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Capítulo VI Desenganche forzado

Densenganche forzado es aquel con cuyo auxilio el adversario ha logrado la ventaja

Terminadas las diligencias oficiales, el jefe de policía acompañó a don Jaime hasta la puerta, dándole cita para el día siguiente en su despacho de Gobernación. «Si los acontecimientos lo permiten», había añadido mientras esbozaba una mueca resignada, en clara alusión a los críticos momentos por los que atravesaba el país. Se alejó sombrío el maestro de esgrima. Experimentaba alivio por dejar atrás el lugar de la tragedia y el desagradable interrogatorio policial, pero al mismo tiempo se enfrentaba a una ingrata evidencia: ahora tendría tiempo para meditar a solas sobre los recientes sucesos, y no lo hacía muy feliz la perspectiva de dar libre curso a sus pensamientos.

Se detuvo junto a la verja del Retiro, apoyando la frente en los barrotes de hierro forjado mientras su mirada vagaba por los árboles del parque. La estima que había sentido por Luis de Ayala, el doloroso estupor tras su muerte, no bastaban, sin embargo, para colmar de indignación sus sentimientos. La existencia de cierta sombra de mujer, sin duda relacionada de algún modo con todo aquello, alteraba profundamente lo que, en principio, debía ser objetiva evaluación de los hechos por su parte. Don Luis había sido asesinado, y don Luis era un hombre al que él apreciaba. Aquello, pensó, tenía que ser motivo suficiente para desear que la justicia cayese sobre los autores del crimen. ¿Por qué, entonces, no había sido sincero con Campillo, contándole cuanto sabía?

Movió la cabeza, desalentado. En realidad, no estaba seguro de que Adela de Otero fuese responsable de lo ocurrido… El pensamiento sólo se sostuvo unos instantes, retirándose después ante el peso de lo evidente. Era inútil engañarse. No sabía si la joven había clavado un florete en la garganta del marqués de los Alumbres, pero lo innegable era que, de forma directa o indirecta, algo había tenido que ver con ello. Su inesperada aparición, el interés demostrado por conocer a Luis de Ayala, su actitud en las últimas semanas, su sospechosa y oportuna desaparición… Todo, hasta el menor detalle, hasta la última palabra pronunciada por ella, parecía ahora responder a un plan ejecutado con implacable frialdad. Además estaba aquella estocada. Su estocada.

¿Con qué objeto? A tales alturas ya no le cabía la menor duda de que había sido utilizado como medio para llegar hasta el marqués de los Alumbres. Pero ¿para qué? Un crimen no se explicaba por sí solo; había tras él, tenía que haberlo, un objetivo de tal envergadura que justificaba, a juicio del criminal, tan grave paso. Por lógica deducción, el pensamiento del maestro de esgrima voló hacia el sobre lacrado, oculto tras los libros de su estudio. Presa de violenta excitación, se apartó de la verja y echó a andar hacia la puerta de Alcalá, apretando vivamente el paso. Tenía que llegar a casa, abrir aquel sobre y leer su contenido. Sin duda, allí estaba la clave de todo.

Detuvo un coche de alquiler y le dio su dirección, aunque durante un momento pensó si no sería mejor ponerlo todo en manos de la policía y asistir al desenlace del asunto como un espectador más. Pero comprendió enseguida que no podía hacerlo así. Alguien le había obligado a jugar en todo aquello un papel desairado, establecido de antemano, con el mismo despego de quien manejaba los hilos de una marioneta. Su viejo orgullo se rebelaba, exigiendo satisfacción; nadie se había atrevido jamás a jugar con él de aquella forma, y eso le hacía sentirse humillado y furioso. Quizás acudiese más tarde a la policía; pero antes necesitaba saber qué era lo que había ocurrido. Quería comprobar si iba a tener ocasión de ajustar la cuenta pendiente que Adela de Otero había dejado en el aire. En el fondo, no se trataba de vengar al marqués de los Alumbres; lo que Jaime Astarloa deseaba era obtener cumplida satisfacción para sus propios sentimientos traicionados.

Mecido por el balanceo del coche de alquiler, se apoyó en el respaldo del asiento. Comenzaba a sentir una tranquila lucidez. Por mero reflejo profesional, comenzó a repasar cuidadosamente los acontecimientos, con un método clásico en él: movimientos de esgrima. Eso le ayudaba, generalmente, a imponer orden en sus pensamientos cuando se trataba de analizar situaciones complejas. El adversario, o adversarios, habían establecido su plan a partir de una finta, de un ataque falso. Al venir a él lo hicieron en busca de otro objetivo; el falso ataque no era otra cosa que amenazar con una estocada diferente a la que se tenía intención de asestar. No apuntaban a él, sino hacia Luis de Ayala, y Jaime Astarloa había sido tan torpe como para no prever la profundidad del movimiento, cometiendo el imperdonable error de facilitarlo.

Así, todo comenzaba a encajar. Logrado el primer movimiento, habían pasado al segundo. Para la hermosa Adela de Otero no resultaba muy difícil, ante el marqués, ejecutar lo que en esgrima se llamaba forzar el ataque: forzar el florete del contrario era apartarlo por su parte débil, a fin de descubrir al oponente antes de tirarle la estocada. Y el punto débil de Luis de Ayala eran la esgrima y las mujeres.

