Yo sé lo que es un fantasma, afirmó silenciosamente la anciana. Se llamaba Rosa Diamond, tenía ochenta y ocho años y bizqueaba, aguileña, a través de las ventanas de su dormitorio cubiertas de fina capa de sal, contemplando el mar de luna llena. Y yo sé, también, lo que no lo es, agregó. No es el gemido horripilante ni es la sábana que se agita, eso son bobadas. ¿Qué es un fantasma? Un asunto no concluido, eso… Y la anciana, de metro ochenta, espalda recta y pelo corto como un hombre, dobló hacia abajo las comisuras de los labios en satisfecha mueca de máscara de tragedia, se ciñó a los flacos hombros una toquilla de punto azul, y cerró un momento sus ojos sin sueño, para rezar por la vuelta del pasado. Venid, naves normandas, rogaba, ven acá, Guille-el-Conquis.
Novecientos años atrás, todo esto estaba debajo del agua, esta costa parcelada, esta playa de guijarros privada, que se empina hacia la hilera de chalets despintados, con sus cobertizos desconchados, llenos de tumbonas, marcos vacíos, viejos baúles repletos de paquetes de cartas atados con cintas, lencería de seda y encaje con bolas de naftalina, lacrimógenas lecturas de jovencitas de antaño, palos de lacrosse, álbumes de sellos y demás cofres del tesoro enterrados, llenos de recuerdos y tiempo perdido. El perfil de la costa había cambiado, había avanzado más de un kilómetro hacia el mar, dejando el primer castillo normando varado lejos del agua, lamido ahora por unas tierras pantanosas que castigaban con toda clase de afecciones reumáticas a los pobres que vivían allí en sus cómosedice propiedades. Ella, la anciana, veía en el castillo la ruina de un pez traicionado por una antigua bajamar, un monstruo marino petrificado por el tiempo. ¡Novecientos años! Nueve siglos atrás, la flota normanda había navegado a través de la casa de esta señora inglesa. Y ahora, en las noches claras de luna llena, ella aguardaba la vuelta de su reluciente fantasma.
Es el sitio mejor para verles venir, se tranquilizaba, vista de tribuna. Las repeticiones se habían convertido en el consuelo de su vejez: las frases gastadas, asunto no concluido, vista de tribuna, la hacían sentirse sólida, inmutable, perdurable, en lugar de la criatura de achaques y ausencias que ella se sabía… Cuando la luna se pone, en la oscuridad que precede al amanecer, ése es el momento. Ondear de velas, relucir de remos y el Conquistador en persona, en la proa de la nave insignia, navegaría por la playa entre los rompeolas de madera cubiertos de escaramujo y los botes volcados… Oh, yo he visto muchas cosas en mi vida, siempre tuve el don, la visión fantasmal… El Conquistador, con su casco puntiagudo de nariz metálica, pasa por su puerta principal, deslizándose por entre las mesitas y los sofás con antimacasar, como un eco que resonara levemente por la casa de recuerdos y añoranzas; y luego enmudece; como una tumba.
…Una vez, en Battle Hill, siendo niña -le gustaba narrar, siempre con las mismas palabras pulidas por el tiempo-, una vez, siendo una niña solitaria, me encontré de pronto y sin sensación de extrañeza en medio de una guerra. Arcos, mazas, picas. Mozos sajones de pelo albino, segados en la flor de la edad. Harold Arroweye y Guillermo, con la boca llena de arena. Sí, siempre el don, siempre la visión fantasmal… La historia del día en que la pequeña Rosa tuvo una visión de la batalla de Hastings se convirtió, para la anciana, en uno de los hitos que definían su ser, aunque había sido contada tantas veces que nadie, ni siquiera la narradora, hubiera podido jurar que fuera cierta. A veces, los añoro, decían los pensamientos habituados de Rosa. Les beaux jours: los días queridos, muertos. Volvió a cerrar sus ojos reminiscentes. Cuando los abrió, vio, en la orilla del agua, innegablemente, algo que empezaba a moverse.
