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«Es una cosa pequeña -vuelve a empezar-. Un grano de arena. Abu Simbel pide a Alá que le conceda una pequeña gracia.» Hamza ve que está exhausto. Como si hubiera estado peleando con un demonio. El aguador grita: «¡Nada! ¡Ni un adarme!» Hamza le hace callar.

«Si nuestro gran Dios quisiera conceder… él usó esta palabra: conceder… que tres, sólo tres de los trescientos sesenta ídolos de la casa son dignos de adoración…»

«¡No hay más dios que Dios!», grita Bilal. Y sus compañeros hacen coro: «¡Ya, Alá!» Mahound parece enojado. «¿Quieren los fieles oír al Mensajero?» Ellos enmudecen, restregando los pies en el polvo.

«Él pide que Alá reconozca a Lat, Uzza y Manat. A cambio, él garantiza que nosotros seremos tolerados, incluso oficialmente reconocidos; en señal de lo cual yo voy a ser elegido miembro del consejo de Jahilia. Ésta es la oferta.»

Salman, el persa, dice: «Es una trampa. Si tú subes al Coney y luego bajas con semejante Mensaje, él te preguntará cómo conseguiste que Gibreel te hiciera la revelación precisa. Entonces podrá llamarte charlatán y farsante.» Mahound mueve la cabeza. «Tú sabes, Salman, que yo he aprendido a escuchar. Esta manera de escuchar es especial; es también una manera de preguntar. Muchas veces, cuando Gibreel viene, es como si él supiera lo que hay en mi corazón. Casi siempre me da la impresión de que él viene de dentro de mi corazón; de lo más profundo, de mi alma.»

«Puede ser una trampa diferente -insiste Salman-. •Cuánto tiempo hace que recitamos el credo que tú nos diste? No hay otro dios más que Dios. ¿Qué somos nosotros si ahora lo abandonamos? Esto nos debilita, nos hace absurdos. Dejamos de ser peligrosos. Nadie volverá a tomarnos en serio.»

Mahound se ríe, divertido de verdad. «Quizá tú no lleves aquí el tiempo suficiente -dice con amabilidad-. ¿No te has dado cuenta? La gente no nos toma en serio. Cuando yo hablo, nunca hay más de cincuenta personas y la mitad son forasteros. ¿No has leído los pasquines que Baal cuelga por toda la ciudad?» Recita:

Mensajero, escucha atentamente
Tu monofilia,
tu uno uno uno, no es para Jahilia.
Devolver al remitente.

«En todas partes se burlan de nosotros, y tú dices que somos peligrosos», exclama.

Ahora Hamza parece inquieto: «Tú nunca te habías preocupado por sus opiniones. ¿Por qué ahora sí? ¿Por qué, después de hablar con Simbel?»

Mahound mueve la cabeza. «A veces pienso que debo dar facilidades a la gente para que crea.»

Un silencio violento se hace entre los discípulos; intercambian miradas, se revuelven inquietos. Mahound vuelve a gritar: «Todos sabéis lo que ha pasado. Nuestra incapacidad para conseguir conversiones. La gente no quiere renunciar a sus dioses. No quiere, no quiere, no.» Se pone de pie, se aleja de ellos a grandes zancadas, se lava solo, al otro lado del Zam-zam, y se arrodilla para rezar.

«La gente está sumida en la oscuridad -dice Bilal tristemente-. Pero un día verá. Y oirá. Dios es uno.» La pena los embarga a los tres; hasta Hamza está desanimado. Mahound ha sido conmovido y sus seguidores tiemblan.

El se levanta, se inclina, suspira y se acerca a ellos. «Escuchadme todos -dice poniendo un brazo alrededor de los hombros de Bilal, y el otro alrededor de los de su tío-. Escuchad, es una oferta interesante.»

Khalid, que ha quedado fuera del abrazo, interrumpe con resentimiento: «Es una oferta tentadora.» Los otros se horrorizan. Hamza habla dulcemente al aguador: «¿No eras tú, Khalid, el que quería pelearse conmigo hace poco porque suponías erróneamente que cuando yo llamé hombre al Mensajero en realidad le llamaba débil? ¿Y bien? ¿Ahora me toca a mí retarte a pelear?»

Mahound suplica la paz. «Si peleamos no hay esperanza. -Trata de elevar la discusión al plano teológico-. No se trata de que Alá acepte a las tres diosas como iguales. Ni siquiera a Lat. Sólo que se les reconozca una categoría intermedia, menor.»

«De demonios», estalla Bilal.

«No. -Salman, el persa, ha comprendido-. De arcángeles. Simbel es hombre inteligente.»

«Ángeles y demonios -dice Mahound-, Shaitan y Gibreel. Todos nosotros, ya, aceptamos su existencia. Abu Simbel pide que reconozcamos a tres más de esta gran cohorte. Sólo tres, y dice él que todas las almas de Jahilia serán nuestras.»

«¿Y la Casa quedará limpia de imágenes?», pregunta Salman. Mahound responde que esto no fue especificado. Salman mueve la cabeza. «Hace esto para destruirte.» Y Bilal agrega: «Dios no puede ser cuadro.» Y Khalid, casi llorando: «Mensajero, ¿qué dices? Lat, Manat, Uzza… ¡todas son hembras! ¡Por piedad! ¿Es que ahora vamos a tener diosas? Viejas grullas, garzas, brujas?»

Pena tensión fatiga, marcadas profundamente en la cara del Profeta. La cual Hamza, como el soldado que consuela a un compañero herido en el campo de batalla, toma entre las manos. «Nosotros no podemos aclarar esto por ti, sobrino -dice-. Sube a la montaña. Ve a preguntar a Gibreel.»

