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La mitológica Elena, la modelo, envuelta en plásticos de alta costura, estaba segura de su inmortalidad. Allie, cuando fue a visitarla a su refugio de World's End, rehusó el terrón de azúcar que le ofrecía, murmuró que era malo para el cerebro, sintiéndose patosa, como de costumbre en presencia de Elena. La cara de su hermana, ojos excesivamente separados, barbilla demasiado puntiaguda, un efecto irresistible, la contemplaba burlona. «En el cerebro hay neuronas de sobra -dijo Elena-. Puedes permitirte gastar unas cuantas.» Elena derrochaba su capital de neuronas como el dinero, en busca de sus propias cumbres, tratando de volar, como se decía en el argot de la época. La muerte, como la vida, le llegó envuelta en azúcar.

Elena quiso «sacar partido» de su hermana pequeña Alleluia. «Con lo guapa que tú eres, ¿por qué te disfrazas con ese mono? Si no te falta de nada.» Una noche vistió a Allie con un modelito verde aceituna, a base de volantes y carencias, que dejaba los panties al aire hasta casi la ingle: me espolvorea de azúcar, como si fuera un dulce, pensó Allie con mentalidad puritana, mi propia hermana me exhibe en el escaparate, muchas gracias. Fueron a un club de juego, lleno de extasiados magnates de medio pelo y, mientras Elena estaba distraída, Allie se marchó. Una semana después, avergonzada por su cobardía, sentada en una poltrona tipo «saco de judías» en World's End, confesó a Elena que ya no era virgen. Y entonces su hermana le dio una bofetada en la boca y le llamó nombres antiguos: zorra, ramera, pájara. «Elena Cone nunca consintió que un hombre le pusiera encima ni un dedo -gritó, revelando su habilidad para pensar en sí misma en tercera persona-, ni una triste uña. Yo sé hacerme valer, niña, sé que, en cuanto ellos meten el pito, se acaba el misterio; pero debí figurarme que tú me saldrías puta. Algún comunista de mierda, seguro», concluyó. Había heredado los prejuicios de su padre. Allie, como Elena sabía, no.

Después de aquello, no se vieron mucho más. Elena sería hasta su muerte la reina virgen de la ciudad -la autopsia confirmó que había muerto virgo intacta -, mientras Allie dejaba de usar ropa interior, hacía trabajitos en revistas radicales de pequeña tirada y se convertía en el polo opuesto de su intocable hermana. Cada cópula le representaba una bofetada en la cara de su hermana, de expresión tempestuosa y labios pálidos. Tuvo tres abortos en dos años, y descubrió, con cierto retraso, que el uso de la píldora anticonceptiva la había colocado en el grupo de mayor riesgo de cáncer.

Se enteró de la muerte de su hermana por un cartel de un quiosco de periódicos: MUERE MODELO «BAÑADA EN ÁCIDO». Su primer pensamiento fue: ni la muerte te salva de los juegos de palabras. Después, descubrió que no podía llorar. «Seguí viéndola en las revistas durante meses -dijo a Gibreel -. Los contratos publicitarios se hacen a largo plazo.» El cadáver de Elena bailaba por desiertos marroquíes, cubierto tan sólo con velos diáfanos, o era avistado en la Luna, en el mar de las Sombras, sin más indumentaria que el casco espacial y media docena de corbatas de seda anudadas en los pechos y las caderas. Allie pintaba bigotes en las fotografías, para escándalo de los quiosqueros; arrancaba a su difunta hermana de los periódicos de su antimuerte de zombie y hacía con ella una pelota. Allie, perseguida por el fantasma periodístico de Elena, meditaba sobre los peligros de intentarvolar; ¡qué flamígeras caídas, qué macabros infiernos se reservaban a aquellos émulos de ícaro! Le dio por pensar que Elena era un alma en pena, por creer que este cautiverio en un mundo inmóvil de descoco fotográfico en el que exhibía unos pechos negros de plástico moldeado tres tallas más grandes que los suyos, una torcida sonrisa seudoerótica y un mensaje publicitario en el ombligo, era nada menos que el infierno personal de Elena. Allie empezó a ver el grito en los ojos de su hermana, la angustia de verse atrapada para siempre en la doble plana de la moda. Elena era torturada por demonios, consumida en fuegos, y ni siquiera podía moverse… Al cabo de un tiempo, Allie tenía que evitar las tiendas en las que su hermana miraba al vacío desde los estantes. Era incapaz de abrir una revista, y escondió todas las fotos que tenía de Elena. «Adiós, Yel -dijo a la memoria de su hermana, llamándola por su nombre de la infancia-. No puedo mirarte más.»