Esto dijo ella, en voz alta, emocionada: «¡No puedo creerlo!» «¡No es verdad!» «¡Él no puede haber venido!» Con pie inseguro y pecho alborotado, Rosa fue en busca del sombrero, la capa y el bastón. Mientras, en la playa invernal, Gibreel Farishta despertaba con la boca llena de, no, no de arena.
Nieve.
* * *
¡Pfui!
Gibreel escupió; se levantó de un salto, como propulsado por la nieve expectorada, deseó a Chamcha -como ya se ha dicho- un feliz cumpleaños, y empezó a sacudir la nieve de las mangas púrpura, «Dios, yaar -gritaba, saltando sobre uno y otro pie-, no es de extrañar que esta gente tenga el corazón de jodido hielo».
Después, empero, la pura delicia de estar rodeado de tanta nieve venció su primer cinismo -porque él era hombre tropical- y empezó a hacer cabriolas, moreno y empapado, y bolas de nieve que arrojaba a su yacente compañero, y ya pensaba en un muñeco de nieve y cantaba una alocada y arrolladora versión del villancico «Jingle Bells». En el cielo se insinuaba la primera luz del día, y en esta abrigada playa bailaba Lucifer, la estrella de la mañana.
Su aliento, así hay que consignarlo, por lo que fuere, había dejado de oler…
«Vamos, chico -gritó el invencible Gibreel, en cuya conducta el lector advertirá, no sin razón, el delirio y trastorno de su reciente caída-. ¡Levántate y luce! Tomaremos este lugar por asalto. -Volviendo la espalda al mar, borrando el mal recuerdo para dejar sitio a lo que vendría a continuación, apasionado como siempre por la novedad, habría plantado (de haberla tenido) una bandera, para reclamar en nombre de quiensabequién esta tierra blanca, su tierra nueva-. Compa -suplicó-, muévete, baba, ¿o estás jodidamente muerto? – Palabras que, una vez proferidas, tuvieron la virtud de hacer reaccionar al que las dijo. Se inclinó sobre la figura postrada, sin atreverse a tocarla-. Ahora no, viejo Chumch -rogaba-. No, después de llegar tan lejos.»
Saladin: no estaba muerto, sino llorando. Las lágrimas del trauma se le helaban en la cara. Y todo su cuerpo estaba estuchado en fina capa de hielo, liso como el cristal, una pesadilla hecha realidad. En el marasmo de semiinconsciencia inducida por la baja temperatura de su cuerpo, sentía el temor de resquebrajarse como en la pesadilla, de ver cómo la sangre le salía burbujeando por las grietas del hielo, de que su carne siguiera a las astillas. Estaba lleno de preguntas, realmente nosotros, me refiero a que tú movías las manos aleteando, y luego las aguas, no me dirás que realmente, nosotros, como en las películas cuando Charlton Heston levantaba la vara para que nosotros pudiéramos cruzar, por el fondo marino, eso no pudo ocurrir, imposible, pero si no entonces cómo, o acaso nosotros, de alguna manera, por debajo del agua, escoltados por las sirenas y el mar pasaba a través de nosotros como si fuéramos peces o fantasmas, eso era la verdad, sí o no, yo necesito saber… pero cuando abrió los ojos las preguntas adquirieron la vaguedad de los sueños, de manera que ya no pudo asirlas, sus colas se ondulaban ante él y desaparecían como aletas submarinas. Estaba de cara al cielo y observó que tenía el color completamente equivocado, naranja sanguina, con manchas verdes, y la nieve, azul como la tinta. Parpadeó con fuerza, pero los colores no querían cambiar, e hicieron nacer en él la idea de que del cielo había caído en mal lugar, en otro sitio, no en Inglaterra, o quizás en antiInglaterra, una zona maltrecha, un barrio degenerado, un estado alterado. ¿Quizá, pensó fugazmente, el infierno? No, no, se tranquilizó mientras le amenazaba la inconsciencia, no puede ser, todavía no, aún no estás muerto; sólo muriéndote. Bueno, pues, si no: una sala de espera para viajeros en tránsito.
