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Abu Simbel, el Grande burlado, se levanta, ordena: «De pie» y Baal, perplejo, le sigue al exterior.

Las tumbas de Ismail y de su madre Hagar, la egipcia, están en la fachada noroeste de la Casa de la Piedra Negra, en un recinto rodeado de un muro bajo. Abu Simbel se acerca a esta zona y se para a cierta distancia. En el recinto hay un pequeño grupo de hombres. Están Khalid, el aguador, un vagabundo persa que responde al curioso nombre de Salman y, completando esta trinidad de la escoria, Bilal, el liberado por Mahound, un enorme monstruo negro con una voz acorde con su tamaño. Los tres haraganes están sentados en el muro. «Ese hatajo de inútiles -dice Abu Simbel-, ésos son tus objetivos. Escribe sobre ellos, y también sobre su jefe.» Baal, a pesar del miedo, no puede disimular la incredulidad. «Grande, ¿esos idiotas, esos inmundos payasos? No debes preocuparte por ellos. ¿Piensas acaso que el solitario Dios de Mahound arruinará tus templos? ¿Trescientos sesenta contra uno y va a ganar el uno? Imposible.» Ríe, casi histérico. Abu Simbel permanece sereno: «Guarda tus insultos para tus versos.» Baal no puede contener la risa. «Una revolución de aguadores, inmigrantes y esclavos…, buáa, Grande. Qué miedo.» Abu Simbel mira fijamente al poeta, que no cesa de reír. «Sí – responde-, haces bien en tener miedo. Empieza a escribir, haz el favor, y espero que esos versos sean tu obra maestra.» Baal se derrumba y gime: «Pero será desperdiciar mi, mi pequeño talento…» Entonces ve que ha hablado demasiado.

«Obedece; no tienes elección», son las últimas palabras que le dice Abu Simbel.

* * *

El Grande de Jahilia está repantigado en su dormitorio mientras las concubinas le sirven. Aceite de coco para su pelo pobre, vino para su paladar, lenguas para su deleite. Tiene razón el chico. ¿Por qué temo yo a Mahound? Distraídamente, empieza a contar las concubinas y al llegar a quince abandona, agitando una mano. El chico. Hind seguirá viéndolo, desde luego; ¿qué posibilidades tiene él de resistírsele? Es una debilidad, lo sabe; ve demasiado y tolera demasiado. Él tiene sus apetitos; ¿por qué no va a tener ella los suyos? Mientras sea discreta, y mientras él lo sepa. Él debe saberlo; el conocimiento es su narcótico, su adicción. Él no puede tolerar lo que no conoce, y por esta razón, si no por otra, Mahound es su enemigo, Mahound, con su hatajo de desharrapados. El chico tenía razón al reírse. Él, el Grande de Jahilia, ríe más difícilmente. Al igual que su oponente, es hombre cauto, él camina sigilosamente. Recuerda al grandullón, el esclavo Bilal, al que su amo, a la puerta del templo de Lat, pidió que enumerara los dioses. «Uno», respondió él con su vozarrón musical. Blasfemia que puede castigarse con la muerte. Lo estiraron en la feria, con un pedrusco en el pecho. ¿Cuántos has dicho? Uno, repetía él, uno. Agregaron otro pedrusco al primero. Uno uno uno. Mahound pagó una gran suma al amo y liberó a Bilal.

