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– Hay otro ángulo, más frívolo quizás, desde el que puede considerarse el asunto -optó por arrojar el resto del cigarro en un jarrón de porcelana china-. El marqués era bastante proclive a las faldas… Ya sabe a qué me refiero. Tal vez algún marido celoso… Usted me entiende. Honor mancillado y tal.

Parpadeó el maestro de esgrima. Aquella salida le parecía de pésimo gusto.

– Me temo, señor Campillo, que tampoco en ese particular puedo serle útil. Sólo diré que, en mi consideración, don Luis de Ayala era todo un caballero -miró los ojos acuosos y levantó después la vista hacia el peluquín del jefe de policía, algo torcido. Aquello le dio ánimo, hasta el punto de alzar un poco el tono, desafiante-. Por otra parte, en lo que a mí se refiere, doy por sentado que merezco de usted idéntica opinión, y no espero sórdidos chismorreos sobre el particular.

Se disculpó el otro de inmediato, algo incómodo, tocándose disimuladamente el postizo con la punta de los dedos. Por supuesto. Le rogaba que no malinterpretase sus palabras. Sólo se trataba de puro formulismo. Jamás hubiera osado insinuar…

Don Jaime apenas escuchaba. Reñía en su interior una sorda pugna consigo mismo, porque estaba ocultando, a sabiendas, datos valiosos que, tal vez, podrían esclarecer los móviles de la tragedia. