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II MAHOUND

Gibreel, cuando se somete a lo inevitable, cuando, con párpados pesados, se desliza hacia visiones de su peripecia angélica, se cruza con su amante madre que tiene para él un nombre diferente, Shaitan, le llama, Shaitan, ni más ni menos, porque él ha estado enredando con los tiffins que hay que llevar a la ciudad, para almuerzo de los oficinistas, chico travieso, ella corta el aire con la mano, el muy granuja ha puesto recipientes de carne destinados a los musulmanes en las bolsas de los hindúes no vegetarianos y los clientes se han indignado. Diablillo, le reprende, pero luego lo toma en brazos, mi pequeño farishta, los niños ya se sabe, y él la deja atrás mientras sigue hundiéndose en el sueño y creciendo a medida que va cayendo, y aquella caída empieza a parecer una huida, y la voz de su madre flota hasta él desde lo hondo, baba, mira cómo has crecido, qué enorme, ah, ah, palmadas. Él, gigantesco, sin alas, tiene los pies en el horizonte y los brazos alrededor del sol. En los primeros sueños, él ve comienzos: Shaitan, expulsado del cielo, extiende el brazo hacia una rama de la Cosa Suprema, el loto del último confín que está debajo del Trono, pero Shaitan no lo alcanza, cae, plaf. Pero siguió viviendo, no estaba, no podía estar muerto, cantaba desde las profundidades del infierno sus versos suaves y seductores. Oh, las dulces canciones que él cantaba y en las que sus hijas hacían coro diabólico, sí, las tres, Lat Manat Uzza, niñas sin madre que ríen con su abba, que esconden la risa con la mano mirando a Gibreel, ya verás la broma que te reservamos, a ti y al comerciante de la montaña. Pero antes del comerciante hay otras historias, aquí tenemos al arcángel Gibreel mostrando la fuente de Zamzam a Hagar, la egipcia, para que, cuando el profeta Ibrahim la abandone en el desierto con el hijo de ambos, ella pueda beber el agua fresca del manantial y salvar la vida. Y, después, cuando el jurhum ciegue la fuente de Zamzam con barro y gacelas doradas, por lo que estará perdida durante algún tiempo, él volverá a mostrarla, a Muttalib, el de las tiendas escarlata, padre del niño de pelo de plata que, a su vez, engendrará al comerciante. El comerciante: aquí viene ya.

A veces, mientras duerme, Gibreel se siente dormir, fuera del sueño, se siente soñar que sueña, y entonces llega el pánico. Oh, Dios, exclama, Oh, tododiós, aladiós, estoy perdido, pobre de mí. Tengo cascada la sesera, estoy completamente loco, un babuino chiflado, una cabra. Lo mismo que sintió él, el comerciante, la primera vez que vio al arcángel: pensó que estaba pirado, quiso tirarse desde una peña, desde una peña muy alta, una peña en la que crecía un loto desmedrado, una peña tan alta como el techo del mundo.

Ya viene, ya sube por el monte Cone, camino de la cueva. Feliz cumpleaños: hoy cumple cuarenta y cuatro. Pero, aunque allá abajo, a su espalda, la ciudad bulle en fiestas, él sube solo. No hubo para él traje nuevo de cumpleaños, bien planchado y doblado al pie de la cama. Hombre de gustos ascéticos. (¿Qué extraño tipo de comerciante es éste?)

Pregunta: ¿Qué es lo contrario de fe?

No es descreimiento. Excesivamente definitivo, cierto, terminante. En sí es una especie de creencia.

La duda.

