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V UNA CIUDAD VISIBLE PERO NO VISTA

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«Una vez me he convertido en búho, ¿cuál es el conjuro o antídoto que me devuelve mi forma natural?» Mr. Muhammad Sufyan, dueño del Shaandaar Café y de la casa de huéspedes situada encima, mentor de la variopinta transeúnte y multirracial clientela de ambos, de vuelta de todo, el menos doctrinario de los hajis y el menos vergonzante de los videomaníacos, ex maestro de escuela, autodidacta en textos clásicos de muchas culturas, cesado de su cargo en Dhaka por diferencias culturales con ciertos generales en los viejos tiempos en los que Bangladesh era simplemente un Ala Este y, por lo tanto, en sus propias palabras, «menos un inmig que un enano emig», humorística alusión a su corta talla, porque si bien era hombre ancho, de pecho y brazo robusto, no alzaba del suelo más que sesenta y una pulgadas, parpadeaba en la puerta de su dormitorio, despertado por perentoria llamada de medianoche de Jumpy Joshi, mientras limpiaba sus gafas de media montura con el borde de su kurta estilo bengalí (con las cintas atadas en la nuca, en un pulcro lazo), luego apretó los párpados sobre sus ojos miopes, volvió a ponerse los lentes, mesó barba alheñada sin bigote, aspiró a través de los dientes y respondió a la ahora indiscutible cornamenta de la frente del individuo tembloroso al que Jumpy parecía haber recogido, como un gato, con la frase citada, robada con encomiable agilidad mental para una persona que acaba de ser sacada del sueño, a Lucio Apuleyo de Madaura, sacerdote marroquí, 120-180 d. C. aprox., colonial de un Imperio anterior, persona que negó las acusaciones de haber embrujado a una viuda rica, aunque confesó, con cierta perversión, que en anterior etapa de su carrera él había sido transformado, por arte de brujería en (no búho sino) asno. «Sí, sí -prosiguió Sufyan saliendo al pasillo y soplándose las manos con una bruma blanca de aliento invernal-. Pobre infeliz, pero de nada sirve insistir en ello. Se impone adoptar una actitud constructiva. Despertaré a mi esposa.»

Chamcha era todo barba de rastrojo y mugre. Llevaba una manta a guisa de toga bajo la cual asomaba la regocijante monstruosidad de unas pezuñas de macho cabrío y, en la parte superior del cuerpo, la cruel ironía de una chaqueta de piel de cordero prestada por Jumpy, con el cuello subido, que ponía los lanudos rizos a pocos centímetros de unos puntiagudos cuernos. Parecía incapaz de hablar, se movía torpemente y tenía los ojos apagados; por más que Jumpy trataba de animarle -«Ya verás cómo esto lo arreglamos en un abrir y cerrar de ojos»-, él, Saladin, se mostraba el más abúlico y pasivo de los -¿qué?-, digamos de los sátiros. Sufyan, entretanto, seguía brindando consuelo a base de Apuleyo: «En el caso del asno la retrometamorfosis exigió la intervención personal de la diosa Isis -dijo, radiante-. Pero dejemos los viejos tiempos para los anticuados. En su caso, mi joven caballero, el primer paso tal vez debería ser un bol de buena sopa caliente.»

En este punto, sus amables palabras fueron ahogadas por la intervención de una segunda voz, elevada en potente terror operístico; y a los pocos momentos su pequeña figura fue empujada y desplazada por una mujer de montañosas carnes que parecía indecisa entre apartarlo a un lado o utilizarlo a modo de escudo protector. El nuevo personaje, agazapado detrás de Sufyan, extendió un brazo tembloroso a cuyo extremo oscilaba un dedo índice rollizo, de uña escarlata. «¿Qué es eso? -aulló- ¿Qué criatura ha caído sobre nosotros?» «Es amigo de Joshi -dijo Sufyan suavemente y, volviéndose hacia Chamcha, agregó-: Disculpe, se lo ruego, la sorpresa, etcétera, ¿no es cierto? De todos modos, permítame presentarle a mi señora, mi begum sahiba, Hind.»

