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Habían pasado sus días en un aislamiento tal, envueltos en las sábanas de sus deseos, que los celos furiosos e incontrolables de él, que, como advirtiera Yago, «escarnecen la carne de la que se alimentan», tardaron en aflorar. Se manifestaron por primera vez en el ridículo asunto del trío de caricaturas que Allie había colgado delante de la puerta de entrada, con passe-partout color crema y marco oro viejo, todas con la misma dedicatoria garabateada en el ángulo inferior derecho de la cartulina crema: Para A., con esperanzas, de Brunel. Cuando Gibreel reparó en las inscripciones, exigió una explicación, señalando las caricaturas con el brazo extendido y sujetando con la mano libre la sábana que le envolvía (se había ataviado de esta sencilla manera porque había decidido que había llegado el momento de inspeccionar los alrededores; uno no puede pasar la vida echado sobre la espalda, ni siquiera sobre la tuya, dijo); Allie se rió, comprensiblemente. «Te pareces a Bruto, todo muerte y dignidad -bromeó-. La estampa del hombre honorable.» Con vivo asombro, ella le oyó gritar violentamente: «Dime inmediatamente quién es este canalla.»

«Es imposible que hables en serio», dijo ella. Jack Brunel se dedicaba a los dibujos animados, tenía casi sesenta años y había conocido a su padre. Ella nunca sintió ni el menor interés por él, que se dedicaba a cortejarla por el solapado y mudo sistema de enviarle aquellos dibujos de vez en cuando.

«¿Y por qué no los tiras a la papelera?», rugió Gibreel. Allie, sin comprender todavía la magnitud de su cólera, mantuvo un tono humorístico. Conservaba los dibujos porque le gustaban. El primero era un viejo chiste de Punch, en el que se veía a Leonardo da Vinci en su estudio, rodeado de discípulos, arrojando al aire la Mona Lisa como un platillo volador. Acordaos de lo que os digo, se leía al pie: un día los hombres volarán a Padua en cosas como ésta. En el segundo marco había una página de Toff, una revista infantil inglesa de la época de la Segunda Guerra Mundial. En unos tiempos en los que tantos niños se convertían en evacuados, se consideró necesario crear, a modo de explicación, una versión en historieta de los sucesos del mundo de los mayores. Allí se representaba uno de los encuentros semanales entre el equipo local -Toff (un niño increíble, con monóculo, chaquetilla corta y pantalón a rayas estilo Eton) y Bert, su compañero, con gorra de visera y rodillas desolladas- y el asqueroso enemigo, Hatroz Hadolf y sus tarados (hatajo de matones cada cual con su tara, por ejemplo, un garfio en lugar de mano, pies con garras o unos dientes que podían atravesarte el brazo). El equipo británico invariablemente salía vencedor. Gibreel miraba el cuadrito con desdén. «Malditos chauvinistas. Ésa es vuestra mentalidad; eso fue para vosotros la guerra.» Allie optó por no hablarle de su padre, ni decir a Gibreel que uno de los dibujantes de Toff, un acérrimo antinazi natural de Berlín llamado Wolf, fue arrestado e internado con otros alemanes que vivían en Inglaterra y, según Brunel, sus compañeros no movieron ni un dedo para salvarle. «Corazón de piedra -comentó Jack-, es lo único que necesita el dibujante de historietas. ¡Qué gran artista hubiera sido Disney de haber tenido el corazón de piedra! Ése fue su gran defecto.» Brunel dirigía unos pequeños estudios de películas de dibujos animados llamados Producciones Espantapájaros, por el personaje de El mago de Oz.

El tercer marco contenía el último dibujo de una de las películas del gran animador japonés Yoji Kuri, cuya producción, de un cinismo singular, era el perfecto exponente de la realista opinión de Brunel sobre el arte del dibujante. En la película, un hombre caía desde un rascacielos; un coche de bomberos llegaba a toda velocidad y se situaba debajo del que caía. El techo del coche se abría y del interior surgía un gran pincho de acero y, en el dibujo que estaba en la pared de Allie, el hombre llegaba cabeza abajo y el pincho se le clavaba en el cerebro. «Morboso», sentenció Gibreel Farishta.

Puesto que nada conseguía con estos espléndidos regalos, Brunel se vio obligado a salir a la luz y presentarse en persona. Compareció una noche en el apartamento de Allie, sin avisar y bastante bebido, y con una cartera bastante estropeada de la que sacó una botella de ron negro. A las tres de la madrugada se había bebido todo el ron y no parecía pensar en marcharse. Allie, ostensiblemente, se fue al cuarto de baño a lavarse los dientes y, al volver, encontró al dibujante en cueros en el centro de la alfombra de la sala, mostrando un cuerpo sorprendentemente bien formado cubierto de espeso vello gris. Al verla, abrió los brazos gritando: «¡Tómame! ¡Haz conmigo lo que tú quieras!» Ella, con toda la amabilidad posible, le hizo vestirse, y los puso a él y a su cartera en la puerta. Brunel no había vuelto.

Allie contó el caso a Gibreel con una risueña franqueza que indicaba que ella no esperaba que desatara aquella tormenta. Pero también es posible (durante los últimos días habían tenido ciertos roces) que aquel aire de inocencia fuera ficticio, que ella casi deseara que él empezara a portarse mal, de manera que lo que ocurriera fuera culpa suya, no de ella… Lo cierto es que Gibreel puso el grito en el cielo y acusó a Allie de falsear el final de la historia y agregó que en realidad el pobre Brunel debía de estar esperando al lado del teléfono y que ella pensaba llamarle en cuanto él, Farishta, diera media vuelta. Desvarios, en suma, celos del pasado, los peores. Cuando este sentimiento terrible se apoderó de él, empezó a improvisar una serie de amantes, a los que puso por todas las esquinas. Ella le había contado lo de Brunel para mortificarle, gritó; era una crueldad deliberada. «Tú quieres tener a los hombres de rodillas -chilló, perdido ya el control por completo-. Yo no me arrodillo.»