En la condición humana; pero ¿y en la angélica? A medio camino entre Aladiós y el homosap, ¿dudaron alguna vez? Sí; un día, desafiando la voluntad de Dios, se escondieron debajo del Trono para murmurar, osaron preguntar cosas prohibidas: antipreguntas. Es lícito que. No podría cuestionarse. Libertad, la vieja anti. Él los calmó, naturalmente, utilizando artes empresariales a lo divino. Los halagó: vosotros seréis los instrumentos de mi voluntad en la tierra, de la salvacondenación del hombre y demás etcétera. Y, en un abrir y cerrar de ojos, fin de la protesta, adelante con las aureolas y vuelta al trabajo. A los ángeles se les apacigua con facilidad; conviértelos en instrumentos y tocarán la música que quieras. Los humanos son más duros de pelar, todo lo dudan, incluso lo que está delante de sus propios ojos. Y detrás de sus ojos. Aquello que, cuando les pesan los párpados, desfila por dentro… los ángeles lo que se dice mucha voluntad no tienen. Voluntad es discrepancia; no sumisión; disensión.

Ya lo sé; discurso de diablo, Shaitan que interrumpe a Gibreel.

¿Yo?

El comerciante: tiene el aspecto que debe tener, frente alta, nariz aguileña, hombros anchos, caderas estrechas. Estatura mediana, taciturno, vestido con dos trozos de lienzo, cada uno de cuatro varas, uno alrededor del cuerpo y el otro sobre el hombro. Ojos grandes, pestañas largas, como de muchacha. Sus pasos pueden parecer muy largos para sus piernas, pero es hombre de pie ligero. Los huérfanos aprenden a ser blancos móviles, andan de prisa, tienen reacciones rápidas, cautela. Sube por entre los espinos y los opabálsamos, saltando pedruscos, es hombre ágil y fuerte, no un usurero fofo. Y, sí, insisto: no abundan los comerciantes que se vayan al desierto, que suban al monte Cone, a veces un mes seguido, únicamente para estar solo.

Su nombre: nombre de sueño, cambiado por la visión. Correctamente pronunciado significa: «aquel para el que gracias deben ser dadas», pero él no atendería; tampoco, aunque él sabe cómo le llaman, cuál es el apodo que le dan en Jahilia, allá abajo -aquel que sube y baja el viejo Coney-. Aquí no es Muhammad ni es MoeHammered, sino que ha adoptado el mote que le colgaron los farangis. Insultos convertidos en blasón: whigs, tories, blacks, todos optaron con orgullo por el nombre que se les daba con desdén. Así también nuestro solitario escalador de montañas con vocación de profeta será el coco medieval que asusta a los niños, sinónimo del diablo: Mahound.

Éste es él. Mahound, el comerciante, que sube su tórrida montaña del Hijaz. A sus pies, brilla al sol el espejismo de una ciudad.

* * *

La ciudad de Jahilia está construida toda de arena, sus muros están formados por el desierto en el que se levanta. Es una visión extraña: amurallada, con cuatro puertas, toda ella un milagro realizado por sus ciudadanos que dominan el arte de transformar la fina arena blanca de estas remotas dunas -el mismo símbolo de la inconsistencia, la quintaesencia de lo inconstante, fluido, engañoso, efímero- y, por medio de la alquimia, han hecho de ella el material de su recién inventada permanencia. Este pueblo se encuentra sólo a tres o cuatro generaciones de su pasado nómada, de la época en la que tenía tan poco arraigo como las dunas o creía que el camino era el hogar.

– El emigrante, por el contrario, puede prescindir totalmente del viaje; no es más que un mal necesario; lo que importa es llegar-.