* * *

Gibreel es el durmiente cuyo punto de vista es unas veces el de la cámara y otras el del espectador. Cuando es cámara, el objetivo está siempre en movimiento, él detesta las tomas estáticas, de manera que evoluciona sobre una alta grúa, mirando las figuras de los actores, en escorzo, o desciende bruscamente y se mezcla, invisible, con ellos, girando lentamente sobre los talones, para conseguir una panorámica de trescientos sesenta grados, o quizás intenta una toma móvil siguiendo a Baal y Abu Simbel mientras caminan, o, con la manual, con ayuda de un estabilizador, indaga en los secretos del dormitorio del Grande de Jahilia. Pero casi siempre permanece sentado en el monte Cone, como un espectador de anfiteatro, mirando a Jahilia, su pantalla. Él observa y juzga la acción como cualquier aficionado, goza con las luchas infidelidades crisis morales, pero no hay suficientes chicas para un auténtico éxito, tú, ¿y dónde están las malditas canciones? Hubieran tenido que alargar la escena de la feria, quizá con una actuación especial de Pimple Billimoria en una de las tiendas, moviendo sus famosas domingas.

Y entonces, de repente, Hamza dice a Mahound: «Ve a preguntar a Gibreel», y él, el durmiente, siente que el corazón le da un vuelco del susto, quién, ¿yo? ¿Yo tengo que saber la respuesta? Yo estaba aquí sentado, mirando la película, y ahora ese actor me señala, habráse visto, ¿quién pide al jodido público de una película teológica que les resuelva el condenado argumento? Pero el sueño cambia constantemente y él, Gibreel, ya no es un simple espectador, sino el protagonista, la estrella. Por su antigua debilidad de aceptar demasiados papeles: sí, sí, no sólo interpreta al arcángel, sino también al otro, el comerciante, el Mensajero, Mahound, que, a la que te descuidas, ya está subiendo la montaña. Hay que hacer un montaje primoroso en las escenas en que él hace papel doble. No pueden salir los dos en la misma toma, cada uno tiene que hablar al vacío, a la encarnación imaginaria del otro, y confiar en que la técnica, con tijeras y cinta adhesiva, hará aparecer al ausente o recurrir a una plataforma móvil, lo cual es más exótico, aunque no hay que confundirlo con una alfombra mágica, jaja.

Él ha comprendido: que tiene miedo del otro, del comerciante, ¿no es una tontería? El arcángel, temblando ante el simple mortal. Es verdad: pero es la clase de miedo que experimentas cuando estás en un plató por primera vez y ahí, a punto de entrar, está una de las leyendas vivas del cine; y piensas: voy a hacer el ridículo, me quedaré clavado, muerto, y deseas como un loco estar a la altura. Serás arrastrado por el vendaval de su genio, él puede hacerte quedar bien, como un actor de altos vuelos; pero, si no respondes, lo notarás y, lo que es peor, él también… El miedo de Gibreel, el miedo del personaje creado por su sueño, le hace resistirse a la llegada de Mahound, tratar de demorarla, pero ya viene, no hay duda, y el arcángel contiene la respiración.

Esos sueños en los que te empujan al escenario cuando no tienes que estar en él, no conoces el argumento, no has estudiado un papel, pero hay un teatro lleno que te mira, te mira: eso es lo que él sentía. O el caso verídico de la actriz blanca que interpretaba a una negra en una obra de Shakespeare y al salir a escena se dio cuenta de que llevaba puestos los lentes, ayyy, pero también se había olvidado de teñirse las manos y no podía alzarlas para quitárselos, ayyayyy: eso, también. Mahound viene a mí en busca de una revelación, a pedirme que elija entre alternativas monoteísta y henoteísta, y yo no soy más que un pobre actor idiota que tiene una pesadilla bhaemchud, qué carajo sé yo, yaar, qué puedo decirte, socorro. Socorro.

* * *

Para llegar al monte Cone desde Jahilia tienes que caminar por oscuros desfiladeros en los que la arena no es blanca, no es la arena pura, filtrada hace tiempo por los cuerpos de las holoturias marinas, sino negra y áspera y absorbe la luz del sol. Coney se cierne sobre ti como una fiera imaginaria. Tú subes por su lomo. Dejando atrás los últimos árboles, de flores blancas y hojas gruesas y lechosas, trepas por entre las peñas que se hacen más y más grandes a medida que vas subiendo, hasta que parecen enormes murallas y empiezan a tapar el sol. Los lagartos son azules como sombras. Llegas a la cumbre, Jahilia está detrás de ti y, delante, la inmensidad del desierto. Bajas por el lado del desierto y, unos ciento cincuenta metros más abajo, encuentras la cueva que es lo bastante alta como para que puedas estar de pie y que tiene suelo de milagrosa arena albina. Mientras subes, oyes a las palomas del desierto llamarte por tu nombre, y a las peñas saludarte en tu propia lengua, gritando Mahound, Mahound. Cuando llegas a la cueva, estás cansado, te tiendes y te duermes.

* * *

Pero, una vez ha descansado, él penetra en otra clase de sueño, un duermevela, ese estado que él llama de escucha, y siente un dolor en el vientre, como un tirón, como de algo que quisiera nacer, y ahora Gibreel, que estaba planeando y mirando desde las alturas, se siente confuso, yo quién soy, y en este momento empieza a parecer que el arcángel está realmente dentro del Profeta; yo soy el dolor sordo que le retuerce el vientre, yo soy el ángel que es extrusionado del ombligo del durmiente, yo, Gibreel Faríshta, emerjo mientras Mahound, mi otro yo, yace escuchando, en trance; estoy unido a él, ombligo con ombligo, por un reluciente cordón luminoso; no es posible decir cuál de nosotros sueña al otro. Los dos fluimos en ambas direcciones por el cordón umbilical.

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