tenía que separarme de ella para ser yo misma, para poder equivocarme sola, para estar alegre y vestirme por dentro de amarillos y rojos y azules.
«Acompaña a Merceditas. Vete a ver a don Ramón y doña Adela. Con un poco de suerte encontrarás allí a Rosalía», había dicho mi madre.
Como en otros tiempos, Damián nos condujo a la ciudad. Puebla se adormecía a nuestros pies. Una bruma tenue desdibujaba los perfiles de las iglesias. En las últimas curvas, Merceditas dijo: «Vengo todos los días. Con tanta cosa que preparar. La tía Adela me acompaña, pero así y todo…»
Había hecho el recorrido en silencio, recogida en sus cavilaciones. Me miró y sonrió fugazmente, lo justo para hacerme sentir que estaba encantada de tenerme cerca, que sus preocupaciones eran ajenas a mí y yo podía hacer poco por mitigarlas. Cogí su mano, desmayada sobre el asiento, y la apreté con fuerza.
Al llegar a casa de doña Adela, Merceditas cambió por completo. Aquí daba la imagen de la novia caprichosa y feliz. Enumeraba listas de recados urgentes: zapatos, trajes, cintas, bañadores, pañuelos. Y otros menos apremiantes: el pintor, la cocina, el vestidor, el baño. «Viviremos en Puebla, en un hermoso apartamento que nos dejan mis suegros. Pero eso no corre prisa. Yo, de momento, quiero seguir en la hacienda descansando una buena temporada…» De momento, es decir, hasta que Octavio desaparezca.
«A Tacho le conocerás en unos días. Está de viaje. No para el pobrecito», me aclaró doña Adela.
A cada instante se dirigía a su sobrina: «Acuérdate de Rosalía. ¿Qué le dije yo? Eso no te va, eso no es lo que necesitas. Al final tuvo que darme la razón pero cuando no tenía remedio… Porque estarás de acuerdo en que aquellos tacones para el viaje de novios… Igual que la capa. ¿Una capa para qué? Y a ti te digo lo mismo: si vais a California, ¿para qué tanta cosa? Ropa de playa y basta.»
Ahogaba su tristeza por la enfermedad del hermano en mareas de actividad.
«La celebración va a ser en la hacienda, claro. No vamos a moveros a todos de allí con lo bonito que puede resultar. Ya estoy viendo la casa y la explanada adornada de cadenetas de colores para el baile…»
Desde que llegué estaba deseando tener una oportunidad de hablar a solas con mi madre sobre la enfermedad de Octavio. Acerca de su gravedad no me cabían dudas. La sola contemplación de su ruina física era alarmante. Fue Rosalía, que apareció exhibiendo con orgullo un embarazo avanzado, la que me dio la temida aclaración. En un momento en que su madre revisaba con Merceditas unas pruebas de la modista, Rosalía me dijo: «¿Has visto qué horror lo del tío Octavio?» Yo incliné la cabeza y estaba a punto de preguntarle, cuando ella se adelantó a decirme: «Cáncer.» La apocalíptica palabra quedó suspendida en el aire. Durante el resto de la tarde no pude articular una frase.