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Capítulo VIII A punta desnuda

«En el combate apunta desnuda no debe reinar la misma consideración, y no se debe omitir circunstancia alguna que conduzca a la defensa, con tal de que no se oponga a las leyes del honor.»

Casi daban las cuatro de la tarde cuando salió de Gobernación. El calor era sofocante, y se quedó un rato bajo el toldo de una librería próxima, observando distraído los carruajes que circulaban por el corazón de Madrid. Un vendedor ambulante de horchata voceaba su mercancía a pocos pasos. Jaime Astarloa se acercó al carrito y pidió un vaso; el lechoso líquido refrescó su garganta con una pasajera sensación de alivio. A pleno sol, una gitana ofrecía ajados ramilletes de claveles, con un crío de pies descalzos pegado a su falda negra. El chiquillo echó a correr junto a un ómnibus que pasaba cargado de sudorosos pasajeros; ahuyentado por el látigo del conductor, regresó junto a su madre sorbiéndose ruidosamente los mocos.

El sol hacía ondular los adoquines del empedrado. El maestro de esgrima se quitó la chistera para enjugarse el sudor de la frente. Permaneció allí un rato, sin dar un paso. Realmente no sabía adónde ir.

Pensó en acercarse al café, pero no deseaba responder a las preguntas que, sin duda, sus contertulios iban a plantearle sobre lo ocurrido en casa de Cárceles. Recordó que había faltado a los compromisos con sus alumnos, y ese pensamiento pareció desazonarlo más que todo lo ocurrido en los últimos días. Decidió que lo más urgente era escribir unas cartas con algún tipo de disculpa…

Alguien, entre los ociosos que conversaban en grupos por los alrededores, parecía observarlo. Se trataba de un hombre joven, modestamente vestido, con aspecto de obrero. Cuando Jaime Astarloa se fijó en él, éste rehuyó su mirada, enfrascándose en la conversación que mantenía con otros cuatro que se hallaban a su lado, en la esquina de la carrera de San Jerónimo. Receloso, el maestro examinó con desconfianza al desconocido. ¿Lo vigilaban? Su inicial aprensión dio paso a una íntima irritación consigo mismo. La verdad era que veía un sospechoso en cada transeúnte, un asesino en cada rostro que se cruzaba con él y, por una u otra razón, sostenía un instante su mirada.

Abandonar su domicilio, salir de Madrid. Tal había sido el consejo de Campillo. Ponerse a salvo. Huir, en una palabra. Huir. Meditó sobre aquello con creciente malestar. A diablo, fue la única conclusión a la que fue capaz de llegar. Al diablo con todos ellos. Ya era demasiado viejo para ir a esconderse como un gazapo. Además, resultaba indigno considerarlo siquiera. Su vida había sido larga y llena de experiencias; atesoraba suficientes recuerdos para justificarla hasta aquel momento. ¿Por qué alterar a última hora la imagen que había logrado conservar de sí mismo, empañándola con la deshonra de una fuga? De todas formas, tampoco sabía de quién o de qué debía huir. No estaba dispuesto a pasar lo que le quedase de vida de sobresalto en sobresalto, escurriendo el bulto ante cada rostro desconocido. Y tenía ya demasiados años sobre las espaldas como para emprender una nueva vida en otra parte.

De vez en cuando retornaba aquella angustiosa punzada de dolor que aparecía al recordar los ojos de Adela de Otero, la risa franca del marqués de los Alumbres, las encendidas soflamas del pobre Cárceles… Resolvió bloquear su mente a todo aquello, so pena de dejarse arrastrar por la melancolía y el desconcierto, tras los que vislumbraba el miedo que se negaba por principio a asumir. No tenía edad ni carácter para sentir miedo de nada, se dijo. La muerte era lo peor que podía sobrevenirle, y para encararla estaba preparado. Y no sólo eso, pensó con profunda satisfacción. De hecho, ya la había afrontado a pie firme durante la pasada noche en un combate sin esperanza, y el recuerdo de su comportamiento le hizo ahora entornar los ojos como si algo acariciase suavemente su orgullo. El viejo lobo solitario había demostrado que todavía conservaba algunos dientes para morder.

No iba a huir. Por el contrario, esperaría dando la cara. A mí, rezaba su vieja divisa familiar, y eso era precisamente lo que haría: esperar que volvieran a él. Sonrió para sus adentros. Siempre había opinado que a todo hombre debía dársele la oportunidad de morir de pie. Ahora, cuando el futuro cercano sólo ofrecía la vejez, la decadencia del organismo, la lenta consunción en un asilo o el desesperado pistoletazo, Jaime Astarloa, maestro de armas por la Academia de París, tenía ante sí la oportunidad de jugarle una mala pasada al Destino, asumiendo voluntariamente lo que otro en su lugar rechazaría con horror. NO podía ir a buscarlos, porque ignoraba quiénes eran y dónde se hallaban; pero Campillo había dicho que tarde o temprano vendrían a él, último eslabón intacto de la cadena. Recordó algo que había leído días antes, en una novelita francesa: «Si su alma estaba tranquila, el mundo entero conjurado contra él no le causaría un ápice de tristeza»… Iban a ver aquellos miserables lo que valía la piel de un viejo maestro de esgrima.

El rumbo que habían tomado sus pensamientos le hizo sentirse mejor. Miró a su alrededor con el aire de quien lanzaba un reto al Universo, se irguió y emprendió el camino de su casa, balanceando el bastón. En realidad, para quienes se cruzaban con él en ese momento, Jaime Astarloa sólo ofrecía el vulgar aspecto de un viejo malhumorado, flaco, vestido con un traje pasado de moda, que sin duda realizaba su paseo diario para calentar sus cansados huesos. Pero si se hubiesen detenido a mirar sus ojos habrían descubierto con sorpresa el gris destello de una resolución inaudita, templada como el acero de sus floretes.

