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Alguna vez, el muchacho vigía me habló de una tierra, para mí desconocida, donde supuse que él había nacido. Contó que allí librábanse grandes combates, entre caballos blancos y caballos negros. Y, mientras unos dioses protegían a los blancos, otros amparaban a los negros. Escuchando estas cosas, me sumía de nuevo en el viejo vértigo de la sombra negra y de la luz blanca: mi propio combate sin solución.
Otro día, me dijo que había errado por muchos caminos, y conoció muchas clases de hombres; hasta que el Barón Mohl lo tomó a su servicio. Pero antes, participó en varias luchas contra los pueblos ecuestres de la estepa: aquellos que bajaban desde sus altas planicies y asolaban valles, despojaban e incendiaban monasterios, pasaban a cuchillo los habitantes de las villas y aldeas. A estos pueblos a caballo debía sus horribles cicatrices; desde sus altas tierras calcinadas, llenaban el aire con sus gritos de guerra; en tanto otros guerreros, navegantes blancos y sin rumbo conocido, descendían desde Septentrión, por los largos cursos del agua. Acechábanse unos a otros: los jinetes blancos, los jinetes negros, y los navegantes de cabello tan rubio como yo. Al fin, desencadenábase una misma tormenta, una vasta lucha donde las aguas desbordaban, y hundíanse las naves con ojos de animal de oro. Los navegantes, sin su apoyo, ascendían por las orillas, y rastreaban entre los abedules, robaban los caballos y mataban a los jinetes: a los blancos y a los negros. Pero antes, unos y otros se agredían sin reposo; y aquella guerra parecía, en verdad, una guerra sin fin. Él mismo había luchado al lado de los unos, o de los otros, como buen mercenario. "Según venía el viento, por sobre las dunas, elegía una u otra furia", explicaba, mirando hacia la cornamusa. "Según traía el olor de la sangre, desde la orilla opuesta del Río, pues esa orilla (fuera cual fuera) era entonces mi enemiga". Y así vagó de una orilla a la otra hasta el día en que halló la torre vigía, en aquel castillo donde el Barón Mohl lo había tomado a su servicio y convertido en espía de la remota luz del alba, al acecho de sus enemigos.
Tras contarme estas cosas, el muchacho vigía parecía muy fatigado.
– He sido mendigo salteador, guerrero a sueldo… -decía-. Y también aprendiz de alquimista. Pero, aunque entonces no lo supiera, la verdad es que siempre estuve aquí.
Señaló las almenas, que en aquel momento se encendían.
– Alcancé este lugar, y nada ni nadie me obligará a descender de él. Sólo espero a aquél capaz de reemplazarme, y continuarme… Porque, para mi mal, llegué a esta torre cuando estaba ya muy fatigado, herido y manchado por la tierra. Mi fuego se ha diezmado en incontables cenizas, y no soy capaz de sobrevivirme.
– Nadie puede sobrevivirse -murmuré, ganado por su desaliento.
Él movió la cabeza, con aquel gesto que nunca supe si era negación o renuncia:
– Aquel alquimista a quien serví no buscaba, en verdad, la fórmula del oro, sino la continuidad de la vida. Algo que permita al hombre reemplazarse a sí mismo, y conseguir su verdadero ser. Aquel viejo decía a menudo que quien alcance esto (si llegaba algún día a existir) no vivirá apartado de los otros hombres, ni amurallado, ni oculto. Sino que, por el contrario, se prodigará como la lluvia. Pero, joven caballero, no escuches estas necias memorias, pues mi viejo alquimista no dio con el secreto, ni obtuvo esa fórmula. Aunque, a menudo, creyó rozarla con los dedos…
Una indignación pueril, por injusta, me exaltó:
– ¿Cómo sabes que no lo consiguió, estúpido mendigo…?
– Yo no sé nada… -volvió a decir, replegándose, como un tímido caracol-. Sólo te cuento lo que estos ojos vieron.
