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«¿Un caso, mamá?» Esto tuvo el efecto de provocar en Alicja su tono más arrogante. Todavía podía hablar con distinción, tenía esa facultad, a pesar de su decisión post-Otto de disfrazarse de pueblerina. «Un caso -anunció, tomando en consideración la circunstancia de que Gibreel era importación de la India- de chifladura de macaco.»

Allie no discutió con su madre, ya que no estaba segura, ni mucho menos, de poder seguir viviendo con Gibreel, aunque él hubiera atravesado medio mundo, aunque hubiera caído del cielo. Era difícil hacer previsiones a largo plazo; incluso el medio plazo aparecía oscuro. Por el momento, ella se concentraba en tratar de conocer a este hombre que, de entrada, daba por descontado que él era el gran amor de su vida, con una certeza que hacía pensar que o estaba en lo cierto, o estaba loco. Había muchos momentos difíciles. Ella no sabía lo que sabía él, lo que ella podía dar por descontado: un día, refiriéndose a Luzhin, el ajedrecista maldito de Nabokov que llegó a pensar que en la vida, como en el ajedrez, indefectiblemente tenían que darse ciertas combinaciones para derrotarle, para tratar de explicar, por analogía, su propio (en realidad, algo distinto) presentimiento de catástrofe inminente (que tenía que ver no con esquemas reiterativos, sino con la inevitabilidad de lo imprevisible); pero él le lanzó una mirada dolorida que le mostró que no había oído hablar del escritor, y no digamos de La defensa. Pero, por otro lado, un día la sorprendió al preguntarle inopinadamente: «¿Por qué Picabia?» Y agregó que era peculiar, que Otto Cohen, veterano de los campos de terror, se interesara por todo ese amor neofascista por la maquinaria, la fuerza bruta y la glorificación de la deshumanización. «El que haya tenido algo que ver con las máquinas -agregó-, y, muñeca, eso es decir todos nosotros, sabe muy bien que sólo hay una cosa cierta en las máquinas, ya sean ordenadores o bicicletas. Y es que se estropean.» ¿Cómo es que tú conoces…?, empezó ella, y se interrumpió, porque no le gustaba el tono paternalista de su voz, pero él le respondió sin vanidad. La primera vez que oyó hablar de Marinetti, le dijo, no supo interpretarlo y pensó que el futurismo era algo relacionado con los muñecos. «Marionetas, kathputli; por aquel entonces yo estaba interesado en que se utilizaran autómatas en las películas, por ejemplo, para representar demonios y otros seres sobrenaturales, y agarré un libro.» Agarré un libro: Gibreel, el autodidacta, hizo que sonara como si hubiera agarrado un paraguas. A una muchacha de una familia que reverenciaba los libros -su padre les hacía besar cada tomo que caía al suelo- y que, en su rebeldía, los maltrataba, arrancando las páginas que le interesaban o que no le gustaban, marcándolos y rayándolos para demostrar quién mandaba, la irreverencia incruenta de Gibreel, que tomaba los libros por lo que ofrecían, sin genuflexiones ni afán destructor, era algo nuevo y, así lo reconoció, grato. Ella aprendía de él. Gibreel, no obstante, parecía insensible a todo conocimiento que ella deseara impartir como, por ejemplo, el sitio en el que había que dejar los calcetines sucios. Cuando ella sugirió que «ayudara un poco», él se mostró vivamente ofendido, como si considerase que tenía derecho a esperar un desagravio. Y ella, contrariada, descubrió que estaba dispuesta a ofrecérselo; por lo menos, aquella vez.

