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«¿Abandonar un Mercedes-Benz?», aulló Saeed con verdadero horror.

«¿Por qué no? -repuso Mishal con su voz gris y cansada-. No haces más que hablar de la ruina total. Entonces, ¿qué importa un Mercedes más o menos?»

«No lo entiendes -sollozó Saeed-. Nadie me entiende.»

Gibreel soñó con una sequía:

La tierra se amarronaba bajo los cielos sin lluvia. Cadáveres de autobuses y antiguos monumentos se pudrían en los campos con las cosechas. Mirza, desde el coche, por el hueco del parabrisas destrozado, veía llegar la calamidad: asnos silvestres que copulaban cansinamente y se desplomaban, unidos, en medio de la carretera; árboles que, por efecto de la erosión, mostraban unas raíces que parecían garras de madera que escarbaran la tierra en busca de agua; los campesinos, obligados a trabajar para el Estado en calidad de peones, construían un aljibe al lado de la carretera, un depósito vacío para un agua que no caía. Míseras vidas que se agotaban al borde del camino: una mujer con un hato que se dirigía hacia una tienda de palo y andrajos, una muchacha condenada a restregar, día tras día, este puchero, esta sartén, en un parcela de polvo inmundo. «¿Estas vidas valen tanto como las nuestras? -se preguntaba Mirza Saeed Akhtar-. ¿Tanto como la mía? ¿Como la de Mishal? Qué poco han experimentado, qué poco tienen para alimentar el alma.» Un hombre con dhoti y un pugri amarillo suelto estaba encaramado a un mojón, como un pájaro, con un pie en una rodilla y una mano bajo un codo, fumando un biri. Cuando Mirza Saeed Akhtar pasaba por delante de él, el hombre escupió y alcanzó en la cara al zamindar.

La peregrinación avanzaba despacio, tres horas de camino por la mañana, tres más después del calor, caminando al paso del más lento de los peregrinos, sujeta a infinitos retrasos, enfermedades de los niños, acoso de las autoridades, una rueda que se desprendía de una de las carretas; tres kilómetros al día, cuando más, doscientos veinte kilómetros hasta el mar, aproximadamente once semanas de viaje. La primera muerte se produjo al decimoctavo día. Khadija, la vieja atolondrada que durante medio siglo fuera la esposa satisfecha del satisfecho sarpanch Muhammad Din, vio en sueños a un arcángel. «Gibreel -susurró-, ¿eres tú?»

«No -respondió la aparición-. Yo soy Azraeel, el del trabajo antipático. Perdón por la desilusión.»

A la mañana siguiente, ella siguió con la peregrinación, sin decir nada a su marido de la visión. Al cabo de dos horas llegaron a las ruinas de uno de los paradores para viajeros que los mogoles, en tiempos remotos, habían levantado a intervalos de cinco millas junto a la carretera. Cuando Khadija vio la ruina no sabía nada de su pasado, de los viajeros a los que se había robado mientras dormían, etcétera, pero comprendió su presente utilidad. «Tengo que entrar a descansar», dijo al sarpanch, que protestaba: «¡Pero la marcha…!» «No te aflijas -dijo ella suavemente-. Ya los alcanzarás.»

Se tumbó entre las ruinas, con la cabeza apoyada en una piedra lisa que le había encontrado el sarpanch. El anciano lloraba, pero no sirvió de nada, porque antes de un minuto ella había muerto. Él fue corriendo hacia los caminantes y se encaró con Ayesha, furioso: «Nunca debí escucharte -le dijo-. Y ahora has matado a mi mujer.»

La marcha se detuvo. Mirza Saeed Akhtar, creyendo advertir una oportunidad, insistió con vehemencia en que había que llevar a Khadija a un cementerio musulmán. Pero Ayesha se opuso. «El arcángel nos ordenó que fuéramos directamente al mar, sin desviaciones ni rodeos.» Mirza Saeed apeló a los peregrinos. «Es la amada esposa de vuestro sarpanch -gritó-. ¿Vais a meterla en un agujero junto al camino?»