Bruscamente se levantó y, acechando el horizonte, comenzó a hablar de aquel modo que parecía una continuación de mis pensamientos:
– ¡Distingo una vida diferente a la conocida por ti, o por mí, o por hombre alguno…! La veo dispersarse y reproducirse en mil formas nuevas: es una vida anterior y posterior a la vida de los hombres, pero sin desprenderse de los hombres… El Gran Río se filtra por todos los cauces y agujeros de la tierra, salta, se adelgaza, y se desborda, pero no se detiene jamás.
Una pareja de buitres cruzó sobre nuestras cabezas. Las horcas estaban emplazadas bajo las almenas de la torre vigía, y por eso aquellas aves nos rondaban de continuo. El batir de sus alas -pese a ser un rumor harto conocido- pareció estremecer, en esta ocasión, al vigía. Regresó al rincón donde, junto a los cuernos de llamada, dormía, comía y vivía, igual que otra ave.
En aquel momento, le reconocí.
– ¿Por qué te fuiste aquella madrugada, sin decirme nada? -le reproché, con una gran tristeza-. Yo te di parte de mi caza, y era cuanto poseía. Tú prometiste combatir a mi lado…
Pero el vigía movió de un lado a otro la cabeza, como si no comprendiera mis palabras, las negara, o las rechazara.
Y, en aquel momento, estrechándome en círculo invisible, noté unas pisadas a mi alrededor, y supe que me rodeaba un silencioso testigo del tiempo aún no llegado a mí; aquel tiempo que a menudo acechaba, o amenazaba mi existencia: sucedido y futuro a la vez.
– Aguza tus ojos, te lo ruego -murmuré, levantándole del suelo; y mi voz sonó tan baja, que apenas si yo mismo la oí-. Te lo ruego, otea hacia lo más remoto de que seas capaz, y dime si distingues mi verdadero tiempo.
– Yo no veo el tiempo -negó tristemente-. Sólo de tarde en tarde llego a descubrir, muy lejos, la memoria de lo que aún ha de suceder.
"Yo conozco esa memoria", me dije, y me pareció que mi corazón golpeaba las paredes de su encierro, con mucha más violencia que durante la pelea.
– Estoy oyendo pasos, vigía -advertí-. Alguien da vueltas, cada vez más estrechamente, a mi alrededor, pero yo no puedo verlo… ¿Sabes tú quién es…?
– Unicamente veo una sombra que intenta apoderarse de otra sombra, y que en verdad es la misma, como si la sombra blanca y la sombra negra penetrasen la una en la otra, y al fin llegaran a confundirse: y así acabará tan larga guerra…
Entonces me miró, como si el miedo, como flecha artera e invisible, le hubiera alcanzado de pleno. El sol gritó en el cielo: un largo clamor rojo y ultrajado inundó de sangre nuestros ojos, y hubimos de cerrarlos.
Había llegado la hora de abandonar la torre, pues a tal hora, debía prender el fuego para calentar el baño de Mohl (que era hombre muy pulcro y atildado).
Cuando descendía los escalones, oí la voz del vigía advirtiéndome que me mantuviese alerta, que no desfalleciera, ni durmiera, ni olvidara, pues sólo así…
Pero yo había alcanzado el último y más bajo de los escalones, y no pude oír más.
Días más tarde, hallé al vigía absorto en el cielo. Aún respiraba agitadamente, cuando le oí decir:
– ¡Ahora, por fin, verás el Gran Combate! Inténtalo con todas tus fuerzas, joven caballero, inténtalo…
Me precipité junto a él, a su lado, y oteé el firmamento. La noche palidecía ya, delgadamente, en los confines de la tierra y el cielo. Una inmensa voluntad de ver afilaba mis ojos y mi mente. Jamás, ni en la más dura pelea, puse tanto empeño en conseguir algo; de tal modo, que podía oír crecer la hierba en las praderas, y el rumor de los ocultos manantiales; pero nada veía.
Lentamente, el relato del vigía fue vertiéndose como una lluvia plateada, hasta que mi cuerpo pareció al fin liberarse de su peso, y distinguí, en lugar de aquel frío amanecer, el sol más pleno. En el silencio del mediodía, avanzaron tres jóvenes guerreros: los vi acercarse, cada vez más nítidos, tanto que a punto estuve de reconocer su rostro.