Lo peor de él, concluyó ella provisionalmente, era su facultad para sentirse desairado, menospreciado, agredido. Era imposible hacerle casi cualquier observación, por razonable que fuera y por dulcemente que se planteara. «Hala, hala, a paseo», gritaba y se retiraba a la tienda de su orgullo herido. Y lo mejor de él era su forma de adivinar lo que ella deseaba, de convertirse, cuando él quería, en el mago que satisfacía sus ansias secretas. Por lo tanto, sus relaciones sexuales eran literalmente eléctricas. Aquella primera chispa que saltó en su beso inaugural no fue casual. Seguía saltando, y a veces, en la cama, a ella le parecía que oía crepitar la electricidad alrededor de ellos; había momentos en los que sentía cómo se le erizaba el pelo. «Me recuerda el pene de goma eléctrico que mi padre tenía en su estudio -dijo a Gibreel, y los dos se rieron-. ¿Soy el amor de tu vida?», preguntó rápidamente, y él respondió, no menos rápidamente: «Desde luego.»

Ella reconoció que los rumores sobre su frialdad, incluso su frigidez, tenían cierta base. «Cuando Yel murió, asumí también ese aspecto de ella.» Ya no necesitaba amantes que restregarle por la cara. «Además, en realidad, ya no disfrutaba con ello. Por aquel entonces, casi todos eran revolucionarios socialistas, que se conformaban conmigo mientras soñaban con las mujeres heroicas que habían visto durante sus viajes de tres semanas a Cuba. A ellas, ni acercarse, desde luego; el mono militar y la pureza ideológica les asustaban. Volvían a casa tarareando "Guantanamera" y me llamaban por teléfono.» Ella renunció. «Pensé: que los mejores cerebros de mi generación diserten acerca del poder sobre el cuerpo de otra infeliz; yo, paso.» Empezó a subir montañas, decía al principio, «porque sabía que ellos no me seguirían hasta allá arriba. Pero luego pensé: qué parida. Yo no lo hacía por ellos; lo hacía por mí».

Todas las mañanas, durante una hora, subía y bajaba las escaleras corriendo, descalza, sobre las puntas de los pies, por lo de los arcos caídos. Luego se desplomaba sobre un montón de almohadones, furiosa, mientras él paseaba, sin saber qué hacer, y generalmente acababa por servirle un trago fuerte: whisky irlandés, casi siempre. Ella bebía bastante desde que empezó a darse cuenta de la gravedad del problema de sus pies. («Por tu madre, de los pies, ni palabra -fue el surrealista consejo que le dio por teléfono una voz de la agencia de relaciones públicas-. Si la cosa se sabe, finito, telón, sayonara, apaga y vámonos.») En su vigesimoprimera noche, después de cinco dobles de Jameson's, ella le dijo: «Te voy a explicar por qué subí allá arriba. No te rías. Para escapar del bien y del mal.» Él no se rió. «¿Tú opinas que las montañas están por encima de la moral?», preguntó él gravemente. «Esto es lo que yo aprendí en la revolución -prosiguió ella-. Esta cosa: la información quedó abolida en un momento del siglo veinte, no puedo decir cuándo exactamente; y es natural, porque eso forma parte de la información que fue abli, a-bo-lida. Desde entonces, vivimos en un cuento de hadas. ¿Me sigues? Todo sucede por arte de magia. Nosotras, las hadas, no tenemos ni puta idea de lo que pasa. Entonces, ¿cómo vamos a saber si está bien o mal? Ni siquiera sabemos lo que es. De manera que yo pensé o puedes romperte el corazón tratando de esclarecerlo o puedes ir a sentarte en una montaña, porque es ahí a donde se ha ido toda la verdad; lo creas o no, se levantó y se largó de estas ciudades en las que hasta lo que tenemos debajo de los pies es artificial, mentira, y se escondió allá arriba, en el aire transparente, hasta donde los embusteros no se atreven a perseguirla, por miedo a que les estalle el cerebro. Está allá arriba. Yo subí. Pregúntame.» Se quedó dormida; él la llevó a la cama.

