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VIII LA RETIRADA DEL MAR DE ARABIA

Srinivas, el comerciante en juguetes, de vez en cuando amenazaba a su esposa e hijos diciendo que un día, cuando se cansara del mundo material, lo abandonaría todo, incluido su nombre, y se haría sanyasi y que iría de pueblo en pueblo pidiendo limosna con una escudilla y un cayado. La señora Srinivas no se impresionaba por estas amenazas, porque sabía que su orondo y jovial marido gustaba de ser considerado un hombre devoto y también un poquito aventurero (¿no se había empeñado en hacer aquel absurdo y espeluznante vuelo por el Gran Cañón cuando estuvieron en Amrika años atrás?), y la idea de convertirse en un santón mendicante satisfacía ambas aspiraciones. Y cuando ella veía el vasto trasero de su esposo bien encajado en un sillón en el porche delantero, contemplando el mundo a través de una robusta tela metálica; o cuando le veía jugar con Minoo, la menor de sus hijas, que tenía cinco años; o cuando observaba que su apetito, lejos de disminuir a proporciones de escudilla, aumentaba apaciblemente a medida que pasaban los años, la señora Srinivas fruncía los labios, adoptaba el aire despreocupado de una belleza cinematográfica (aunque poseía unas carnes tan abundantes y temblonas como las de su marido) y entraba en casa silbando. Por ello, cuando encontró el sillón vacío y el vaso de zumo de lima sin terminar en uno de sus brazos, se quedó atónita. A decir verdad, ni el propio Srinivas llegó a explicarse qué le hizo abandonar su cómodo porche aquella mañana y acercarse a ver la llegada de los vecinos de Titlipur. Los chiquillos de la calle, que lo sabían todo una hora antes de que ocurriera, anunciaban la llegada de una extraña procesión que venía con bultos y carretas por el camino de las patatas en dirección a la carretera principal, conducida por una muchacha de pelo plateado y con grandes nubes de mariposas volando sobre sus cabezas, y seguida de Mirza Saeed Akhtar en un «combi» Mercedes-Benz verde aceituna, con una cara como si se le hubiera atragantado un hueso de mango.

Chatnapatna, a pesar de sus silos de patatas y sus famosas fábricas de juguetes, no era tan grande como para que la llegada de ciento cincuenta personas pudiera pasar inadvertida. Poco antes de que llegara la procesión, Srinivas había recibido a una delegación de trabajadores que pedían permiso para detener la fabricación durante un par de horas, a fin de ir a ver el acontecimiento. Él, pensando que de todos modos se marcharían, accedió. Pero personalmente permaneció algún tiempo tercamente plantado en su porche, tratando de fingir que las mariposas de la excitación no habían empezado a revolotear en su amplio abdomen. Después, confesaría a Mishal Akhtar: «Fue un presentimiento. ¿Qué puedo decir? Yo sabía que todos vosotros no veníais sólo a merendar. Ella venía a buscarme.»

Titlipur llegó a Chatnapatna entre una algarabía de llantos y gritos de niños, quejidos de ancianos y chistes amargos de Osman, el del toro bum-bum, por el que Srinivas no sentía la menor simpatía. Luego, los chiquillos de la calle informaron al rey de los juguetes que entre los viajeros estaban la esposa y la suegra de Mirza Saeed, zamindar de Titlipur, y que venían andando, como los campesinos, vestida con pijama de algodón, sin alhajas. Fue entonces cuando Srinivas, caminando pesadamente, se acercó al parador del camino en torno al que se apiñaban los peregrinos de Titlipur, entre los que se repartía parathas y bhurta de patata. Srinivas llegó al mismo tiempo que el jeep de la policía de Chatnapatna. El inspector estaba de pie sobre el asiento al lado del conductor y gritaba por un megáfono que pensaba tomar medidas severas contra esta marcha «comunal» si no se dispersaba inmediatamente. Cuestión de hindúes y musulmanes, pensó Srinivas; malo, malo.

