Nos disponemos a abandonar Targuist, donde se apagaron los sueños de los dos más célebres caudillos marroquíes. Porque quiere la casualidad que también aquí viviera la desolación de la derrota el astuto Raisuni, el antiguo señor de Yebala, a quien los hombres de Abd el-Krim habían hecho prisionero y trajeron a Targuist para que se humillara ante el rival que había acabado con su poder. El Raisuni, viejo y enfermo, se negó a comer y pidió que le mataran. "El Raisuni nunca querrá ser un prisionero o un perro esclavo en el lugar donde antes reinó como un señor", les escupió a sus captores.
Hoy nos dirigimos precisamente hacia el Yebala, donde nos aguarda el recuerdo de aquel increíble personaje. Por ahora, dejamos atrás Targuist. Apenas diez años después de la caída del emir Abd el-Krim, el pueblo se había convertido en una guarnición española, cuyos habitantes zascandileaban alrededor de los acuartelamientos que les daban de comer. Antonio Acuña, diputado en las Cortes republicanas, la describía así: "Hay campamentos militares, como el de Targuist, con un batallón, una bandera del Tercio, un tabor de Regulares y una batería, rodeado de montañas en pleno Rif. Cualquier sublevación mora sería suficiente para que ocurriera algo parecido a Annual o Xauen. No se deben mantener guarniciones en sitios que no reúnan condiciones estratégicas. No se deben establecer unidades para alimentar ciudades, sino para prevenir cualquier rebeldía". El temor de Acuña no se cumplió, no hubo ningún Annual en Targuist. La única rebeldía en la que terminaron participando los rifeños fue la de la sublevación militar contra la República, de la que fueron valiosa fuerza de choque. Diez años después del colapso de su propia república en Targuist, cruzaban el Estrecho para acabar con la española. La historia tiene, a veces, esas extrañas y desafortunadas simetrías.
Desde Targuist continuamos hacia el oeste, y pronto nos encontramos en una auténtica carretera de montaña, rodeados de árboles. Son los famosos bosques de cedros, que se extienden por doquier. La tupida masa de árboles cubre todas las laderas y proyecta su sombra sobre los recodos del cami no. Podríamos pensar que estamos en los Alpes, si no fuera por el sol intenso y por el calor, que sigue siendo mucho. Por la ventanilla empiezan a entrar, sin embargo, rachas de brisa fresca. A medida que vamos ganando altura, y sobre todo en los tramos más umbríos, la temperatura se va haciendo incluso agradable. En el recorrido encontramos poco tráfico, pero en seguida nos topamos con los primeros controles de la gendarmería. Son menos relajados que los del Rif oriental. Nos escrutan minuciosamente y sacan múltiples y pormenorizadas explicaciones a Hamdani antes de dejarnos pasar. También nos tropezamos con gente que sale de pronto de la cuneta y agita ante nuestros ojos grandes paquetes. Alcanzo a entender lo que alguno de ellos nos grita. Son los anunciados vendedores de hachís, a los que Hamdani, hombre de orden, observa en silencio y sin alterar el gesto.
Salvo estas interrupciones, el viaje por los bosques de las estribaciones del Tidirhin resulta de una amenidad reconfortante; sobre todo, después de los duros secarrales que hemos atravesado hasta aquí. Hamdani lleva el coche siempre a buena marcha, pero sin forzarla hasta el extremo de in quietarnos. Aspiramos el olor vegetal que nos llega a través de las ventanillas abiertas y dejamos que suene alguna de las cintas que trajimos de España. En este momento le toca, por ejemplo a Mano Negra y su Ronde de Nuit: :
Paris se meurt aujourd'hui
De s'être donnée a un bandit,
Un salaud qui lui a pris
Ses nuits blanches.
Es una de esas estúpidas cosas sabrosas de la vida, ponerse a recordar gracias a una canción las blancas noches de París en el corazón de los bosques rifeños. En cualquier caso, el intermedio no dura mucho. De Targuist a Ketama sólo hay 37 kilómetros. A los dos tercios del camino se corona un puerto de 1.500 metros desde el que se desciende, con el Tidirhin siempre a la izquierda, hacia la encrucijada de Ketama. Allí es donde la carretera que atraviesa de este a oeste el Rif, que es la que venimos siguiendo desde Melilla, se une con la llamada Route de l'Unité, que baja hacia Fez y comunica el antiguo Marruecos español con el francés.
El cruce se encuentra en lo más espeso del bosque. Ketama es en realidad un área bastante extensa, llena de campings y lugares de esparcimiento. En las inmediaciones del cruce abundan los comerciantes de hachís. Algunos son chavales de catorce o quince años, que blanden trozos fantásticamente grandes de material. Cuando se percatan de nuestra condición de extranjeros, lo que siempre ocurre tarde, por el camuflaje que en la distancia nos proporciona la matrícula marroquí de nuestro coche, llaman aparatosamente nuestra atención y casi salen al paso del vehículo, convencidos de que un trío de europeos que pasan por Ketama no puede tener otra finalidad que adquirir la mayor cantidad posible de la mercancía que ellos venden.
Dicen que en invierno no es infrecuente que en estos bosques de montaña nieve con cierta intensidad. No tiene nada de raro, porque desde hace un buen rato nos mantenemos siempre por encima de los mil metros. La imagen que entonces deben ofrecer las montañas de Ketama no puede estar más lejos de la imagen tradicional que los españoles tienen de Marruecos y del Rif (suponiendo que del Rif tengan alguna imagen). Y donde nieva sin falta todos los años, salvo que el invierno venga demasiado suave, es en la cumbre del Tidirhin, que se recorta gigantesco en el horizonte.