Cenó algunas legumbres hervidas y puso después café a hervir en un puchero. Mientras aguardaba a que estuviese listo, extrajo un libro de su estante y fue a sentarse en el ajado sofá. Tardó poco en hallar la cita subrayada cuidadosamente a lápiz, diez o quince años atrás:

Un carácter moral se liga a las escenas del otoño: esas hojas que caen como nuestros años, esas flores que se marchitan como nuestras horas, esas nubes que huyen como nuestras ilusiones, esa luz que se debilita como nuestra inteligencia, ese sol que se enfría como nuestros amores, esos ríos que se hielan como nuestra vida, tejen secretos lazos con nuestro destino…

Leyó varias veces aquellas líneas, moviendo silenciosamente los labios. Semejante reflexión bien podría servirle como epitafio, se dijo. Con un gesto de ironía que supuso nadie apreciarla más que él, dejó el libro abierto por aquella página sobre el sofá. El aroma que llegaba de la cocina indicó que el café estaba listo; fue hasta allí y se preparó una taza. Con ella en la mano retornó al estudio.

Anochecía. Venus brillaba solitaria más allá de la ventana, en la distancia infinita. Bebió un sorbo de café bajo el retrato de su padre. «Un hombre guapo», había dicho Adela de Otero. Después se acercó a la insignia enmarcada del antiguo regimiento de la Guardia Real, que había supuesto el principio y el final de su breve carrera militar. A su lado, el diploma de la Academia de París ya amarilleaba con los años; la humedad de muchos inviernos había hecho brotar manchas en el pergamino. Rememoró sin esfuerzo el día en que lo recibió de manos de un tribunal compuesto por los más acreditados maestros de esgrima de Europa. El anciano Lucien de Montespan, sentado al otro lado de la mesa, había mirado a su discípulo con legítimo orgullo. «El alumno supera al maestro», le diría más tarde.

Acarició con la punta de los dedos la pequeña urna que contenía un abanico desplegado; era cuanto le quedaba de la mujer por la que un día abandonó París. ¿Dónde estaría ella ahora? Sin duda era una venerable abuela, todavía distinguida y dulce, que vería crecer a sus nietos mientras, ocupadas las manos que tan hermosas fueron tiempo atrás en un bordado, acariciaba en silencio escondidas nostalgias de juventud. O tal vez ni siquiera eso; quizás, simplemente, había olvidado al maestro de esgrima.

Algo más allá, en la pared, colgaba un rosario de madera, de cuentas gastadas y ennegrecidas por el uso. Amelia Bescós de Astarloa, viuda de un héroe de la guerra contra los franceses, había conservado aquel rosario entre las manos hasta el día de su muerte, y un piadoso familiar se lo había remitido después al hijo. Su contemplación producía en Jaime Astarloa una peculiar sensación: el recuerdo de las facciones de su madre se había ido difuminando con el paso de los años; era ahora incapaz de recordarla. Sólo sabía que fue bella, y su memoria conservaba el tacto de unas manos finas y suaves que le acariciaban el pelo cuando niño, y el palpitar de un cuello cálido contra el que hundía el rostro cuando creía sufrir: También conservaba su memoria una imagen desvaída como un viejo cuadro: la mujer inclinada, en escorzo, atizando los rescoldos de una gran chimenea que llenaba de reflejos rojizos las paredes de un salón oscuro y sombrío.

El maestro de esgrima apuró la taza de café, volviendo la espalda a sus recuerdos. Permaneció después largo rato inmóvil, sin que ningún otro pensamiento turbase la paz que parecía reinar en su espíritu. Entonces dejó la taza sobre la mesa, fue hasta la cómoda y abrió un cajón, sacando de él un estuche largo y aplastado. Soltó los cierres y extrajo un pesado objeto envuelto en un paño. Al deshacer el envoltorio apareció una pistola-revólver Lefaucheux con culata de madera y capacidad para cinco cartuchos de gran calibre. Aunque poseía aquel arma, regalo de un cliente, desde hacia cinco años, jamás había querido servirse de ella. Su código del honor se oponía por principio al empleo de armas de fuego, a las que definía como el recurso de los cobardes para matar a distancia. Sin embargo, en aquella ocasión, las circunstancias permitían dejar de lado ciertos escrúpulos.

Puso el revólver sobre la mesa y procedió a cargarlo cuidadosamente, alojando una cápsula en cada alvéolo del tambor. Terminada la operación, sopesó un momento el arma en la palma de la mano y después la dejó otra vez sobre la mesa. Miró a su alrededor con los brazos en jarras, fue hasta un sillón y lo movió hasta ponerlo de cara a la puerta. Acercó una mesita y colocó sobre ella el quinqué de petróleo con una caja de fósforos. Tras un nuevo vistazo para ver si todo estaba en orden, fue apagando uno a uno los mecheros de gas de la casa, a excepción del que ardía en el pequeño recibidor que quedaba entre la puerta de la calle y la del estudio; a éste se limitó a cerrarle un poco la llave, hasta que apenas emitió una pálida claridad azulada que dejaba en penumbra el vestíbulo y a oscuras el salón. Entonces desenvainó el bastón estoque, cogió el revólver y puso ambos sobre la mesita situada frente al sillón. Se detuvo así un rato en las sombras, contemplando el efecto, y pareció satisfecho. Después fue al vestíbulo y le quitó el cerrojo a la puerta.

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