La policía trataba la peregrinación como una especie de demostración sectaria, pero cuando Mirza Saeed Akhtar se adelantó y expuso el caso al inspector, éste se sintió desconcertado. A Sri Srinivas, un brahmán, evidentemente, no se le habría pasado por la imaginación hacer una peregrinación a La Meca, pero quedó impresionado. Se abrió paso entre la multitud para oír lo que decía el zamindar: «Y es propósito de esta buena gente llegar hasta el mar de Arabia, convencidos de que las aguas se retirarán para que ellos puedan cruzar.» La voz de Mirza Saeed era débil y el inspector, jefe del puesto de Chatnapatna, no quedó convencido. «¿Lo cree realmente, ji?» Mirza Saeed dijo: «Yo no. Pero ellos lo creen ciegamente. Yo trataré de disuadirles antes de que ocurra algo grave.» El jefe de Policía, todo correajes, bigotes y autosuficiencia, movió la cabeza. «Pero ¿cómo quiere que yo permita que se congreguen en la calle tantos individuos? Pueden inflamarse los ánimos y producirse incidentes.» En aquel momento, la muchedumbre se retiró hacia los lados y Srinivas vio por primera vez la figura fantástica de la muchacha vestida enteramente de mariposas con una melena como la nieve que le llegaba hasta los tobillos. «Arré deo -exclamó-. ¿Eres tú, Ayesha? -Y agregó, estúpidamente-: ¿Dónde están mis muñecos de Planificación Familiar?»

Sus palabras cayeron en el vacío; todos miraban a Ayesha, que se acercaba al arrogante jefe de Policía. Ella no dijo nada, sólo sonrió moviendo afirmativamente la cabeza, y él pareció quedarse con veinte años menos y, con el acento de un niño de diez u once años, dijo: «Está bien, está bien, mausi. Perdona, ma. No quise ofender. Discúlpame, te lo ruego.» Y aquí terminaron los problemas con la policía. Después, por la tarde, a la hora de más calor, un grupo de jóvenes hindúes de la ciudad empezaron a arrojar piedras desde los tejados de edificios próximos, y el jefe de Policía los mandó al calabozo antes de dos minutos.

«Ayesha, hija -dijo Srinivas, hablando al vacío-, ¿qué demonios te ha pasado?»

Durante las horas de calor, los peregrinos descansaban aprovechando las sombras que buenamente encontraban. Srinivas deambulaba entre ellos como en sueños, profundamente conmovido, seguro de que, inexplicamente, su vida había llegado a una encrucijada. Constantemente buscaba con la mirada la figura transformada de Ayesha, la vidente, que descansaba a la sombra de un pipal en compañía de Mishal Akhtar, de su madre, Mrs. Qureishi y del enamorado Osman con su toro. Al fin, Srinivas se tropezó con el zamindar Mirza Saeed, que estaba tendido en el asiento trasero de su Mercedes-Benz, despierto y atormentado. Srinivas se dirigió a él hablándole con humilde perplejidad. «Sethji, ¿tú no crees en la muchacha?»

«Srinivas -respondió Mira Saeed incorporándose-, nosotros somos hombres modernos. Nosotros sabemos, por ejemplo, que los viejos se mueren en los viajes largos, que Dios no cura el cáncer y que los mares no se abren. Nosotros tenemos que poner fin a esta estupidez. Ven conmigo, en el coche hay sitio de sobra. Quizá puedas ayudarme a disuadir a esta gente; Ayesha te está agradecida, quizás a ti te escuche.»

«¿Ir en el coche? -Srinivas se sentía indefenso, como si unas fuertes manos le agarraran de las extremidades-. Pero yo tengo mi negocio.»

«Para muchos de los nuestros, ésta es una misión suicida -insistió Mirza Saeed-. Necesito ayuda. Naturalmente, podría pagarte.»

«El dinero no importa. -Srinivas retrocedió, ofendido-. Perdona, Sethji, pero tengo que pensarlo.»

«¿Pero no te das cuenta? -gritó Mirza Saeed mientras Srinivas se alejaba-. Tú y yo no somos gente corriente. ¡El bhai-bhai hindú-musulman! Nosotros podemos abrir un frente secular contra esta farsa.»

Srinivas volvió. «Es que yo soy creyente -protestó-. Tengo en la pared el cuadro de la diosa Lakshmi.»

«La riqueza es una diosa excelente para un comerciante», dijo Mirza Saeed.

«Y también la tengo en el corazón», agregó Srinivas. Mirza Saeed se impacientó. «Las diosas, por mi vida. Hasta vuestros filósofos reconocen que no son más que conceptos abstractos. Encarnaciones del shakti que, en sí, es una idea abstracta: la fuerza dinámica de los dioses.»

El comerciante en juguetes miraba a Ayesha dormida bajo su colcha de mariposas. «Yo no soy filósofo, Sethji», dijo. Ni dijo que que el corazón le había dado un vuelco al darse cuenta de que la muchacha dormida y la diosa del calendario de la pared de su fábrica tenían idéntica cara.