No, piensa Abu Simbel, el joven Baal se equivoca: ocuparse de estos hombres no es perder el tiempo. ¿Por qué temo yo a Mahound? Por eso: uno uno uno, su aterradora singularidad. Mientras que yo estoy siempre dividido, siempre dos o tres o quince. Incluso puedo apreciar su punto de vista; él es tan rico y próspero como cualquiera de nosotros, como cualquiera de los consejeros, pero, puesto que carece de las adecuadas relaciones familiares, no le hemos ofrecido un lugar en nuestro grupo. Excluido por su orfandad de la buena sociedad mercantil, se siente marginado, cree que no ha recibido lo que merece. Siempre fue un tipo ambicioso. Ambicioso, pero también solitario. No se llega a lo más alto trepando a una montaña en soledad. A no ser, quizá, que allí encuentres un ángel…, sí, eso es. Ahora sé lo que se propone. Pero él a mí no me entendería. ¿Qué clase de idea soy yo? Yo me doblego. Yo me inclino. Yo calculo las probabilidades, arrío velas, manipulo, sobrevivo. Por ello no quiero acusar de adulterio a Hind. Formamos una buena pareja, hielo y fuego. El escudo de su familia, el fabuloso león rojo, la mantícora de muchos dientes. Que juegue con su poeta; entre nosotros nunca hubo relación sexual. Acabaré con él cuando ella haya acabado. Qué mentira tan grande, piensa el Grande de Jahilia mientras se duerme, aquello de que la pluma es más fuerte que la espada.

* * *

Las fortunas de la ciudad de Jahilia se hicieron gracias a la supremacía de la arena sobre el agua. En los viejos tiempos, se creía más seguro transportar las mercancías por el desierto que por los mares, en los que en cualquier momento podían atacar los monzones. En aquellos tiempos anteriores a la meteorología estas cosas eran imposibles de predecir. Por esta razón, los caravanserrallos prosperaban. Los productos del mundo iban de Zafar a Saba y de allí a Jahilia y al oasis de Ahrib y hasta Midian, donde vivía Moisés, y de allí a Aqabah y Egipto. De Jahilia partían otras rutas; al Este y Noreste, hacia Mesopotamia y el gran Imperio persa. A Petra y a Palmira, donde Salomón amó a la reina de Saba. Aquéllos eran días prósperos. Pero ahora las flotas que surcan las aguas que rodean la península son más osadas; sus tripulaciones, más diestras; sus instrumentos de navegación, más exactos. Las caravanas de camellos pierden clientela ante los barcos. La nave del desierto y la nave marina, la vieja rivalidad; ahora, la balanza del poder se decanta. Los gobernantes de Jahilia se irritan, pero poco pueden hacer. A veces, Abu Simbel piensa que sólo las peregrinaciones salvan a la ciudad de la ruina. El consejo busca por todo el mundo imágenes de dioses ajenos para atraer a nuevos peregrinos a la ciudad de arena; pero también en esto hay competencia. En Saba se ha construido un gran templo, un santuario que rivalizará con la Casa de la Piedra Negra. Muchos peregrinos son atraídos hacia el Sur, y en la feria de Jahilia disminuyen los visitantes.

Por recomendación de Abu Simbel, los gobernantes de Jahilia han añadido a las prácticas religiosas el tentador y picante aliciente de la disipación. La ciudad se ha hecho famosa por su depravación: antro de juego, burdel, un lugar en el que suenan canciones obscenas y música alocada y estrepitosa. Una vez, varios miembros de la tribu de los sharks fueron muy lejos impulsados por su codicia del dinero de los peregrinos. Los guardianes de la puerta de la Casa empezaron a exigir sobornos a los cansados viajeros; cuatro de ellos, furiosos por lo exiguo de la propina, arrojaron a dos peregrinos por las grandes y empinadas escaleras causándoles la muerte. Esta costumbre fue contraproducente, ya que desanimó a muchos a repetir el viaje… Hoy las peregrinas son raptadas para conseguir rescate o vendidas como concubinas. Pandillas de jóvenes sharks patrullan por la ciudad imponiendo su propia ley. Se dice que Abu Simbel se reúne en secreto con los jefes de las bandas para organizar sus actividades. Éste es el mundo al que Mahound ha traído su mensaje: uno uno uno. En medio de tanta multiplicidad, suena como una palabra peligrosa.

El Grande de Jahilia se incorpora y, de inmediato, las concubinas se acercan para reanudar los untes y masajes. Él las despide agitando la mano y da una palmada. Entra el eunuco. «Lleva un mensaje a casa del kahin Mahound», ordena Abu Simbel. Le pondremos una pequeña prueba. Una contienda justa: tres contra uno.