Algo que tampoco suele saberse es que los últimos combates de la campaña del Rif, librados en la primavera de 1927, tuvieron lugar bajo la nieve, justamente en estas montañas de Ketama. El 26 de marzo de ese año, el último grupo rebelde, al mando del morabito Slitán, atacó el puesto de Tagsut, en la vertiente sur del Tidirhin, y aniquiló a todos los regulares que lo defendían. Al día siguiente, los hombres de Slitán tendieron una emboscada a la columna española de 250 hombres que iba a reconquistar Tagsut, y también acabaron con todos. Furiosos, los españoles mandaron un contingente de 7.000 hombres a rastrear estos valles en busca de Slitán y los suyos. El 11 de abril, en medio de una fortísima tormenta de nieve, los rebeldes atacaron a los españoles que les acechaban. Entre ellos estaba el entonces coronel Mola, que siempre recordaría aquella salvaje batalla bajo la ventisca.
El ataque de Slitán fue una dura prueba para aquellos soldados, veteranos de la guerra de Marruecos, que bien pudieron maldecir la suerte que les había llevado a combatir lo mismo bajo el sol abrasador que bajo aquella nieve infernal. Después de la refriega, Slitán pasó con sus hombres al Marruecos francés y se perdió. Fue la última escaramuza, y la paradoja es que en aquel postrer episodio a los rifeños los mandara precisamente Slitán, un morabito. Abd el-Krim siempre diría que la influencia de estos santones musulmanes, que ganaban su prestigio mediante curaciones y supercherías, había sido nefasta y había impedido la consolidación de la República del Rif. Para el líder rifeño los morabitos eran unos fanáticos ignorantes que destruían el Islam y dificultaban con sus supersticiones el desarrollo moral de su pueblo.
Hoy Ketama es el destino por excelencia de quienes bajan al moro desde España para buscar el hachís.
Oficialmente es un negocio prohibido, pero los cultivos están a la vista de todos y nadie los estorba. Sería un suicidio económico para la región, y si se mira bien, nada es más legítimo que el intento de los rifeños de mejorar su vida con una mercancía que pueden producir ventajosamente y que los europeos tanto codician y tan bien les pagan. Ya que la única riqueza a la que pueden acceder es la que consigan atraer de más allá del Estrecho, tienen el derecho y el deber de intentar sacárnosla por todos los medios. Tampoco, si bien se mira, el hachís está entre las sustancias más peligrosas que se consumen en nuestros pueblos y ciudades. El problema es que algunos de los incautos españoles que se acercan por aquí terminan dando con sus huesos en las cárceles marroquíes. Y aunque las cárceles marroquíes han debido de ser bastante peores en el pasado, resulta dudoso que aún hoy constituyan una experiencia vital que nuestros aburguesados y blandos temperamentos europeos soporten fácilmente. Aunque sólo sea por eso, conviene desoír la llamada de los vendedores de Ketama.
Todavía nos queda un largo camino hasta Xauen, donde nos gustaría disponer de algún tiempo esta tarde. Así que dejamos atrás Ketama, con sus campamentos de vacaciones, sus cedros y su hachís a granel. Ahora que conocemos sus bosques, podemos completar y perfilar el recuerdo de aquellas últimas y ya olvidadas escaramuzas sobre la nieve, o de aquellos conciliábulos de los rebeldes rifeños en las sucesivas guerras, cuando en esta sombra acariciante se decidía la muerte de los desprevenidos campesinos españoles disfrazados de soldados, en los lejanos arenales de Melilla o en las áridas montañas de Tensamán. Tampoco puedo resistirme a imaginar a Slitán desplegándose con los suyos entre los árboles y surgiendo de pronto de la niebla, para caer sobre los legionarios ateridos con la furia de su yihad desesperada y terminal. Siempre puede ser ilustrativo consignar, sin embargo, que Slitán terminó regresando del Marruecos francés, y que de 1940 a 1952 fue caíd de Targuist, nombrado por los españoles. Los rifeños siempre han mostrado una curiosa mezcla de fiereza y de sentido práctico. La misma mezcla que hoy exhiben los desparpajados traficantes de Ketama.
Proseguimos viaje hacia el oeste, siempre entre cedros y subiendo y bajando los inacabables montes del Rif. De vez en cuando nos para la gendarmería y Hamdani tiene que emplearse a fondo. Su habilidad con los gendarmes es prodigiosa. Los trata con astuta reverencia y consigue que no nos obliguen ni una sola vez a abrir el maletero. En uno de los controles observamos cómo los gendarmes extreman el celo obligando a un emigrante a deshacer el enorme fardo que descansa sobre el techo de su vehículo, de matrícula francesa. El emigrante protesta, se queja, implora. El gendarme permanece imperturbable y le indica con secos movimientos de cabeza que continúe. Quizá la negociación termine de cerrarse poco después de que nosotros nos marchemos, pero el ritual siempre es complicado. El emigrante deberá adivinar qué es lo que está dispuesto a aceptar el gendarme, ofrecérselo, persuadirle. O quizá el gendarme sea sólo un funcionario escrupuloso que sospecha algo y el fardo terminará completamente deshecho en el suelo. Si es así, el emigrante perderá un par de horas en reconstruirlo. Una lástima, porque parece un buen hombre, incapaz de nada. Sus dos hijas contemplan asustadas la escena; su mujer, con estoica y fatigada resignación.