«Basta -dijo ella-. Fuera.»

Su furor se acrecentó. Ciñéndose la toga, se precipitó en el dormitorio para vestirse. Se puso las únicas prendas que poseía, incluida la gabardina del forro escarlata y el sombrero gris de don Enrique Diamond; Allie le miraba desde la puerta. «No creas que volveré», gritó, comprendiendo que su furor podía llevarle hasta la puerta y esperando que ella empezara a calmarle, a hablarle suavemente, a proporcionarle el medio de quedarse. Pero ella se encogió de hombros y se fue, y entonces, en el instante de su mayor ira, se resquebrajaron los límites de la tierra, se oyó un ruido como de una presa que reventara y mientras los espíritus del mundo de los sueños salían en tropel por la brecha al universo de lo cotidiano, Gibreel Farishta vio a Dios.

Para el Isaías de Blake, Dios era, simplemente, inmanente, una indignación incorpórea; pero la visión de Gibreel del Ser Supremo no tenía nada de abstracta. Sentado en la cama había un hombre de su misma edad poco más o menos, estatura mediana, fornido, con una barba de sal y pimienta recortada resiguiendo la línea de la mandíbula. Lo que más le chocó fue que la aparición tenía una calva incipiente, caspa y gafas. Aquél no era el Todopoderoso que él esperaba. «¿Quién es usted?», preguntó con interés. (Ahora ya no le interesaba Alleluia Cone que, al oír que empezaba a hablar solo, había vuelto sobre sus pasos y le observaba con una expresión de auténtico pánico.)

«Ooparvala -dijo la aparición-. El de Arriba.» «¿Cómo puedo estar seguro de que no es el Otro -preguntó Gibreel astutamente-, Neechayvala, El de Abajo?»

Pregunta muy osada que recibió respuesta contundente. Aquella deidad podía tener aspecto de amanuense miope, pero desde luego era capaz de movilizar todo el aparato tradicional de la ira divina. Las nubes se agolparon frente a la ventana; el viento y el trueno hicieron temblar la habitación. En los Fields cayeron árboles. «Estamos perdiendo la paciencia contigo, Gibreel Farishta. Ya basta de dudar de Nos. -Gibreel bajó la cabeza, apabullado por la divina cólera-. Nos no estamos obligado a explicarte Nuestra naturaleza. -El rapapolvo continuaba-. Si Nos somos multiforme y plural; si representamos la unión por hibridación de contrarios tales como Oopar y Neechay, o si somos puro, escueto y sumo, no ha de decidirse aquí.» La revuelta cama, en la que su Visitante descansaba Su parte posterior (que, según observó Gibreel, refulgía levemente, como el resto de la Persona), fue objeto de mirada desaprobadora. «Lo que importa es que ya se han acabado las vacilaciones. ¿Tú querías una señal clara de Nuestra existencia? Nos hicimos que la Revelación llenara tus sueños, en los cuales se explicitaba no sólo Nuestra naturaleza, sino también la tuya. Pero tú te resistías, luchabas contra el sueño por el que Nos te despertábamos. Tu miedo a la verdad nos ha obligado finalmente a manifestarnos, con bastantes molestias, en la vivienda de esta mujer muy entrada la noche. Ya es hora de actuar. ¿Crees que Nos te rescatamos de los cielos para que te revolcaras con una rubia de pies planos (extraordinaria, sin duda). El trabajo espera.»

«Estoy dispuesto -dijo Gibreel con humildad-. De todos modos, ya me iba.»

«Escucha -le decía Allie Cone-, Gibreel, maldita sea, olvida la pelea. Mira: yo te quiero.»

Ahora estaban los dos solos en el apartamento. «Tengo que marcharme», dijo Gibreel suavemente. Ella se colgó de su brazo. «Me parece que no estás bien.» Él insistió en salvar su dignidad. «Después de exigir mi marcha, ya no posees jurisdicción en lo concerniente a mi salud.» Y escapó. Alleluia, al tratar de seguirle, sintió agudos dolores en ambos pies y, sin más opción, cayó al suelo sollozando, lo mismo que una actriz en una película masala, o que Rekha Merchant el día en que Gibreel la dejó por última vez. En suma, lo mismo que un personaje de un tipo de drama en el que ella nunca creyó poder encajar.

* * *

La turbulencia meteorológica desatada por la cólera de Dios para con su siervo había dado paso a una noche clara y tibia presidida por una luna gorda y mantecosa. Sólo los árboles derribados daban testimonio del poder del Ser que ya había partido. Gibreel, con el sombrero calado, el cinturón del dinero bien ceñido al cuerpo, las manos hundidas en los bolsillos -la derecha palpaba un libro pequeño, de tapas blandas-, daba gracias en silencio por su evasión. Seguro ya de su condición arcangélica, desechó todo remordimiento por sus anteriores dudas y lo sustituyó por una firme decisión: él devolvería a esta metrópoli de impíos, esta nueva 'Ad o Thamoud, el conocimiento de Dios, el cual derramaría sobre ella las bendiciones de la Revelación, la Palabra sagrada. Sintió que su antigua personalidad se desprendía de él y la despidió encogiéndose de hombros, pero decidió que, por ahora, conservaría la escala humana. Aún no había llegado el momento de crecer hasta llenar el firmamento de horizonte a horizonte, aunque sin duda llegaría a no tardar.

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