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Capítulo II Ataque falso doble

"Los ataques falsos dobles se usan para engañar al adversario. Empiezan por un ataque simple. "

Subió la escalera palpando la tarjeta que llevaba en el bolsillo de su levita gris. Lo cierto es que no parecía demasiado explícita:

Doña Adela de Otero ruega al maestro de armas D. Jaime Astarloa se sirva acudir a su domicilio, calle de Riaño, 14, mañana a las siete de la tarde.

De mi consideración más distinguida.

A.D.O

Antes de salir de casa se había acicalado con esmero, resuelto a causar buena impresión en la que, sin duda, era madre de un futuro alumno. Al llegar a la puerta se arregló cuidadosamente la corbata, golpeando después la pesada aldaba de bronce que pendía en las fauces de una agresiva cabeza de león. Extrajo el reloj del bolsillo del chaleco y consultó la hora: siete menos un minuto. Aguardó, satisfecho, mientras escuchaba el sonido de unos pasos femeninos que se acercaban por un largo pasillo. Tras un rápido correr de cerrojos, el rostro agraciado de una doncella le sonrió bajo una cofia blanca. Mientras la joven se alejaba con su tarjeta de visita, entró don Jaime en un pequeño recibidor amueblado con elegancia. Las persianas estaban bajas y por las ventanas abiertas se oía el rumor de los carruajes que circulaban por la calle, dos pisos más abajo. Había testeros con plantas exóticas, un par de buenos cuadros en las paredes y sillones ricamente tapizados en terciopelo de seda carmesí. Pensó que se las iba a ver con un buen cliente, y ello le hizo sentirse optimista. No estaba de más, habida cuenta de los tiempos que corrían.

La doncella regresó al cabo de un momento para rogarle que pasara al salón tras hacerse cargo de sus guantes, bastón y chistera. La siguió por la penumbra del pasillo. La sala estaba vacía, así que cruzó las manos a la espalda e hizo un breve reconocimiento de la estancia. Deslizándose entre las cortinas semiabiertas, los últimos rayos del sol poniente agonizaban despacio sobre las discretas flores azul pálido que empapelaban las paredes. Los muebles eran de extraordinario buen gusto; sobre un sofá inglés campeaba un óleo de firma, mostrando una escena dieciochesca: una joven vestida de encajes se columpiaba en un jardín, mirando expectante por encima del hombro, como si aguardase la inminente llegada de alguien muy deseado. Había un piano con la tapa del teclado abierta y unas partituras en el atril. Se acercó a echar un vistazo: Polonesa en fa sostenido menor. Federico Chopin. Sin duda, la poseedora del piano era una dama enérgica.

Había dejado para el final la decoración sobre la gran chimenea de mármol: una panoplia con pistolas de duelo y floretes. Se acercó a ella, observando las armas blancas con ojos de experto. Se trataba de dos excelentes piezas, de empuñadura francesa la una e italiana la otra, con guarniciones damasquinadas. Las encontró en buen estado, sin rastro de herrumbre en el metal, aunque las pequeñas melladuras de las respectivas hojas indicaban que habían sido muy utilizadas.

Escuchó unos pasos a su espalda y se volvió despacio, con un saludo cortés a flor de labios. Adela de Otero distaba de ser como la había imaginado.

– Buenas tardes, señor Astarloa. Le agradezco mucho que haya acudido a la cita de una desconocida.

Había un agradable tono, suavemente ronco, en su voz, modulada por un casi imperceptible acento extranjero, imposible de identificar. El maestro de esgrima se inclinó sobre la mano que se le ofrecía, y la rozó con los labios. Era fina, con el meñique graciosamente curvado hacia el interior; la piel tenía un agradable tono moreno y fresco. Llevaba las uñas demasiado cortas, casi como las de un hombre, sin barniz ni pintura alguna. El único adorno en ellas era un anillo, un delgado aro de plata.

Levantó el rostro y miró los ojos. Eran grandes, de color violeta con pequeñas irisaciones doradas que parecían aumentar de tamaño cuando recibían directamente la luz. El cabello era negro, abundante, recogido sobre la nuca con un pasador de nácar en forma de cabeza de águila. Para tratarse de una mujer, su estatura era elevada; cosa de un par de pulgadas menos que don Jaime. Sus proporciones podían considerarse regulares, tal vez algo más delgada que el tipo de mujer al uso, con una cintura que no precisaba recurrir al corsé para ser estrecha y elegante. Vestía falda negra, sin adornos, y blusa de seda cruda con pechera de encaje. Había un ligerísimo toque masculino en ella, quizás acentuado por una pequeña cicatriz en la comisura derecha de la boca que imprimía en ésta una permanente y enigmática sonrisa. Se encontraba en esa edad difícil de precisar cuando de una mujer se trata, entre los veinte y los treinta años. Pensó el maestro de esgrima que aquel hermoso rostro lo habría empujado, sin duda, a ciertas locuras en su remota juventud.

Ella lo invitó a tomar asiento y ambos se instalaron frente a frente, junto a una mesi-ta baja situada ante el amplio mirador. -¿Café, señor Astarloa?

Asintió, complacido. Sin que mediase llamada alguna, la doncella entró silenciosamente con una bandeja de plata sobre la que tintineaba un delicado juego de porcelana. La misma dueña de la casa cogió la cafetera para. llenar dos tazas y entregó después la suya a don Jaime. Aguardó a que éste bebiese el primer sorbo, mientras parecía estudiar a su invitado. Entonces entró directamente en materia.