¿Qué había ocurrido después? El marqués, buen tirador de florete, había intuido que su adversario le estaba dando llamada, procurando sacarlo de su posición de defensa. Hombre de recursos, se había puesto en guardia de inmediato, confiando a don Jaime lo que sin duda era el objetivo buscado por los movimientos del adversario: aquel misterioso legajo lacrado. Sin embargo, aunque consciente del peligro, Luis de Ayala era jugador además de esgrimista. Conociendo su estilo, don Jaime tuvo la certeza de que el marqués había abusado de su propia suerte, sin decidirse a interrumpir el asalto hasta ver en qué terminaba todo aquello. Sin duda confiaba en desviar a última hora el florete enemigo cuando éste, descubierto el juego, se tirase a fondo; pero ese había sido su error. Un tirador veterano como Ayala debía ser el primero en saber que siempre era peligroso recurrir a la flanconada como parada de ataque. Especialmente si andaba por medio una mujer como Adela de Otero.

Si, como sospechaba don Jaime, el objeto del ataque había sido hacerse con los documentos del marqués, era indudable que los asesinos habían ejecutado incompleto el movimiento. Por puro azar, la intervención involuntaria del maestro de armas frustraba el éxito de la maniobra. Lo que en principio debía haberse zanjado con una simple estocada de cuarta sobre la yugular de Ayala, se convertía en una de tercia, que no se realizaba con la misma facilidad. La cuestión vital, que afectaba ahora a la propia supervivencia del maestro, consistía en saber si los adversarios estaban al corriente del papel decisivo que había jugado en todo aquello, merced a la precavida actitud del difunto marqués: ¿sabían ellos que los documentos se hallaban a buen recaudo en su casa?… Meditó detenidamente el asunto, llegando a la tranquilizadora conclusión de que eso era imposible. Ayala jamás habría sido tan incauto como para descubrir el secreto a Adela de Otero, ni a nadie más. Él mismo había afirmado que Jaime Astarloa era la única persona en quien podía confiar para tan delicada tarea.

El simón de alquiler subió al trote por la carrera de San Jerónimo. Don Jaime estaba impaciente por llegar a casa, rasgar el sobre y descifrar el enigma. Sólo entonces resolvería sobre sus siguientes pasos.

Rompía a llover otra vez cuando bajó del coche en la esquina de la calle Bordadores.

Entró en el portal sacudiéndose el agua del sombrero, y subió directamente al último piso, por la crujiente escalera cuya barandilla de hierro oscilaba bajo su mano. En el rellano recordó que había olvidado el estuche de los floretes en el palacio de Villaflores y torció el gesto, contrariado. Pasaría a buscarlos más tarde, pensó mientras sacaba la llave del bolsillo, la hacía girar en la cerradura y empujaba la puerta. Muy a su pesar, no pudo evitar una cierta aprensión cuando entró en la casa, vacía y oscura.

Manifestó su desasosiego echando un vistazo por las habitaciones antes de tranquilizarse por completo. Como era lógico, allí no había nadie más que él, y se avergonzó de haberse dejado inquietar por su imaginación. Puso el sombrero sobre el sofá, se quitó la levita y abrió los postigos de la ventana para que entrase la grisácea luz del exterior. Entonces se acercó a la estantería, metió la mano tras una fila de libros y sacó el sobre que le había entregado Luis de Ayala.

Las manos le temblaban y sentía contraído el estómago cuando rompió el sello de lacre. El sobre era de tamaño folio, cosa de una pulgada de grueso. Rasgó el envoltorio y extrajo un cartapacio atado con cintas que contenía varias hojas de papel manuscrito. En su precipitación por deshacer los nudos abrió la carpeta, y las hojas se esparcieron por el suelo, al pie de la cómoda. Se agachó para recogerlas mientras maldecía su torpeza, y se irguió de nuevo con ellas en la mano. Tenían aspecto oficial, la mayoría eran cartas y documentos con membrete. Fue a sentarse tras la mesa de escritorio y colocó ante si los papeles. En los primeros momentos, a causa de su excitación, las líneas parecían bailar ante sus ojos; era incapaz de leer una sola palabra. Cerró los párpados y se obligó a contar hasta diez. Después respiró profundamente y empezó la lectura. En su mayor parte eran, en efecto, cartas. Y el maestro de esgrima se estremeció al leer algunas de las firmas.

MINISTERIO DE LA GOBERNACIÓN

D. Luis Álvarez Rendruejo Inspector general de Seguridad y Policía Gubernativa. Madrid

Por la presente, establézcase estrecha vigilancia sobre las personas indicadas a continuación, al recaer sobre ellas razonables sospechas de conspiración contra el Gobierno de Su Majestad la Reina, g. D. g.

Debido a la condición de algunos de los presuntos implicados, doy por sentado que la tarea se realizará con toda la discreción y el tacto oportunos, comunicándoseme directamente los resultados de la investigación.

Martínez Carmona, Ramón. Abogado. C/del Prado, 16. Madrid.

Miravalls Hernández, Domiciano. Industrial. Cl Corredera Baja, Madrid.

Cazorla Longo, Bruno. Apoderado de la Banca de Italia. Plaza de Santa Ana, 10. Madrid.

Cañabate Ruiz, Fernando. Ingeniero de Ferrocarriles. Cl Leganitos; 7. Madrid.

Porliery Osborne, Carmelo. Financiero. Cllnfantas, 14. Madrid.

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