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Y sin embargo no creo que ninguno de aquellos hombres, incluido mi padre, me tuviera mala voluntad. Antes bien, por algún que otro indicio que ahora puedo ir espigando -marchito haz de una recolección ya muerta-, tengo para mí que alguno de aquellos obtusos desterrados de la gloria mostró hacia mi persona más ternura que las mujeres, mi madre a la cabeza, encargadas de atender (a todas luces con más recato) los primeros días de mi infancia.

En ocasiones mi padre se sumía en una especie de ensueño, casi terrorífico de puro enajenado. Y antes de acabar su ágape, pedía que lo llevaran al lecho, sollozando sin motivo presumible. Yo solía precipitarme entonces sobre los huesos esparcidos fuera y dentro de su plato. Tal era mi hambre que defendía de los perros aquellos despojos con mi pequeña daga en ristre. Y de tal forma crujían mis dientes que si algún apetito ajeno osó amenazar mi bocado salió mal parado de ellos. Trituraba los huesos entre los colmillos, como la rueda del molino el grano, y extraía de su interior una sustancia sabrosa y sangrante, que sorbía con fruición, e incluso llegaba a emborracharme, como si de vino se tratase. En estas ocasiones de áspero deleite y ansia, al tiempo que tronchaba los tiernos huesos sentía que me nacía una suerte de odio errante y sin objeto preciso. No sabía aún que era a mi padre -y a todo ser viviente, acaso- a quien tan oscuramente aborrecía. Estaba muy lejos de suponerlo porque, en verdad, era aún muy inocente criatura.

Había días en que una lujuria vana y estólida se apoderaba de los otrora violentos apetitos carnales de mi padre. Enviaba entonces a su destartalada tropa a la busca y captura de alguna descuidada o inocente habitante de los contornos. Una vez ésta hallábase, de grado, por fuerza, o apáticamente sumisa en su presencia, sentábala sobre la mesa (como si de otra oca se tratase) con toda su pandilla en torno. Fijaba en ella sus ojos, que iban tornándose gelatinosos hasta semejar iban a derretirse sobre sus mejillas. Luego prorrumpía en risas tan infantiles e inocuas como cuando le llevaban ante los racimos. Pellizcaba con sus deditos rechonchos de uñas negras ora aquí, ora allá la carne de la mujer. Y caía finalmente en una furia inane que, por lo común, degeneraba en llanto. Entonces mandaba devolver a la mujer a su casa, recomendándole mucha honestidad y recato: "Pues -solía decir, entre suspiros- los lobos acechan a las tiernas ovejas donde menos se espera". Tras lo cual solía reclamar urgentemente que le preparasen la comida, pues esto era ya lo que en verdad alcanzaba a saborear mejor, o bien se entregaba con aplicación al vino, cosa que nunca olvidó ni despreció. Una vez consumidos tan sólidos como fieles placeres, retirábase a lomos de sus jorobados. De tal guisa transportado le veía alejarse escaleras arriba: nalgudo, quejicoso, derrumbado en grasa. Y ofrecía a mis ojos el espectáculo de la más cruel destrucción y derrota que caben en humana naturaleza.

A pesar de lo poco regalado y aun calamitoso de mi existencia, lo cierto es que crecí duro y templado como una lanza. Siempre fui delgado -cómo no serlo, forzado a tanta privación y recelo-, pero tenía músculos más duros, castigados y flexibles que el cuero curtido. Y eran tan ágiles mis piernas y tan certeros mis golpes como sólo espabila en este mundo un continuo hurtar el cuerpo a las más imprevisibles trampas y descalabros. Al igual que mis hermanos crecí rápidamente y fui, en toda edad, más alto que la mayoría. De suerte que siempre creyéronme de más años a los que en realidad contaba. A los once seguramente parecía de catorce y así me ocurrió toda la vida. Cuando cumplí el undécimo, algunas muchachas y aun mujeres maduras empezaron a mirarme a hurtadillas, de forma harto turbadora. En estas ocasiones reverdecía en mí la curiosidad que, en mi primera infancia, sentí por mi aspecto, ferozmente descrito por mí madre.

De nuevo fui a mirarme en el agua y me hallé -como entonces- tan sucio, desgarrado y raposuno que pocas ganas tuve de repetir la experiencia.

De manera que mucho me desconcertó el significado de aquellas femeninas miradas. Siempre fui muy feo: cara de zorro, nariz aplastada, y tan rubio el pelo que a todos causaba extrañeza, pues, al sol, parecía blanco. Y este detalle inquietaba a quien lo observaba, ya que yo era un muchacho y no un anciano.

Mi padre solía peinarse al estilo de nuestros abuelos: todo para la frente y la nuca rapada. Era, como yo, feo por naturaleza. Y en verdad, a mi parecer, esa forma de distribuir su cabello llegaba a ponerlo horroroso. Sin embargo él cuidó mucho siempre ese detalle ya que no otros. En cuanto a mí, ni tan someros cuidados presté a mi cabeza, juzgando tal vez mejor dejar las cosas como estaban y no empeorarlas. Como mi pelo era en verdad abundante y crecía a su aire en hirsutos mechones, llegué a lucir en lo alto de mi persona una suerte de crin, o penacho, como el que ondean los caballos (pero sin la nobleza de estos animales). Y como no lo desenredaba nunca, abandoné cualquier tentación de darles una inclinación más humana.

