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Capítulo VII De la llamada

«Dar una llamada, en esgrima, es hacer que el adversario salga de su posición de guardia»

Tardó algún tiempo en percatarse de que el jefe de policía le estaba hablando desde hacía rato. Habían salido del sótano y se encontraban de nuevo al nivel de la calle, sentados en un pequeño despacho del Instituto Forense. Jaime Astarloa permanecía inmóvil, echado hacia atrás en el asiento, mirando sin ver un borroso grabado que colgaba de la pared, un paisaje nórdico, con lagos y abetos. Tenía los brazos colgando a los costados y un tono opaco, desprovisto de toda expresión, velaba sus ojos grises.

Apareció enredada entre los juncos, bajo el puente de Toledo, en la orilla izquierda. Es extraño que no la arrastrase la corriente, si consideramos la tormenta que cayó durante la noche; eso nos permite suponer que la echaron al agua poco antes de que amaneciese. Lo que no logro entender es por qué se tomaron la molestia de llevarla hasta allí, en vez de dejarla en su casa.

Campillo hizo una pausa, mirando inquisitivo al maestro de esgrima, como dándole oportunidad de hacer alguna pregunta. Al no observar ninguna reacción, encogió los hombros. Aún tenía el habano entre los dientes, y limpiaba el cristal de sus quevedos con un arrugado pañuelo que había sacado del bolsillo.

– Cuando me avisaron del hallazgo del cuerpo, ordené que forzasen la puerta de la casa. Debíamos haberlo hecho mucho antes, porque allí dentro el panorama era muy feo: huellas de lucha, algunos destrozos en el mobiliario, y sangre. Mucha sangre, a decir verdad. Un gran charco en el dormitorio, un reguero en el pasillo… Parecía que hubiesen degollado a una ternera, si me permite el término -miró al maestro de esgrima acechando el efecto de sus palabras; parecía interesado en comprobar si la descripción era bastante realista para impresionarlo. Debió de opinar que no, porque frunció el ceño, frotó con más energía los quevedos y siguió enumerando detalles macabros sin dejar de espiarlo por el rabillo del ojo-. Parece que la mataron de esa forma tan… concienzuda, y después la sacaron ocultamente, para arrojarla al río. Ignoro si hubo alguna etapa intermedia, ya me entiende, tortura o algo similar; aunque en vista del estado en que la dejaron, mucho me temo que sí. De lo que no cabe la menor duda es de que la señora de Otero pasó un mal rato antes de salir, bastante muerta, de su piso de la calle Riaño…

Campillo hizo una pausa para colocarse cuidadosamente los anteojos, tras mirarlos al trasluz con aire satisfecho.

– Bastante muerta -repitió, pensativo, intentando retomar el hilo de su discurso-. Encontramos también en el dormitorio varios mechones de pelo que, ya lo hemos comprobado, corresponden a la difunta. Había además un trozo de tela azul, posiblemente arrancado en la lucha, que se corresponde también con el que le falta al vestido que tenía puesto cuando la encontraron en el río -el policía metió dos dedos en el bolsillo superior del chaleco y sacó un pequeño anillo en forma de fino aro de plata-. El cadáver tenía esto en el dedo anular de la mano izquierda.?Lo ha visto alguna vez?

Jaime Astarloa entornó los párpados y volvió a abrirlos como si despertara de un largo sueño. Cuando se volvió lentamente hacia Campillo estaba muy pálido; hasta la última gota de sangre parecía habérsele retirado del rostro. -¿Perdón?

El policía se removió en el asiento; era evidente que había esperado mayor cooperación por parte de Jaime Astarloa, y empezaba a sentirse irritado por su actitud, muy parecida a la de un sonámbulo. Tras la emoción de los momentos iniciales, éste se encerraba ahora en un obstinado mutismo, como si toda aquella tragedia le fuera indiferente.

– Le preguntaba si ha visto alguna vez este anillo.

El maestro de armas alargó la mano, cogiendo entre los dedos el fino aro de plata. En su memoria brotó el doloroso recuerdo de ese brillo metálico en una mano de piel morena. Lo dejó sobre la mesa.

– Era de Adela de Otero -confirmó con voz neutra.

Campillo hizo otro intento.

– Lo que no logro entender, señor Astarloa, es por qué se ensañaron con ella de ese modo. ¿Una venganza, quizás?… ¿Tal vez quisieron arrancarle una confesión?

– No sé.

– ¿Sabe usted si esa mujer tenía enemigos? -No sé.

– Una pena lo que le hicieron. Debió de ser muy hermosa.

Pensó don Jaime en un cuello desnudo de tez mate, bajo el cabello negro recogido en la nuca por un pasador de nácar. Recordó una puerta entreabierta y un rumor de enaguas, una piel bajo la que parecía estremecerse una cálida languidez. «Yo no existo», había dicho ella una vez, la noche en que todo fue posible y nada ocurrió. Ahora era cierto; ya no existía. Tan sólo carne muerta pudriéndose sobre una mesa de mármol.

– Mucho -respondió al cabo de un rato-. Adela de Otero era muy hermosa.

El policía consideró que ya había perdido demasiado tiempo con el maestro de esgrima. Guardó el anillo, tiró el cigarro a una escupidera y se puso en pie.

– Está usted conmocionado por los sucesos del día, y me hago perfectamente cargo -dijo-. Si le parece, mañana por la mañana, cuando haya descansado y se encuentre en mejores condiciones, podríamos reanudar nuestra conversación. Estoy seguro de que la muerte del marqués y la de esta mujer están directamente relacionadas, y usted es una de las pocas personas que pueden proporcionarme alguna pista sobre el particular… ¿Le parece en mi despacho de Gobernación, a las diez?