Cuando los vecinos de Titlipur acordaron que Khadija fuera enterrada inmediatamente, Saeed no podía dar crédito a sus oídos. Entonces comprendió que la fuerza que los movía era más grande de lo que él sospechara: incluso el afligido sarpanch accedió. Khadija fue enterrada en el ángulo de un campo yermo, bajo las ruinas del viejo parador.

Sin embargo, al día siguiente, Mirza Saeed advirtió que el sarpanch se había separado de la peregrinación y marchaba rezagado, desconsolado e hiposo. Saeed saltó del Mercedes y corrió hacia Ayesha a hacer otra escena. «¡Monstruo! -le gritó-. ¡Monstruo sin corazón! ¿Por qué trajiste a la anciana a morir aquí?» Ella hizo como si no le oyera, pero cuando Saeed volvía al coche, el sarpanch se le acercó y le dijo: «Nosotros éramos pobres. Sabíamos que nunca podríamos ir a Mecca Sharif hasta que ella nos convenció. Ella nos convenció, y ahora mira el resultado de su acción.»

Ayesha, la kahin, llamó al sarpanch, pero no le ofreció ni una palabra de consuelo. «Fortalece tu fe -le reconvino-. Quien muere durante la gran peregrinación tiene segura la entrada en el Paraíso. Tu esposa se encuentra entre los ángeles y las flores. ¿Qué motivos tienes para llorar?»

Aquella noche, el sarpanch Muhammad Din se acercó a Mirza Saeed, que estaba sentado junto a una pequeña hoguera. «Perdona, Sethji -dijo-. ¿Podría ir en tu coche, tal como me ofreciste un día?»

Reacio a abandonar del todo el proyecto por el que su esposa había muerto, incapaz de mantener la fe absoluta que el proyecto requería, Muhammad Din se subió al vehículo combinable del escepticismo. «Mi primer converso», se felicitó Mirza Saeed.

* * *

A la cuarta semana, la deserción del sarpanch Muhammad Din empezó a surtir efecto. Viajaba en la parte trasera del Mercedes como si él fuera el zamindar y Mirza Saeed el chófer, y poco a poco la tapicería de piel y el acondicionador de aire y el mueble-bar y los cristales de espejo accionados eléctricamente empezaron a infundirle un gesto altivo; su nariz se elevaba y su rostro adquiría la expresión arrogante del que puede ver sin ser visto. Mirza Saeed, al volante, sentía cómo los ojos y la nariz se le llenaban del polvo que entraba por el hueco del parabrisas, pero, a pesar de la incomodidad, se sentía más animado que antes. Ahora, al término de cada jornada, un grupo de peregrinos se congregaban alrededor del Mercedes-Benz, con su estrella rutilante, y Mirza Saeed trataba de infundirles sentido común mientras ellos observaban cómo el sarpanch Muhammad Din subía y bajaba los cristales de espejo de manera que veían, alternativamente, la cara de él y las suyas propias. La presencia del sarpanch en el Mercedes daba nueva fuerza a las palabras de Mirza Saeed. Ayesha no hacía nada por apartar de allí a los peregrinos, y hasta el momento su confianza parecía justificada, porque no había nuevas deserciones. Pero Saeed vio que miraba repetidamente en dirección a él, y, tanto si era una visionaria como si no, Mirza Saeed hubiera apostado un buen dinero a que aquellas eran las miradas impacientes de una muchacha que no estaba segura de conseguir lo que se proponía.

Y entonces Ayesha desapareció.