* * *

Aguador inmigrante esclavo: los tres discípulos de Mahound se lavan en la fuente de Zamzam. En la ciudad de arena, su obsesión por el agua hace de ellos unos excéntricos. Abluciones y más abluciones: las piernas, hasta la rodilla; los brazos, hasta el codo; la cabeza, hasta el cuello. El tronco seco, las extremidades mojadas y el pelo húmedo, ¡qué tipos tan raros! Splish, splosh, lavar y rezar. De rodillas, hundiendo brazos, piernas y cabeza en la ubicua arena y, luego, vuelta a empezar el ciclo de agua y oración. Son blancos fáciles para la pluma de Baal. Su amor al agua es una especie de traición; el pueblo de Jahilia reconoce la omnipotencia de la arena. Se mete entre los dedos de las manos y de los pies, se deposita en las pestañas y se hace costra en los poros. Ellos se abren al desierto: ven, arena, inúndanos de aridez. Así son los jahilitas, desde el primero hasta el último. Son gente de silicio, y ahora entre ellos hay partidarios del agua.

Baal, a distancia -con Bilal no se puede jugar-, los provoca. «Si las ideas de Mahound tuvieran algún valor, ¿creéis que serían aceptadas únicamente por gentuza como vosotros?» Salman apacigua a Bilal: «Debemos sentirnos honrados de que el poderoso Baal se digne atacarnos», sonríe, y Bilal se relaja y desiste. Khalid, el aguador, está inquieto, y cuando ve acercarse la figura corpulenta de Hamza, tío de Mahound, corre ansiosamente hacia él. Hamza, a los sesenta años, todavía es el luchador y el cazador de leones más famoso de la ciudad. No obstante, la verdad es menos gloriosa que los elogios: muchas veces, Hamza ha sido vencido en el combate y salvado por los amigos o por la suerte; rescatado de las fauces de los leones. Él tiene dinero suficiente para hacer que estos detalles no trasciendan. Y la edad, y la supervivencia, imprimen una especie de refrendo en una leyenda marcial. Bilal y Salman se olvidan de Khalid y siguen a Baal. Los tres están nerviosos, son jóvenes.

Todavía no ha vuelto a casa, dice Hamza. Y Khalid, preocupado: Pero si hace horas. ¿Qué estará haciéndole ese canalla, torturándole, empulgueras, látigo? Salman, una vez más, es el más tranquilo: No es el estilo de Simbel, dice; debe de ser algo más taimado, podéis estar seguros. Y Bilal vocifera lealmente: Taimado o no, yo tengo fe en él, en el Profeta. Él no sucumbirá. Hamza se limita a reprochar ligeramente: Oh, Bilal, ¿cuántas veces habré de decírtelo? Conserva tu fe para Dios. El Mensajero sólo es un hombre. La tensión estalla en Khalid: se planta ante el viejo Hamza y pregunta: ¿Quieres decir que el Mensajero es débil? Por más tío que seas… Hamza golpea al aguador sobre una oreja. No le demuestres tu miedo, dice, ni aunque estés medio muerto.

Los cuatro están otra vez lavándose cuando llega Mahound; se arremolinan alrededor de él quiénquéporqué. Hamza se mantiene apartado. «Sobrino, esto no me gusta -dice con su áspera voz de soldado -. Cuando bajas de Coney, hay en ti un resplandor; hoy todo son sombras.»

Mahound se sienta en el brocal del pozo y sonríe. «Me han ofrecido un trato.» ¿Abu Simbel?, grita Khalid. Inconcebible. Recházalo. El leal Bilal le reprende: No sermonees al Mensajero. Naturalmente, él lo ha rechazado. Salman, el persa, pregunta: Qué trato. Mahound sonríe otra vez. «Por lo menos, uno de vosotros quiere enterarse.»

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