Él reconoce la voz de Hind, se incorpora y se encuentra desnudo bajo la sábana cremosa. Él le grita: «¿Fui atacado?» Hind se vuelve a mirarle con su sonrisa de Hind: «¿Atacado?» le imita y da unas palmadas para pedir el desayuno. Entran criados que traen, sirven, retiran y desaparecen. Han puesto a Mahound una bata de seda negra y oro; Hind desvía la mirada con exagerada modestia. «Mi cabeza -dice él-. ¿Fui golpeado?» Ella está en la ventana, con la cabeza inclinada, fingiendo recato. «Oh, Mensajero, Mensajero -dice, burlona-. No eres galante, Mensajero. ¿No podrías haber venido a mis habitaciones conscientemente, por tu propia voluntad? No; claro que no, yo te inspiro aversión, seguro.» Él no le sigue el juego. «¿Estoy prisionero?», pregunta. Y, nuevamente, ella se ríe. «No seas necio -entonces, encogiéndose de hombros, se ablanda-. Esta noche, yo paseaba por las calles de la ciudad, enmascarada, para ver los festejos, y ¿con qué crees que tropecé sino con tu cuerpo inconsciente? ¡Como un borracho en el arroyo, Mahound! Yo envié a mis criados en busca de una litera y te traje a casa. Di gracias.»
«Gracias.»
«No creo que te reconocieran -dice ella-. O quizás estarías muerto. Ya sabes cómo estaba anoche la ciudad. La gente pierde la mesura. Mis propios hermanos todavía no han vuelto a casa.
Él recuerda ahora su angustiado y frenético paseo por la ciudad corrompida, contemplando las almas que supuestamente había salvado, mirando las efigies de simurgh, las máscaras de diablo, los behemoths y los hipogrifos. La fatiga de aquel día larguísimo, en el que bajó del monte Cone, se encaminó a la ciudad, sufrió la angustia de los acontecimientos en la tienda de la poesía -y, después, la cólera de los discípulos, la duda-, todo ello le había abrumado. «Me desmayé», recuerda.
Ella se aproxima y se sienta en la cama, cerca de él, extiende un dedo, encuentra la abertura de la bata y le acaricia el pecho. «Te desmayaste -murmura-. Eso es debilidad, Mahound. ¿Es que te vuelves débil?»
Antes de que él pueda responder, Hind le pone sobre los labios el dedo con el que le acariciara. «No digas nada, Mahound. Yo soy la esposa del Grande y ninguno de nosotros es amigo tuyo. Pero mi marido es débil. En Jahilia creen que es astuto, pero yo sé que no. Él sabe que yo tengo amantes y no hace nada, porque los templos están bajo el cuidado de mi familia. El de Lat, el de Uzza y el de Manat. Las… ¿puedo llamarlas mezquitas?, de tus nuevos ángeles.» Ella toma cubitos de melón de una fuente y trata de dárselos en la boca. Él no consiente y los coge con la mano y come. Ella prosigue: «El último de mis amantes fue el joven Baal. -Ve la cólera en su cara-. Sí -dice, satisfecha-. Ya sabía que te gustaba. Pero él no importa. Ni él ni Abu Simbel son iguales a ti. Yo lo soy.»
«Debo marcharme», dice él. «Es pronto», responde ella, volviendo a la ventana. En las afueras de la ciudad están desmontando las tiendas, las largas caravanas de camellos se disponen a partir, por el desierto ya se alejan filas de carretas; el carnaval ha terminado. Ella se vuelve de nuevo hacia él. «Yo soy tu igual -repite-, y también tu oponente. No quiero que te vuelvas débil. No debiste hacer lo que hiciste.» «Pero tú te beneficiarás -responde Mahound con amargura-. Ahora ya no peligran tus ingresos del templo.»
«Se te escapa lo esencial -dice ella suavemente, acercándose, arrimándole la cara-. Si tú estás a favor de Alá yo estoy a favor de Al-Lat. Y ella no cree en tu Dios cuando Él la reconoce a ella. Su antagonismo es implacable, irrevocable, avasallador. La guerra entre nosotros no puede tener tregua. ¡Y qué tregua! El tuyo es un amo paternalista y condescendiente. Al-Lat no tiene el menor deseo de ser hija suya. Ella es su igual como yo lo soy de ti. Pregunta a Baal: él la conoce. Como me conoce a mí.»
«Entonces, ¿el Grande no cumplirá su compromiso?», dice Mahound.
«¡Quién sabe! -responde Hind con desdén-. Ni él mismo se conoce. Tiene que calcular los pros y los contras. Es débil, como te digo. Pero tú sabes que digo la verdad. Entre Alá y las Tres no puede haber paz. Yo no la quiero. Yo quiero pelear. A muerte; ésta es la clase de idea que soy yo. ¿Qué clase eres tú?»
«Tú eres arena y yo soy agua -dice Mahound-. El agua arrastra la arena.»
«Y el desierto absorbe el agua -responde Hind-. Mira a tu alrededor.»
Poco después de la marcha de Mahound, los heridos llegan al palacio del Grande, después de hacer acopio de valor para informar a Hind de que el viejo Hamza ha matado a sus hermanos. Pero entonces ya no se encuentra al Mensajero en ningún sitio; una vez más, lentamente, se encamina hacia el monte Cone.