«¿Qué amigo? ¿Cómo amigo? -dijo la mujer, que seguía refugiándoseescudándose en él-. Ya Allah, ¿es que no tienes ojos a cada lado de la nariz?»

El pasillo -suelo de madera desnuda, papel floral desgarrado en las paredes- empezaba a llenarse de soñolientos residentes. Entre ellos destacaban dos muchachas, una con peinado de púas y la otra con cola de caballo que, relamiéndose con la oportunidad de demostrar su pericia en las artes marciales (aprendidas de Jumpy) en las especialidades de karate y Wing Chun: eran las hijas de Sufyan, Mishal (diecisiete años) y Anahita (quince), salieron de su dormitorio saltando, con su atuendo de lucha, pijama Bruce Lee abierto sobre camiseta con la efigie de la nueva Madonna, descubrieron al infortunado Saladin, y sacudieron la cabeza con los ojos muy abiertos, encantadas.

«Radical», dijo Mishal aprobativamente. Y su hermana asintió: «Crucial. De puta madre.» Pero su madre no le reprochó el lenguaje soez; Hind estaba pensando en otra cosa, y gimió con más fuerza que nunca: «Miren a este marido mío. ¿Qué especie de haji es esto? Es el mismo Shaitan que ha entrado por nuestra puerta, y se me obliga a ofrecerle yakhni de pollo caliente, preparado por mis propias manos.» En aquellos momentos era inútil que Jumpy Joshi suplicara a Hind un poco de tolerancia, que tratara de dar explicaciones y pedir solidaridad. «Si no es el diablo en persona -dijo la dama de agitado pecho irrefutablemente-, ¿de dónde viene ese aliento pestilente que respira? ¿Del Jardín Perfumado quizá?»

«Bostan, no Gulistan -dijo Chamcha de pronto-. Vuelo AI-420.» Pero, al oír su voz, Hind lanzó un grito de pavor y salió corriendo hacia la cocina.

«Mister -dijo Mishal a Saladin mientras su madre huía escaleras abajo-, para asustarla a ella de esa manera, ya hay que ser malo.»

«Malvado -convino Anahita-. Bienvenido a bordo.»

* * *

La tal Hind, ahora tan encastillada en el aspaviento exclamatorio, fue un día -aunque parezca increíble- la más ruborosa de las novias, la esencia de la dulzura, la encarnación de la tolerancia y la placidez. En su calidad de esposa del erudito maestro de escuela de Dhaka, se impuso de sus deberes con la mejor voluntad: ella sería la compañera perfecta, llevaba a su marido té con aroma de cardamomo cuando él se quedaba hasta muy tarde corrigiendo exámenes, procuraba congraciarse con el director del colegio en la excursión anual del personal de la escuela, se peleaba con las novelas de Bibhutibushan Banerji y la metafísica de Tagore, en su empeño por ser más digna de un esposo que con la misma facilidad citaba el Rig-Veda que el Quran-Sharif que las crónicas militares de Julio César que las Revelaciones de san Juan el Divino. En aquellos tiempos, ella admiraba la versátil amplitud de criterio de su marido y, en su cocina, se esforzaba por alcanzar un eclecticismo paralelo, y aprendió a preparar tanto los dosas y uttapams de la India del Sur como las suaves albóndigas de Kashmir. Poco a poco, su adopción de la causa del pluralismo económico se convirtió en gran pasión, y mientras el secularista Sufyan tragaba las múltiples culturas del subcontinente -y no vamos a pretender que la cultura occidental no está presente; después de tantos siglos, ¿cómo no iba a formar parte de nuestro patrimonio?-, su esposa guj. saba, y consumía en crecientes cantidades, su comida. Mientras, Hind devoraba las sabrosas especialidades de Hyderabad y las refinadas salsas al yogur de Lucknow, su cuerpo empezó a alterarse, porque tanta comida tenía que instalarse en alguna parte, y ella empezó a parecerse al anchuroso y ondulado paisaje, al subcontinente sin fronteras, porque la comida cruza cualquier barrera que puedas imaginar.