* * *

Cuando la peregrinación salió de la ciudad, Srinivas se fue con ella, haciendo oídos sordos a las súplicas de su esposa que, con el pelo revuelto, blandía a la pequeña Minoo en la cara de su marido. Srinivas dijo a Ayesha que, si bien él no deseaba ir a La Meca, sentía el deseo de acompañarla un trecho, quizás hasta la orilla del mar.

Cuando Srinivas se unió a los vecinos de Titlipur y acomodó el paso al del hombre que iba a su lado, observó, perplejo e intimidado, la inmensa nube de mariposas que, como una sombrilla gigantesca, protegía del sol a los peregrinos. Era como si las mariposas de Titlipur hubieran asumido las funciones del gran árbol. Después profirió un grito de temor, asombro y placer, porque unas cuantas docenas de aquellas criaturas con alas de camaleón se habían posado en sus hombros y, al instante, habían adquirido el exacto tono escarlata de su camisa. Entonces reconoció al hombre que iba a su lado: era el sarpanch Muhammad Din, que había preferido no caminar en cabeza. Él y Khadija, su esposa, caminaban con alegría, a pesar de su avanzada edad, y cuando Muhammad Din vio la bendición lepidóptera que se posaba sobre el comerciante de juguetes, le tomó de la mano.

* * *

Era evidente que las lluvias no llegarían. Hileras de reses flacas emigraban por los campos, en busca de agua. El amor es agua, habían escrito con cal en la pared de ladrillo de una fábrica de motocicletas. Por el camino se encontraron con otras familias que se dirigían al Sur con la vida en un hato cargado sobre el lomo de un asno moribundo, y también ellas iban en busca del agua. «Pero no maldita agua salada -gritó Mirza Saeed a los peregrinos de Titlipur-. ¡Ellos no buscan un mar que se divida en dos! Ellos quieren vivir, y vosotros, locos, queréis morir.» Los buitres se agrupaban junto a la carretera para ver desfilar a los peregrinos.

Mirza Saeed pasó las primeras semanas de la peregrinación al mar de Arabia en un estado de permanente agitación histérica. Se viajaba por la mañana y al atardecer, y entonces Saeed saltaba de su coche para suplicar a su esposa moribunda. «Sé sensata, Mishu. Eres una enferma. Por lo menos, échate en el coche, deja que te friccione los pies.» Pero ella se negaba, y su madre le ahuyentaba. «Mira, Saeed, con tu actitud negativa deprimes a cualquiera. Vete a beber tu batido de coke en tu vehículo refrigerado y déjanos en paz a los yatris.» Después de la primera semana, el vehículo refrigerado se quedó sin chófer. El mecánico de Mirza Saeed presentó la dimisión y se unió a los caminantes, por lo que el zamindar se vio obligado a sentarse al volante. Después de aquello, cada vez que le acometía la ansiedad, tenía que parar el coche, aparcar y correr alocadamente adelante y atrás entre los peregrinos, amenazando, suplicando y ofreciendo sobornos. Por lo menos una vez al día maldecía a Ayesha en su propia cara por haber destrozado su vida, pero nunca podía seguir apostrofándola mucho rato, porque cada vez que la miraba la deseaba tanto que se sentía avergonzado. El cáncer había empezado a volver gris la piel de Mishal, y también Mrs. Qureishi empezaba a estropearse; sus aires mundanos se habían desintegrado y tenía grandes ampollas en los pies. Pero rechazaba rotundamente los ofrecimientos de Saeed de llevarla en el coche. El hechizo que Ayesha había lanzado sobre los peregrinos conservaba toda su fuerza. Y al final de aquellas incursiones al centro de la peregrinación, Mirza Saeed, sudoroso y mareado por el calor y la creciente desesperación, advertía que los caminantes habían dejado atrás el coche, y él tenía que trotar hasta él solo y contrariado. Un día, al volver al coche, vio que la cáscara de un coco arrojada desde un autobús le había roto el parabrisas dejándolo como una telaraña cuajada de moscas plateadas. Tuvo que sacar a golpes los fragmentos del parabrisas, que parecían reírse de él al caer en la carretera y en el interior del coche, como si le hablaran de la fugacidad y futilidad de las posesiones materiales; pero el hombre secular vive en el mundo material, y Mirza Saeed no estaba dispuesto a romperse tan fácilmente como un parabrisas. Por la noche se acostaba en una esterilla al lado de su esposa, bajo las estrellas, al borde de la carretera. Cuando le refirió lo de la rotura del coche, ella le ofreció flaco consuelo. «Es una señal -le dijo-. Abandona el coche y únete a nosotros.»

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