«Pero al fin resultó que yo era igual que ella.» Las montañas empezaron a cantar en sus oídos; y también ella sacrificó neuronas para ir en busca de la exaltación. Eminencias médicas, especializadas en los problemas del montañismo, han demostrado con frecuencia, sin lugar a una duda razonable, que los seres humanos no pueden vivir sin un aparato respiratorio por encima de los ocho mil metros. Los ojos sufren derrames devastadores y el cerebro también empieza a estallar, perdiendo neuronas por miles de millones, demasiadas y demasiado aprisa, lo cual provoca el daño irreparable conocido por el nombre de deterioro de la altitud, que rápidamente es seguido de la muerte. Cadáveres ciegos, conservados en el congelador de las altas cumbres. Pero Allie y el sherpa Pemba subieron y volvieron para contarlo. Las neuronas de los fondos de depósito del cerebro suplieron las bajas de las cuentas corrientes. Tampoco se le reventaron los ojos. ¿Por qué se equivocaron los científicos? «Por los prejuicios, sobre todo -dijo Allie, enroscada alrededor de Gibreel debajo de la seda del paracaídas-. Puesto que no pueden cuantificar la voluntad, la dejan fuera de sus cálculos. Pero es la voluntad lo que te sube al Everest, la voluntad y la cólera, y eso puede con cualquier ley de la Naturaleza que puedas imaginar, por lo menos a corto plazo, y tomando en consideración la gravedad. Por lo menos, si no abusas de la suerte.»

Hubo ciertos daños. Ella sufría inexplicables fallos de memoria: cosas pequeñas e imprevisibles. Un día, en la pescadería, se le olvidó la palabra pescado. Una mañana, en el cuarto de baño, con el cepillo de los dientes en la mano, no sabía para qué servía. Y otra vez, al despertar y ver a Gibreel dormido a su lado, estuvo a punto de sacudirle y preguntar: «¿Quién diablos es usted? ¿Cómo ha llegado a mi cama?», pero, en el último instante, le volvió la memoria. «Espero que sea transitorio», le dijo. Pero todavía guardaba para sí las apariciones del fantasma de Maurice Wilson en los tejados que rodeaban los Fields, agitando el brazo con ademán invitador.

* * *

Era una mujer competente, impresionante en muchos aspectos, la deportista profesional de los años ochenta, cliente de MacMurray, la agencia gigante de relaciones públicas, y tenía patrocinadores a montones. Ahora también ella aparecía en anuncios, exhibiendo su propia línea de prendas para deporte y tiempo libre, pensadas para los excursionistas aficionados más que para los escaladores profesionales, promoviendo lo que Hal Valance llamaría el universo. Ella era la muchacha de oro del techo del mundo, la superviviente de «mi pareja de teutonas», como Otto Cone gustaba de llamar a sus hijas. Yel, otra vez te sigo los pasos. Una mujer atractiva en un mundo dominado por, en fin, hombres peludos se vendía bien, y la imagen de la «reina de los hielos» tenía garra. Esto daba dinero, y ahora que era lo bastante vieja como para comprometer sus viejos y fieros ideales con un simple encogerse de hombros y una sonrisa, estaba dispuesta a hacerlo, dispuesta, incluso, a salir en los programas de entrevistas de la televisión para responder con evasivas e insinuaciones picantes a las consabidas preguntas acerca de la vida con los chicos a ocho mil metros. Este exhibicionismo no casaba con la imagen de sí misma a la que aún se aferraba con fuerza: la idea de que ella era solitaria por naturaleza, la más reservada de las mujeres, y que las exigencias de su vida profesional le provocaban un conflicto que la dividía consigo misma Ello fue la causa de su primera disputa con Gibreel, que, con su crudeza habitual, dijo: «Supongo que no hay inconveniente en huir de las cámaras mientras sepas que van detrás de ti. Pero ¿y si se paran? Supongo que entonces correrías en sentido contrario.» Después, cuando hicieron las paces, ella bromeaba acerca de su fama creciente (puesto que fue la primera rubia atractiva que conquistó el Everest, se armó un considerable revuelo, y recibía por correo fotos de magníficos mostrencos, invitaciones a soirées encopetadas y también insultos paranoicos): «Yo podría hacer películas ahora que tú te has retirado. ¿Quién sabe? Quizá las haga.» A lo que él respondió, impresionándola con su vehemencia: «Antes tendrías que matarme.»