Bien, muy recientemente y como buenos comerciantes que son, los jahilianos se establecieron en la intersección de las rutas de las grandes caravanas y domeñaron las dunas. Ahora la arena sirve a los poderosos mercaderes urbanos. Prensada en adoquines, pavimenta las tortuosas calles de Jahilia; por la noche, llamas doradas arden en braseros de arena bruñida. Hay cristales en las ventanas, en las largas y estrechas ventanas abiertas en las altísimas paredes de arena de los palacios de los comerciantes; en los callejones de Jahilia los carros tirados por asnos avanzan sobre suaves ruedas de silicio. Yo, en mi maldad, a veces imagino que llega por el desierto una ola gigante, un alto muro de agua espumeante y rugiente, una catástrofe líquida llena de barcos crujientes y brazos náufragos, un maremoto que arrasaría estos orgullosos castillos de arena, reduciéndolos a los granos de los que salieron. Pero aquí no hay olas. El agua es la enemiga de Jahilia. Es transportada en cántaros de barro y no puede ser derramada (el código penal señala duros castigos para los infractores) porque dondequiera que cae una gota la ciudad se erosiona alarmantemente. Las casas se inclinan y vacilan. Los aguadores de Jahilia son una necesidad odiosa, parias imprescindibles y, por lo tanto, inexcusables. En Jahilia nunca llueve; en los jardines de silicio no hay fuentes. Unas cuantas palmeras crecen en patios cerrados y sus raíces han de recorrer gran trecho en busca de humedad. El agua de la ciudad procede de arroyos y fuentes subterráneas, una de ellas, la fabulosa Zamzam, situada en el corazón de la concéntrica ciudad de arena, junto a la Casa de la Piedra Negra. Aquí, en Zamzam, un behesti, un despreciado aguador, extrae el fluido vital y peligroso. El aguador tiene nombre: se llama Khalid.

Jahilia, ciudad de comerciantes. El nombre de la tribu es Shark.

En esta ciudad, Mahound, el comerciante-profeta, está fundando una de las grandes religiones del mundo; y en este día, el día de su cumpleaños, ha llegado a la encrucijada de su vida. Una voz le susurra al oído: ¿Qué clase de idea eres tú? ¿Hombre o ratón?

Nosotros conocemos la voz. Ya la oímos una vez.

* * *

Mientras Mahound trepa al Coney, Jahilia celebra otro aniversario. En los tiempos antiguos, el patriarca Ibrahim llegó a este valle con Hagar e Ismail, el hijo de ambos. Aquí, en este desierto, la abandonó. Ella le preguntó ¿puede ser esto voluntad de Dios? Y él respondió lo es. Y se marchó, el muy canalla. Desde el principio, los hombres han utilizado a Dios para justificar lo injustificable. Sus designios son insondables, dicen los hombres. No es de extrañar, entonces, que las mujeres se hayan vuelto hacia mí… Pero no nos desviemos; Hagar no era una pécora. Ella tenía confianza: pues entonces él no permitirá que yo muera. Cuando Ibrahim la dejó ella dio de mamar al niño hasta que se quedó sin leche. Luego subió dos montañas, Safa y Marwah, corriendo de una a otra en su desesperación, tratando de descubrir una tienda, un camello, un ser humano. No vio nada. Entonces fue cuando acudió a ella Gibreel y le mostró las aguas de Zamzam. Y Hagar sobrevivió; pero ¿por qué se congregan ahora los peregrinos? ¿Para celebrar que ella se salvara? No, no. Celebran el honor que fue otorgado al valle con la visita de, sí, lo han adivinado, Ibrahim. En el nombre de aquel amante esposo se reúnen, rezan y, sobre todo, gastan.

Hoy Jahilia es toda perfume. Los aromas de Arabia, de Arabia Odorífera, impregnan el aire: bálsamo, cassis, canela, incienso, mirra. Los peregrinos beben el vino de la datilera y pasean por la gran feria de la fiesta de Ibrahim. Y, entre ellos, deambula uno cuyo sombrío ceño se destaca entre la alegre muchedumbre: un hombre alto, con ropas anchas y blancas, casi toda una cabeza más alto que Mahound. Lleva la barba recortada, siguiendo el contorno de su cara de mejillas hundidas y pómulos pronunciados. Camina con el contoneo, con la elegancia terrible del poder. ¿Cómo se llama? Por fin, la visión da su nombre; también lo ha cambiado el sueño. Éste es Karim Abu Simbel, grande de Jahilia, esposo de la feroz Hind. Jefe del consejo de la ciudad, dueño de incalculables riquezas, de los lucrativos templos de las puertas de la ciudad y de muchos camellos, controlador de caravanas y esposo de la mujer más hermosa de la región. ¿Qué había de conmover las ideas de semejante hombre? No obstante, también Abu Simbel se acerca a una encrucijada. Un nombre le roe por dentro, y ya pueden ustedes imaginar cuál es, Mahound, Mahound, Mahound.

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