El sol y el viento de las planicies oscurecieron mi rostro. Y en tal contraste relucían mis ojos, con tan poca amistad o simple continencia que, por más que los tuviese azules (el azul, según oí, es color estimado en los ojos, al menos por las gentes de mi tierra), más me hubiera valido ser tuerto con tal de ofrecer, aun a través de un solo ojo, mirada más serena o regular. Pude apreciar que, aunque muy robusto, mi cuerpo era esbelto. Y largas, derechas y muy firmes tenía las piernas, sin aquellos mal repartidos bultos que a juzgar por lo que a diario contemplé en los que me rodeaban, durante largo tiempo creí eran atributos corrientes, o relleno natural, en toda pantorrilla que se precie de humana. Cuando descubrí que precisamente mi cuerpo y piernas desprovistos de bandullones eran el blanco de miradas desazonantes, mucho me sorprendí y maravillé de la femenina naturaleza.

Algo me animó este descubrimiento, pues hasta entonces me tuve por muy abominable criatura. Y desde ese punto y hora, en alguna ocasión hurté el peine de largas púas que mi padre guardaba en el cofre, e intenté dar a mi aspecto una apariencia más usual. Pero hallé fijos en mí los ojos amarillos de la misteriosa cabra, tan coléricamente desdeñosos, que huí avergonzado y bullendo en el deseo de reunir suficiente coraje para algún día hundir mi puñal entre sus lacias ubres. Valor que no hallé nunca.

Pero todas estas cosas se confundían en mi entendimiento y tenía una idea muy embrollada de cuanto me ocurría o, tan siquiera, de lo que ocurría a mi alrededor.

Llegó así un tiempo en que, con cierta frecuencia, me sentí preso de un oscuro deseo: llegar a entablar, si no amistad -palabra cuyo significado ignoraba-, al menos conversación con alguien que no fuera la soldadesca, los mendigos, los pillos o mi buen caballo. El fraile, como los campesinos, me huía. Y aun le vi más de una vez santiguarse a hurtadillas cuando me cruzaba en su camino, como si mi persona se tratara del mismo demonio. A falta de lo que tan confusamente deseaba, busqué, en su lugar, la soledad más extrema.

Galopaba solitario y solía adentrarme en los bosques y aun rozar los límites de la estepa, allí donde Krim-Guerrero capturó a Krim-Caballo. Comencé a aficionarme a la caza y esto me produjo una de las escasas satisfacciones o alegrías de aquel tiempo. Cada vez se afinaban más mi instinto y puntería, de suerte que iban en aumento las piezas cobradas. Y por fin pude comer carne, e incluso saciarme de ella. Pues llegué a manejar el arco y las flechas con tanto acierto y habilidad (en ello siempre me distinguí) como puede proporcionar el hambre.

Incluso a veces me sobró comida. En tales casos la asaba y escondía, para devorarla en momentos más precarios. Pero llevado por aquel anhelo indeciso que me hacía aflorar o, al menos, llegar a hablar algún día con una criatura que no formara parte de los desechos habituales, en una o dos ocasiones me aproximé a un grupo de muchachos con la pieza aún sangrando en la mano. De lejos, antes los había observado: elegía uno y una vez a su lado, intentaba ofrecerle parte de mi caza, decirle, en suma, que deseaba compartir aquella suculencia con algún ser que tuviera mi edad y hablara mi lengua. Pero imagino que no atiné con las palabras precisas, pues apenas me veían salían huyendo, aterrorizados. Así tuve constancia de que todos me temían y, viendo cómo rechazaban neciamente mi oferta, sentía una cólera tan dolorosa que parecía rasgarme de la cabeza a los pies. Entonces saltaba sobre mi caballo y perseguía con saña al elegido, hasta derribarlo y golpearlo ciegamente. Tanto, que una vez mi vista se nubló bajo los golpes que yo mismo descargaba y comprobé, con estupor, que esta fugaz ceguera era debida a súbitas e incomprensibles lágrimas.

Estos arrebatos acrecentaron aún más mi fama de violento y despiadado, cuando en verdad sí era violento, pero no despiadado, como tampoco piadoso, pues no había tenido ocasión de practicar ninguna de estas cosas, ni hallado objeto que me inspirara tales sentimientos. Herido por un gran rencor, en esas ocasiones me traspasaba un dolor muy grande, hasta sentirlo en mi carne como el filo de una espada.

Un día en que permanecía oculto tras unos árboles, oí decir a unas mujeres que yo era tan desalmado como mis hermanos. Semejante opinión me dejó confundido: yo no era desalmado, pensé, más bien acaso carecía de alma. O ésta yacía tan acurrucada y falta de sustento, que poco le faltaba para expirar de inanición. Aquella revelación me hizo reflexionar, aunque lenta y pesadamente, sobre el hecho de que yo poseía, después de todo, un alma, como otro cualquiera. Y esta idea me dio que rumiar largamente. Pero tenía una idea tan vaga del alma humana, como de sus cualidades, o su simple objeto. Varias veces la emprendí a golpes con algún siervo, mendigo, o cualquiera que hallara propicio a tal contingencia. Y creo que, en ocasiones, sin mediar verdadero motivo para tales explosiones de mi temperamento, sin duda iracundo. Me digo ahora si sería aquélla la única forma que atiné a mi alcance para comunicarme con mis semejantes.

De todos modos en aquel tiempo no maté a nadie. Quiero decir, a criatura de mi especie. Y en cuanto a los animales, tan sólo abatía aquellos que podían nutrirme pues tenía suficiente pundonor o acaso conciencia de que la violencia, incluso la ira -y sabía que mucha albergaba dentro de mí-, no eran fuerzas que debían prodigarse sin objeto preciso ni provecho. Me decía que estas cosas sólo podrían ocurrírseles a criaturas de muy roma sesera, filas en las que no creía militar.

Así la caza llenó gran parte de aquel tiempo en mi vida. Y gracias a ella pude gustar una clase de alimento que de otra forma no habría catado sino muy raramente. Aprendí a deshollar los animales y a curtir su piel. Y con ella yo mismo apedazaba mi atuendo y mi calzado.

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