Se fue durante la hora de la siesta y no reapareció hasta un día y medio después, cuando entre los peregrinos ya reinaba el caos -ella supo siempre atraer la atención del público, reconoció Saeed-, caminando por los campos cubiertos de polvo, y esta vez en su pelo plateado había vetas de oro, y sus cejas también eran doradas. Llamó a los peregrinos y les dijo que el arcángel estaba descontento porque los vecinos de Titlipur habían caído en la duda precisamente por la subida de una mártir al Paraíso. Les advirtió que el arcángel estaba pensando seriamente en retirar su ofrecimiento de dividir las aguas, «de manera que al llegar al mar de Arabia sólo conseguiréis un baño de agua salada, antes de regresar a los campos de patatas abandonados en los que no volverá a caer la lluvia». Los peregrinos estaban consternados. «No; no puede ser -suplicaban-. Bibiji, perdónanos.» Era la primera vez que utilizaban el nombre de la santa para dirigirse a la muchacha que los guiaba con un absolutismo que empezaba a asustarles tanto como les impresionaba. Después de la reprimenda, el sarpanch y Mirza Saeed se quedaron solos en el Mercedes. «Segundo asalto para el arcángel», pensó Mirza Saeed.

* * *

A la quinta semana, la salud de la mayoría de los peregrinos más viejos se había deteriorado considerablemente, las provisiones escaseaban, se hacía difícil encontrar agua y a los niños se les habían secado los lagrimales. Las bandadas de buitres no dejaban de rondar.

A medida que los peregrinos dejaban atrás las zonas rurales y entraban en territorio más poblado, el acoso iba en aumento. Eran muchos los autobuses y camiones que no se desviaban, y los peregrinos tenían que apartarse de su camino, gritando y atrepellándose. Los ciclistas, las familias de seis personas que viajaban en motos Rajdoot y los pequeños tenderos los insultaban. «¡Locos! ¡Palurdos! ¡Musulmanes!» En varias ocasiones tuvieron que viajar durante toda la noche porque las autoridades de tal o cual pueblo no querían que semejante chusma durmiera en sus calles. Se hicieron inevitables más muertes.

Y un día el toro de Osman, el converso, se arrodilló entre las bicicletas y el estiércol de camello de un pueblo sin nombre. «¡Levántate, idiota! -le gritaba Osman, impotente-. ¿Qué te has creído? ¿Es que vas a morirte delante de esos puestos de fruta de unos desconocidos?» El toro movió afirmativamente la cabeza para decir que sí y expiró.

Las mariposas cubrieron su cuerpo, adoptando el color gris de su piel, sus cucuruchos y sus cascabeles. El inconsolable Osman corrió hacia Ayesha (que se había puesto un sucio sari como concesión a la pudibundez urbana, a pesar de que las mariposas aún la envolvían en una nube de gloria). «¿Los toros van al cielo?», preguntó él con voz quejumbrosa; ella se encogió de hombros. «Los toros no tienen alma -dijo fríamente-. Y lo que nosotros queremos salvar con nuestra marcha son las almas.” Osman la miró fijamente y comprendió que ya no la amaba. «Te has convertido en un demonio», le dijo con repugnancia.

«Yo no soy nada -dijo Ayesha-. Soy una mensajera.»

«Entonces dime por qué tu Dios está tan deseoso de destruir a los inocentes -dijo Osman furioso-. ¿De qué tiene miedo? ¿Tan poco confía, que ha de obligarnos a morir para demostrar nuestro amor?»

Como en respuesta a esta blasfemia, Ayesha impuso medidas disciplinarias más rigurosas, insistiendo en que todos los peregrinos rezaran las cinco oraciones y decretando que el viernes sería día de ayuno. Al término de la sexta semana había hecho que los caminantes abandonaran otros cuatro cadáveres en el lugar en el que habían caído: dos ancianos, una anciana y una niña de seis años. Los peregrinos seguían andando, volviendo la espalda a los muertos; pero Mirza Saeed Akhtar recogía los cadáveres y se aseguraba de que recibieran un entierro decente. En esto le ayudaban el sarpanch Muhammad Din y Osman, el ex intocable. En estas ocasiones se quedaban bastante rezagados, pero un Mercedes «combi» no tarda mucho en dar alcance a más de ciento cuarenta hombres, mujeres y niños que caminan cansinamente hacia el mar.

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