Cuando le llegó la noticia de la muerte de Gibreel en la catástrofe aérea, ella se atormentaba inventándolo, es decir, especulando acerca del amante perdido. Él era el primero con el que ella dormía desde hacía cinco años, que no era cifra pequeña en su vida. Allie se apartó de la sexualidad porque su instinto le hizo comprender que, de lo contrario, podía ser absorbida; que para ella ésta era y sería siempre una cuestión importante, todo un oscuro continente del que había qué trazar los mapas, y ella no estaba dispuesta a ir por ese camino, a ser explorador, a dibujar esas costas. Pero no había podido dejar de sentirse disminuida por su ignorancia del Amor, de lo que debía de ser sentirse totalmente poseído por aquel djinn típico y capitalizado, el anhelo de, la indefinición de los límites del ser, la gran apertura, desde la nuez hasta el pubis: sólo palabras, porque ella no sabía lo que era eso. Supongamos que él hubiera llegado hasta mí, soñaba. Yo habría podido descubrirlo paso a paso, trepar hasta su cima. Ya que mis pies de huesos frágiles me privan de la montaña, yo habría buscado mi montaña en él: establecido campamentos base, trazado rutas, salvado cascadas de hielo, grietas, corredores. Habría hecho el asalto a la cumbre y visto bailar a los ángeles. Pero, ay, él está muerto y en el fondo del mar. Y entonces lo encontró. Y tal vez también él la había inventado a ella un poco, inventado a alguien cuyo amor mereciera que uno abandonase su antigua vida. Nada extraordinario en eso. Ocurre con frecuencia, y allá van los dos inventores matando cantos vivos, ajustando sus inventos, amoldando la imaginación a la realidad, aprendiendo a convivir: o no. Unas veces resulta, y otras, no. Pero suponer que Gibreel Farishta y Alleluia Cone hubieran podido seguir un camino tan trillado, es cometer el error de creer que sus relaciones eran comunes y corrientes. Y no lo eran. Ni por asomo. Eran unas relaciones con graves deficiencias. («La ciudad moderna – Otto Cone aburría a su familia en la mesa con su tópico favorito- es el locus classicus de realidades incompatibles. Vidas que no tienen por qué mezclarse se sientan de lado en el ómnibus. Un universo, en un paso cebra, es iluminado un momento, y parpadea como un conejo, por los faros de un vehículo motor en el que se encuentra un continuum completamente extraño y contradictorio. Y, si todo para en esto, si sólo se cruzan en la noche, se rozan en una estación del Metro, se saludan con un sombrerazo en el pasillo de un hotel, menos mal. Pero ¡ay si se mezclan! Entonces es uranio y plutonio, cada uno descompone al otro, y boom.» «Si bien se mira, cariño -dijo Alicja secamente-, a menudo yo misma me siento un poco incompatible.»)

Las deficiencias de la gran pasión de Alleluia Cone y Gibreel Farishta eran las siguientes: el temor secreto que ella sentía de su deseo secreto, o sea, del amor; un temor que la hacía distanciarse y hasta atacar violentamente a la misma persona cuyo afecto más deseaba; y, cuanto más profunda era la intimidad, más violento era su ataque, de manera que la otra persona, a la que se había conducido a un lugar de absoluta confianza induciéndole a bajar la guardia, sentía el impacto con toda su fuerza y quedaba devastada; que es, ni más ni menos, lo que ocurrió a Gibreel Farishta cuando, después de tres semanas del más sublime éxtasis amoroso que cualquiera de los dos hubiera conocido, se le notificó que debía buscarse alojamiento lo antes posible porque ella, Allie, necesitaba más espacio del que ahora disponía; y el carácter celoso y absorbente de él, insospechado incluso para sí mismo, porque nunca consideró a una mujer como un tesoro que había que guardar a toda costa de las hordas piratas que, naturalmente, tratarían de arrebatársela; y sobre lo que en seguida volveremos; y el defecto fatal, es decir, el inminente descubrimiento de Gibreel Farishta -o, si lo prefieren, chifladura- de que él era en verdad nada menos que un arcángel con forma humana, y no un arcángel cualquiera, sino el Ángel de la Revelación, el más preeminente de todos (ahora que había caído Shaitan).

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