Empezó a tiritar; la vibración se hizo tan intensa que se le ocurrió que, con la tensión, podía estallar como un, como un, avión.
Y entonces todo había dejado de existir. Él estaba en un vacío y, si quería sobrevivir, tendría que construirlo todo empezando desde cero, tendría que inventar la tierra bajo sus pies antes de poder dar un paso, sólo que ahora no había necesidad de preocuparse por esas cosas, porque aquí, delante de él, estaba lo inevitable: la figura alta y huesuda de la Muerte, con sombrero de paja de ala ancha y una capa oscura ondeando a la brisa. La Muerte, que se apoyaba en un bastón de puño de plata y calzaba botas altas verde aceituna.
«¿Se puede saber qué hacen ustedes aquí? -inquiría la Muerte-. Esto es propiedad privada. Ahí está el letrero», dijo con voz de mujer un poco trémula y más que un poco emocionada.
Momentos después, la Muerte se inclinó sobre él -para darme el beso, se dijo con pánico. Para extraer el aliento de mi cuerpo. Hizo pequeños e inútiles movimientos de protesta.
«Vive -dijo la Muerte a, quién era el otro, Gibreel-. Pero, hijo, menudo aliento; qué peste. ¿Cuánto hace que no se lava los dientes?»
* * *
El aliento del uno se purificó mientras el del otro, por un misterio análogo y contrario, se corrompió. ¿Qué esperaban? Caer así del cielo: ¿imaginaban que no habría efectos secundarios? Los Poderes Superiores se interesaban por ellos, eso tenían que haberlo notado, y esos Poderes (naturalmente, hablo de mí mismo) tienen una actitud traviesa, casi caprichosa, hacia las moscas llovidas del cielo. Y, otra cosa, que quede claro: las grandes caídas cambian a la gente. ¿Y a ustedes les parece que ellos cayeron de muy alto? En cuestión de caídas, yo no me inclino ante nadie, ni mortal ni inmortal. De nubes a cenizas, por la chimenea, como quien dice, de la luz celestial al fuego del infierno… con el esfuerzo de una caída larga, como les decía, son de esperar mutaciones, no todas casuales. Selecciones antinaturales. Tampoco es tan alto precio a cambio de la supervivencia, del renacimiento, de la renovación, y, por si fuera poco, a su edad.
¿Qué? ¿Tengo que enumerar los cambios?
Buen aliento/mal aliento.
Y alrededor de la cabeza de Gibreel Farishta, que estaba de espaldas al amanecer, Rosa Diamond creyó divisar un resplandor tenue pero francamente dorado.
¿Y no eran unos bultitos lo que Chamcha tenía en las sienes, debajo del bombín empapado y todavía encasquetado?
Y, y, y.
* * *
Cuando vislumbró la estrafalaria y satírica figura de Gibreel Farishta, exuberante y dionisíaca en la nieve, Rosa Diamond no pensó en, digámoslo, ángeles. Al divisarlo desde su ventana, a través de un cristal empañado por la sal, con unos ojos empañados por la edad, sintió que el corazón le daba dos patadas tan dolorosas que temió que pudiera parársele; porque, en aquella figura borrosa, ella creyó reconocer la encarnación del más íntimo deseo de su alma. Se olvidó de los conquistadores normandos como si nunca hubieran existido y bajó trabajosamente por una pendiente de traidores guijarros, con excesiva rapidez para la integridad de sus piernas poco menos que nonagenarias, a fin de poder hacer como que reprendía al increíble desconocido por allanamiento de propiedad.