Mr. Muhammad Sufyan, sin embargo, no aumentaba de peso; ni una tola, ni una onza.

Su negativa a engordar fue el principio del problema. Cuando su mujer le reprochaba: «¿No te gustan mis guisos? ¿Por quién hago yo todas estas cosas y me hincho como un globo?», él respondía dulcemente, levantando la mirada (ella era más alta) por encima de sus lentes de media montura: «La moderación también está entre nuestras tradiciones, Begum. Come dos bocados menos del hambre que tengas: mortificación, la senda del ascetismo.» Qué hombre: conocía todas las respuestas, pero no había manera de tener con él una buena pelea.

La moderación no iba con Hind. Quizá si Sufyan se hubiera lamentado, si aunque no fuera más que una vez hubiera dicho: yo creí que me casaba con una mujer, pero ahora abultas por dos, si él le hubiera dado un incentivo, tal vez entonces ella habría desistido, y por qué no, naturalmente que sí; de manera que la culpa era de él, por carecer de agresividad; ¿qué clase de hombre es el que no es capaz de insultar a una esposa gorda? En realidad, era perfectamente posible que Hind no hubiera podido renunciar a sus comilonas aunque Sufyan hubiera proferido las imprecaciones y súplicas correspondientes; pero, puesto que él callaba, Hind seguía comiendo y echándole la culpa de su gordura.

En realidad, una vez empezó a culparle, descubrió que había otras muchas cosas que reprochar; y también descubrió que tenía lengua, por lo que en el humilde apartamento del maestro de escuela resonaban con regularidad los rapapolvos que él, por debilidad, no administraba a sus alumnos. Se le reconvenía, sobre todo, por sus principios excesivamente elevados, gracias a los cuales, decía Hind, ella sabía que él nunca le permitiría llegar a ser la esposa de un hombre rico; porque, ¿que podía uno decir de un hombre que, al observar que el banco por error le había abonado en cuenta el sueldo dos veces en un mismo mes, se apresuraba a llamar su atención sobre el error y devolver el dinero? ¿Qué esperanza había para un maestro que cuando el más rico de los padres de sus alumnos fue a verle, se negó categóricamente a aceptar las consabidas gratificaciones por servicios prestados a la hora de corregir el examen del crío?

«Pero esto aún podría perdonarlo», murmuraba en tono amenazador, dejando en el aire el resto de la frase que era de no ser por tus dos grandes faltas: tus crímenes sexuales y políticos.

Desde su matrimonio, la pareja realizaba el acto sexual de tarde en tarde, completamente a oscuras, en absoluto silencio y casi total inmovilidad. A Hind nunca se le hubiera ocurrido retorcerse ni ondularse, y puesto que Sufyan parecía arreglárselas con un mínimo de movimiento, ella dedujo -así lo había supuesto siempre- que, en estas cuestiones, los dos tenían el mismo criterio, es decir, el de que era un asunto sucio, del que no se hablaba antes ni después y al que no se prestaba mucha atención mientras. El que tardara en concebir lo atribuía ella a un castigo divino por sabe Dios qué pecados de su pasado; pero el que las dos veces le naciera niña se negó a achacarlo a Alá y prefirió pensar que se debía a la debilidad de la semilla que el apocado de su marido le había implantado, opinión que no se abstuvo de expresar con gran énfasis, y espanto de la comadrona, en el mismo momento del nacimiento de la pequeña Anahita. «Otra niña -jadeó con desdén-. Bien, si pienso en quién me la hizo, puedo considerarme afortunada de que no sea una cucaracha o un ratón.» Después de la segunda niña, dijo a Sufyan ya basta y lo envió a dormir al recibidor. Él acató sin rechistar su decisión de no tener más hijos; pero entonces ella descubrió que el muy depravado creía que aún podía entrar de vez en cuando en la oscura habitación para realizar el extraño rito de silencio y casi inmovilidad al que ella se sometiera únicamente en aras de la reproducción. «¿Qué te has creído? -le gritó la primera vez que él lo intentó-. ¿Que yo hago eso por diversión?»

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