– Quiero aprender la estocada de los doscientos escudos.

El maestro de esgrima se quedó con el plato y la taza en las manos, moviendo desconcertado la cucharilla. Creía no haber entendido bien. -¿Perdón?

Ella mojó los labios en el café, y después lo miró con absoluto aplomo.

– Me he informado debidamente -dijo con naturalidad- y sé que es el mejor maestro de armas de Madrid. El último de los clásicos, aseguran. Sé también que posee el secreto de una célebre estocada, creada por usted mismo, que enseña a los discípulos interesados en ella al precio de mil doscientos reales. El costo es elevado, sin duda; pero puedo pagarlo. Deseo contratar sus servicios.

Jaime Astarloa protestó débilmente, sin salir de su asombro.

– Disculpe, señora mía. Esto… Creo que es un tanto irregular. El secreto de esa estocada me pertenece, en efecto, y la enseño por la cantidad que usted acaba de mencionar. Pero le ruego que comprenda. Yo… bueno, la esgrima… Nunca una mujer. Quiero decir que…

Los ojos violeta lo miraron de arriba abajo. La cicatriz acentuaba la sonrisa enigmática.

– Sé lo que quiere decir Adela de Otero dejó pausadamente la taza vacía sobre la mesita y juntó las yemas de los dedos, como si se dispusiera a orar-. Pero que yo sea una mujer no creo que venga al caso. Para tranquilizarlo sobre mi capacidad, si es lo que le preocupa, le diré que poseo las nociones adecuadas del arte que usted practica.

– No se trata de eso -el maestro de armas se removió inquieto en el asiento, pasándose un dedo por el cuello de la camisa. Empezaba a sentir demasiado calor-. Lo que intento explicarle es que una mujer como alumna de esgrima… Le ruego me disculpe. Se trata de algo inusual.

– ¿Intenta decirme que no estaría bien visto?

La miró de hito en hito, con la taza de café casi intacta entre las manos. Aquella permanente y atractiva sonrisa le causaba una incómoda desazón.

– Le suplico me excuse, señora; pero ésa es una de las razones. Me resultaría imposible, y reitero mis disculpas. Jamás me había visto en semejante situación.

– ¿Teme por su prestigio, maestro?

Había una socarrona nota de provocación en el fondo de la pregunta. Don Jaime depositó cuidadosamente la taza sobre la mesa.

– No es corriente, señora mía. No es la costumbre. Quizás en el extranjero, pero no aquí. No yo, al menos. Quizás alguien más… flexible.

– Quiero poseer el secreto de esa estocada. Y además, usted es el mejor.

Don Jaime sonrió benévolo ante el halago.

– Sí. Es posible que sea el mejor, como usted me hace el honor de afirmar. Pero también soy ya demasiado viejo para cambiar de hábitos. Tengo cincuenta y seis años, y hace más de treinta que ejerzo mi oficio. Los clientes que pasaron por mis galerías han sido siempre, exclusivamente, varones..

– Los tiempos cambian, señor mío.

El maestro de esgrima suspiró con tristeza.

– Eso es muy cierto. Y ¿sabe una cosa?… Puede que cambien demasiado rápidamente para mi gusto. Permítame, por tanto, que siga fiel a mis viejas mantas. Constituyen, créame, el único patrimonio de que dispongo.

Ella lo miró en silencio, moviendo despacio la cabeza como si sopesara sus argumentos. Después se levantó para dirigirse hacia la panoplia de la chimenea.

– Dicen que su estocada es imposible de parar.

Don Jaime esbozó una sonrisa modesta.

– Exageran, señora. Una vez conocida, pararla es de lo más sencillo. La estocada imparable no he logrado descubrirla todavía. -¿Y sus honorarios son doscientos escudos?

Volvió a suspirar el maestro de armas. El capricho singular de aquella dama lo estaba colocando en una situación incómoda. -Le suplico que no insista, señora.

Ella le daba la espalda, acariciando con los dedos la empuñadura de un florete. -Me gustaría saber lo que cobra por sus servicios ordinarios. Don Jaime se puso lentamente en pie.

– Entre sesenta y cien reales al mes por alumno, lo que incluye cuatro lecciones por semana. Y ahora, si me disculpa…

– Si me enseña la estocada de los doscientos escudos, le pagaré dos mil cuatrocientos reales.

Parpadeó, aturdido. Aquella suma ascendía a cuatrocientos escudos, el doble de lo que percibía por enseñar la estocada cuando encontraba clientes interesados en ella, lo que no era habitual. También suponía el equivalente a tres meses de trabajo.

– Quizás no haya caído usted en la cuenta de que me está ofendiendo, señora.

Ella se volvió con brusquedad y Jaime Astarloa vislumbró durante una fracción de segundo un relámpago de cólera en los ojos violeta. Muy a su pesar, pensó que no era tanto desatino imaginarla con un florete en la mano.

– ¿Se le antoja poco dinero? -preguntó ella, insolente.

El maestro de esgrima se irguió con una pálida sonrisa. De haber escuchado aquel comentario en boca de un hombre, éste habría recibido a las pocas horas la visita de sus padrinos. Sin embargo, Adela de Otero era mujer, y demasiado hermosa por añadidura. Deploró una vez más verse envuelto en aquella penosa escena.

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