Luego, bruscamente, el mundo se cerró sobre mí, y me anegué en la hondura de la más vasta soledad. En tal vacío, crecía mi angustia; el miedo antiguo iba filtrándose, con viscosa humedad, por todos los poros de mi piel. Y era un miedo que parecía brotado del silencio o de la ausencia de mí mismo. Me dije que estaba perdido en el silencio de la tierra toda, de todos los muertos y de todos los dioses olvidados. Como luciérnagas nocturnas abríanse paso, hacia mí, los ojos del dragón amarillo, y los del exhausto animal que adoraba, junto a las reliquias de San Arlón, mi padre.
Suavemente, tal como la noche se desprende del día, se alejaron el terror y las tinieblas. Y sentí que la vida renacía de nuevo, con fuerza superior a toda la habida hasta el momento. Y volví a pesar sobre la tierra.
Un gran apego a la vida alejó la angustia de mi soledad: nunca había experimentado la posesión de mi propia vida hasta tal punto, y me juré que, a través de esta posesión, alcanzaría un día la máxima posibilidad de mi existencia. Y me dije que, acaso, todos los hombres -como todos los pueblos- traían al nacer esta imagen de sí mismos, aunque no supieran defenderla, como estaba dispuesto a defenderla yo. Semejante voluntad ya no me abandonó, y bajé de allí con renovado tesón en mis propósitos. Pues albergaba tan encrespada capacidad de poder, que hubiera abatido un ejército, dispuesto a arrebatármela. Convertido, por propia decisión, en vigía perenne de mí mismo, me sentí múltiple peldaño de una vida limitada, libre y poderosa; desligada de toda cobardía. Y en tanto descendía los escalones de la torre, pensé que el mundo de allá abajo creía avanzar, y crecer, cuando en realidad permanecía atrapado en la maraña de sus dudas, odios y aun amor. Y supe que el mundo estaba enfermo de amor y de odio, de bien y de mal; de forma que ambos caminos se entrecruzaban y confundían, sin reposo ni esperanza. "Nunca más viviré en el terror", me juré. "Ni en el temor de mí mismo, ni en el de los dioses que olvidé, que conozco o que no conozco; ni en el de las pasiones que se marchitan al acecho de imposibles paraísos". Existía en mi vida, y en la vida toda, algo más que dolor y que placer, que alegría y llanto, que dudas, aseveraciones o negación, que crueldad y amor. Pues -me dije- estas cosas flameaban unos necios banderines, y conducían a los hombres al saqueo, a la injusticia y a la muerte, aunque fueran a esta lucha con lágrimas de dolor, o con espíritu intachable. El mundo no era un grito de guerra, ni se debía alcanzar la vida a través de la violencia, la rapiña o el engaño, como siempre habían visto mis ojos, y enseñado todos los hombres; no podía ya sustentarse sobre el espectro del honor, o de la gloria, ni en repartos de bienes o de lágrimas, cual mísera mercadería. Salía de una profunda oscuridad, donde sólo a trechos brillaba un centelleo, rápidamente sofocado en nuevas tinieblas. Deseaba, con todas mis fuerzas, desprenderme de la piel de una existencia semejante, donde por igual se agitaban invasores e invadidos, vejando la historia de los hombres. Y regresó a mí la violencia de una tarde de vendimia, y comprendí el mensaje, o el pacto, de un viejo odre, mordido por las ratas y los perros (aquel cuero que despedazaban los muchachos, para fabricar caretas donde ocultar el rostro a la muerte, o a las intolerables desapariciones que nos afligen, humillan y envejecen). Y comprendí entonces que hasta aquel momento había crecido ciego, sordo y mudo, y me vi errante, en un páramo de soledad e ignorancia absolutas. "Nunca he vivido", pensé. "Sólo atrapé, al alcance de mi torpe mano, aquí y allá, jirones de una vida inmediata; sólo ecos, o fantasmas, de un grotesco y atroz banquete, del que apenas si he recogido las migajas".