A pesar de su pragmatismo y buena disposición para meterse en las contaminadas aguas de la vida real y nadar a favor de la corriente, Allie no se libraba de la sensación de que una horrible desgracia acechaba a la vuelta de la esquina -reliquia de la trágica muerte de su padre y de su hermana-. Este presentimiento hizo de ella una escaladora precavida, «un tío que calcula porcentajes», como decían los chicos, y, a medida que admirados compañeros iban muriendo en las montañas, su precaución fue en aumento. Cuando no estaba escalando, ello le daba, a veces, un aspecto tenso, un aire nervioso; adquirió el aspecto defensivo y reconcentrado de una fortaleza que se prepara para un asalto inevitable. Esta actitud contribuyó a consolidar su reputación de mujer gélida; la gente se mantenía a distancia y, según decía ella misma, aceptaba la soledad como precio de su independencia. Pero en todo ello empezaba a haber contradicciones porque, al fin y al cabo, últimamente ella había abandonado toda prudencia cuando decidió hacer el último asalto al Everest sin oxígeno. «Aparte las demás consideraciones -le manifestó la agencia en su carta de felicitación -, este gesto la humaniza, demuestra que usted tiene corazón e intrepidez, lo cual le da una nueva dimensión muy positiva.» Ahora trabajaban en ello. Y, además, pensó Allie, sonriendo a Gibreel con expresión de estímulo y fatiga, mientras él descendía hacia sus intimidades, aquí estás tú. Casi un perfecto desconocido y te has hecho el dueño. Dios mío, si hasta te entré por la puerta casi en brazos. No se te puede reprochar que aceptaras la invitación.

Él no estaba educado para la convivencia. Acostumbrado a los criados, dejaba la ropa, las migas y las bolsitas del té tiradas por ahí. Peor: las tiraba, las dejaba caer donde había que recogerlas; con total desconsideración, permitiéndose el lujo de no reparar en lo que hacía, para seguir demostrándose a sí mismo que él, el pobre chiquillo de la calle, no tenía necesidad de ordenar sus cosas. Y no era esto lo único que la enfurecía. Ella servía el vino; él vaciaba su copa rápidamente y luego, cuando ella estaba distraída, bebía de la de ella, apaciguándola con un angelical y superinocente: «Hay mucho más, ¿verdad?» Se comportaba muy mal en casa. Le gustaba peer. Se quejaba -¡se quejaba, sí, después de que ella, literalmente, lo recogiera de la nieve!- de que el piso era pequeño. «No puedo andar dos pasos sin darme de narices contra una pared.» Contestaba al teléfono con grosería, auténtica grosería, sin molestarse en preguntar quién llamaba: automáticamente, como hacen las estrellas de cine de Bombay cuando, por casualidad, no hay un lacayo a mano que les proteja de las intrusiones. Después de soportar una de aquellas andanadas de obscenidades, Alicja, cuando por fin pudo hablar con su hija, dijo: «Perdona la franqueza, hijita, pero me parece que tu amigo es un caso.»

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