* * *
Gibreel, cuando está cansado, de buena gana asesinaría a su madre por haberle puesto un mote tan condenadamente ridículo, ángel, qué palabra, él ruega ¿a qué? ¿a quién? ser librado de la ciudad soñada de castillos de arena que se desmoronan y leones de tres dentaduras, basta de limpieza de corazones de profetas, de instrucciones que recitar y promesas de paraíso, basta de revelaciones, finito, khattamshud. Lo que él ansia: dormir y no soñar. Los jodidos sueños, causa de todos los males de la Humanidad, y las películas también; si yo fuera Dios, le quitaría la imaginación a la gente y entonces quizá los pobres infelices como yo podrían dormir por la noche. Luchando contra el sueño, él obliga a sus ojos a permanecer abiertos, sin parpadear, hasta que la púrpura visual se borra de las retinas y le ciega, pero al fin y al cabo no es más que humano y acaba por caer en la madriguera y ya está otra vez en el País de las Maravillas, subiendo la montaña, y el comerciante despierta y, una vez más su necesidad, su afán, se hace sentir, no en mi boca y en mi voz esta vez, sino en todo mi cuerpo; él me reduce a su propio tamaño y me atrae hacia sí, su campo de gravedad es increible, tan poderoso como una condenada megaestrella… y entonces Gibreel y el Profeta luchan, desnudos los dos, rodando y rodando, en la cueva de la fina arena blanca que se eleva alrededor de ellos como un velo. Como si él estuviera estudiándome, registrándome, como si yo estuviera sometido al examen. En una cueva situada a ciento cincuenta metros de la cima del monte Cone, Mahound lucha con el arcángel arrojándolo de un lado al otro y permitan que les diga que está llegando a todas partes, su lengua a mi oído, su puño a mis huevos, nunca hubo persona con tanta rabia dentro, él quiere saber, quiere SABER y yo no tengo nada que decirle, físicamente es dos veces más fuerte que yo y, por lo menos, cuatro veces más sabio, quizá los dos hayamos aprendido mucho escuchando, pero es evidente que él escucha mejor que yo; y así rodamos pateamos arañamos, él empieza a tener cortes, pero, naturalmente, mi piel sigue tan suave como la de un recién nacido, no puedes arañar a un ángel con un condenado espino, no puedes magullarlo con una piedra. Y tienen público, hay djinns y afreets y toda clase de duendes sentados en las peñas mirando la pelea y, en el cielo, las tres criaturas con alas que parecen grullas, o cisnes o, simplemente, mujeres, según el efecto de la luz… Mahound le pone fin… Él se da por vencido. Después de haber luchado durante horas o, incluso, semanas, Mahound quedó aprisionado debajo del ángel, tal como él deseaba; era su voluntad la que me invadió y me dio la fuerza para sujetarlo, porque los arcángeles no pueden perder estas peleas, no estaría bien. Sólo los demonios pueden ser derrotados en estas circunstancias, así que en el mismo momento en que yo me quedé encima, él empezó a llorar de alegría y entonces hizo su viejo truco, hizo que mi boca se abriera y que la voz, la Voz, saliera de mí otra vez y se derramara sobre él, como un vómito.
* * *
Al término de su combate de lucha libre con el arcángel Gibreel, el profeta Mahound cae exhausto en su sueño habitual, revelador, pero en esta ocasión despierta antes de lo normal. Cuando recobra el conocimiento, en aquella desolación de las alturas, no hay nadie a la vista, no hay criaturas aladas posadas en las rocas. Se pone en pie de un salto, embargado por la angustia de su descubrimiento. «Era el demonio -dice en voz alta al aire, haciéndolo verdad al darle voz-. La última vez era Shaitan.» Esto es lo que él ha oído en su escucha, que ha sido engañado, que le ha visitado el diablo bajo la forma de un arcángel, de manera que los versos que aprendió de memoria, los que recitó en la tienda de la poesía no eran lo verdadero, sino su diabólica antítesis, no divinos sino satánicos. Él vuelve a la ciudad lo más de prisa que puede, para tachar los versos inmundos que huelen a azufre y sulfuro, a borrarlos para siempre por los siglos de los siglos, de manera que sólo subsistan en una o dos colecciones dudosas de viejas tradiciones que los intérpretes ortodoxos tratarán de eliminar, pero Gibreel, que planea y vigila desde el ángulo de la cámara más alto, conoce un pequeño detalle, sólo una cosita que resulta que es todo un problema: que las dos veces era yo, baba, el primero yo y el segundo, también yo. De mi boca, la afirmación y la negación, versos y conversos, universos y reversos, toda la historia, y todos sabemos cómo me movían la boca.
«Primero fue el diablo -murmura Mahound mientras corre hacia Jahilia-. Pero esta vez ha sido el ángel, indiscutiblemente. Él me hará morder el polvo.
* * *
Los discípulos lo paran en los desfiladeros próximos al pie del monte Cone, para prevenirle de la cólera de Hind, que lleva blancas ropas de luto y se ha soltado el negro cabello, dejando que la envuelva como una tormenta o arrastre por el polvo, borrando las huellas de sus pies, de manera que parece la encarnación del espíritu de la venganza. Todos han huido de la ciudad y el mismo Hamza se esconde; pero se dice que Abu Simbel todavía no ha accedido a la demanda de su esposa, que pide sangre para lavar la sangre. Todavía está calculando los pros y los contras en el asunto de Mahound y las diosas… Mahound, desoyendo los consejos de sus seguidores, regresa a Jahilia, y va directamente a la Casa de la Piedra Negra. Los discípulos le siguen, a pesar de su temor. Se congrega una muchedumbre ante la perspectiva de un nuevo escándalo, descuartizamiento o diversión por el estilo. Mahound no les defrauda.
Él está delante de las imágenes de las Tres y anuncia la abrogación de los versos que Shaitan le susurró al oído. Estos versos fueron suprimidos del verdadero texto, al-qur'án. En su lugar se rugen nuevos versos.