Jaime Astarloa miró al policía como si lo viera por primera vez.

– ¿Soy sospechoso? -preguntó.

Campillo hizo un guiño con sus ojos de pez.

– ¿Quién de nosotros no lo es, en los tiempos que corren? -comentó en tono frívolo. Pero el maestro de esgrima no parecía satisfecho con la respuesta.

– Le hablo en serio. Quiero saber si sospecha de mí.

Campillo se balanceó sobre los pies, con una mano en el bolsillo del pantalón.

– No especialmente, si eso le tranquiliza -respondió al cabo de unos instantes-. Lo que ocurre es que no puedo descartar a nadie, y usted es lo único que tengo a mano.

– Celebro serle útil.

El policía sonrió conciliador, como pidiendo ser comprendido.

– No se ofenda, señor Astarloa -dijo-. A fin de cuentas, convendrá conmigo en que hay una serie de cabos que se empeñan en anudarse solos, unos con otros: mueren dos de sus clientes; factor común, la esgrima. A uno lo matan con un florete… Todo gira alrededor de lo mismo, aunque ignoro dos datos importantes: cuál es el punto en torno al que se mueven los hechos y qué papel juega usted en todo esto. Si es que realmente juega alguno.

– Comprendo su problema; pero lamento no poder ayudarle.

– Yo lo lamento más. Pero también comprenderá que, tal y como están las cosas, no pueda descartarlo a usted como posible implicado… A mis años, y con lo que llevo visto en el oficio, yo en estos asuntos no descarto ni a mi santa madre.

– Dicho en plata: estoy bajo vigilancia.

Hizo Campillo una mueca, como si tratándose del maestro de esgrima tal definición fuese excesiva.

– Diremos que sigo requiriendo su estimada colaboración, señor Astarloa. La prueba es que está usted citado mañana en mi despacho. Y que le ruego, con todo respeto, que no abandone la ciudad y se mantenga localizable.

Asintió don Jaime en silencio, casi distraídamente, mientras se ponía en pie y cogía su sombrero y el bastón.

– ¿Han interrogado a la criada? -preguntó.

– ¿Qué criada?

– La que servía en casa de doña Adela. Creo que se llama Lucía.

– ¡Ah! Perdone usted. No le había entendido bien. Sí, la criada, naturalmente… Pues no. Quiero decir que no la hemos podido localizar. Según la portera, fue despedida hace cosa de una semana y no ha vuelto por allí. Huelga decirle que estoy removiendo cielo y tierra para dar con ella.

– ¿Y qué más han contado los porteros del edificio?

– Tampoco han sido de mucha utilidad. Anoche, con la tormenta que cayó sobre Madrid, no oyeron nada. Respecto a la señora de Otero, es muy poco lo que saben. Y si saben algo, se lo callan, por prudencia o miedo. La casa no era suya; la había alquilado hace tres meses a través de una tercera persona, un agente comercial que también hemos interrogado infructuosamente. Se instaló allí con poco equipaje. Nadie sabe de dónde venta, aunque hay indicios de que vivió cierto tiempo en el extranjero… Hasta mañana, señor Astarloa. No olvide que tenemos una cita.

El maestro de esgrima lo miró con frialdad.

– No lo olvido. Buenas noches.

Se detuvo largo rato en mitad de la calle, apoyado en el bastón, observando el cielo negro; el manto de nubes se había desgarrado para descubrir algunas estrellas. Cualquier transeúnte que hubiese pasado junto a él, se habría sorprendido sin duda por la expresión de su rostro, apenas iluminada por la pálida llama de las farolas de gas. Las delgadas facciones del maestro de armas parecían talladas en piedra, como lava que momentos antes ardiese y hubiera quedado solidificada bajo el soplo de un frío glacial. Y no se trataba sólo de su rostro. Sentía el corazón palpitarle muy lentamente en el pecho, tranquilo y pausado, como la pulsación que recorría sus sienes. Ignoraba el motivo, o para ser más exactos se negaba a ahondar en ello; pero desde que había visto el cadáver desnudo y mutilado de Adela de Otero, la confusión que en las últimas horas desquiciaba su mente se había disipado como por ensalmo. Parecía que la atmósfera helada del depósito de cadáveres hubiese dejado fría huella en su interior. La mente estaba ahora despejada; podía sentir el control perfecto del último de los músculos de su cuerpo. Era como si el mundo a su alrededor hubiese retornado a su exacta dimensión, y otra vez pudiera contemplarlo a su manera, un poco distante, con la vieja serenidad reencontrada.

¿Qué había ocurrido en él? El propio maestro de esgrima lo ignoraba. Tan sólo sentía la certeza de que, por algún oscuro motivo, la muerte de Adela de Otero lo había liberado, haciendo desvanecerse aquella sensación de vergüenza, de humillación, que lo atormentó hasta la locura durante las últimas semanas. ¡Qué retorcida satisfacción experimentaba ahora, al descubrir que no había sido engañado por un verdugo, sino por una víctima! Eso cambiaba las cosas. Por fin tenia el triste consuelo de saber que aquello no había sido la intriga de una mujer, sino un plan meticulosamente ejecutado por alguien sin escrúpulos, un cruel asesino, un desalmado cuya identidad todavía ignoraba; pero quizás ese hombre estuviese esperándolo a pocos pasos de allí, gracias a los documentos que Agapito Cárceles debía ya de haber descifrado en la casa de la calle Bordadores. Llegaba el momento de volver la página. La marioneta salía del juego, rompía los hilos. Ahora iba a actuar por su propia iniciativa; por eso no le había dicho nada al policía. Alejada la turbación, en su interior se afianzaba una fría cólera, un odio inmenso, lúcido y tranquilo.

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