«¿Él ha de tener hijas y tú, hijos? -recita Mahound-. ¡Bonito reparto sería!
»Éstos no son sino nombres que habéis soñado vosotros, tú y tus antepasados. Alá no les concede autoridad.»
Mahound abandona la atónita Casa antes de que a alguien se le ocurra recoger, o arrojar, la primera piedra.
* * *
Después del repudio de los versos satánicos, el profeta Mahound vuelve a su casa donde encuentra esperándole una especie de castigo. Una especie de venganza -¿de quién? ¿Luz o tinieblas? ¿Bueno o malo?- infligida, como suele ocurrir, a un inocente. La esposa del Profeta, setenta años, está sentada al pie de una ventana con celosía de piedra, erguida, con la espalda apoyada en la pared, muerta.
Mahound, abrumado por la pena, se retrae, apenas dice palabra durante semanas. El Grande de Jahilia instaura una política de persecución que, para Hind, avanza demasiado despacio. El nombre de la nueva religión es Sumisión; ahora Abu Simbel decreta que sus adeptos deben someterse a ser confinados en el barrio más mísero de la ciudad, todo tugurios; a un toque de queda; a una prohibición de trabajar. Y hay muchos ataques físicos, se escupe a las mujeres en las tiendas, los fieles son golpeados por bandas de jóvenes bárbaros controladas en secreto por el Grande; por las noches se arroja fuego por una ventana sobre los que duermen confiados, y, por una de las habituales paradojas de la Historia, el número de los fieles se multiplica como una cosecha que, milagrosamente, prosperara a medida que empeora el clima.
Se recibe una oferta de los moradores del poblado del oasis de Yathrib, al Norte: Yathrib acogerá a «los que se sometan», si desean abandonar Jahilia. Hamza opina que deben marchar. «Aquí nunca terminarás tu Mensaje, sobrino, créeme. Hind no descansará hasta que te haya arrancado la lengua y a mí los huevos, con perdón.» Mahound, solo y lleno de ecos en la casa de su dolor, da su consentimiento y los fieles parten para hacer sus planes. Khalid, el aguador, se queda atrás y el Profeta de ojos hundidos espera que hable. Con turbación, dice: «Mensajero, yo dudé de ti, pero tú eras más sabio de lo que nosotros pensábamos. Al principio, dijimos: Mahound nunca transigirá y tú transigiste. Entonces dijimos: Mahound nos ha traicionado, pero tú nos traías una verdad más profunda. Tú nos trajiste al mismo diablo para que nosotros pudiéramos ser testigos de las artes del Maligno y su derrota por la Bondad. Tú has enriquecido nuestra fe. Yo te pido perdón por lo que pensé.»
Mahound se aparta del sol que entra por la ventana. «Sí. -Amargura, cinismo-. Fue algo maravilloso lo que hice. Una verdad más profunda. Traeros al diablo. Sí, suena propio de mí.»
* * *
Desde lo alto del monte Cone, Gibreel mira cómo los fieles escapan de Jahilia, dejando la ciudad de la aridez por el lugar de las palmeras frescas y el agua, agua, agua. Pequeños grupos, casi con las manos vacías, se mueven por el imperio del sol, en este primer día del primer año del nuevo comienzo del Tiempo que también ha vuelto a nacer, mientras lo viejo muere a su espalda y lo nuevo espera delante. Y un día el propio Mahound se marcha. Cuando se descubre su huida, Baal compone una oda de despedida:
¿Qué clase de idea
parece hoy «Sumisión»?
Una idea llena de miedo.
Una idea que escapa.
Mahound ha llegado a su oasis; Gibreel no es tan afortunado. Ahora con frecuencia se encuentra solo en lo alto del monte Cone, lavado por las frías estrellas fugaces, y entonces del cielo de la noche caen sobre él las tres criaturas aladas, Lat Uzza Manat, que baten alas junto a su cabeza, le clavan las garras en los ojos, le muerden y le azotan con su cabello y con sus alas. Él levanta las manos para protegerse, pero su venganza es incansable y prosigue siempre que él descansa, cuando él baja la guardia. Él lucha pero ellas son más rápidas, más ágiles, tienen alas.
Él no tiene diablo que repudiar. Está soñando y no puede ahuyentarlas.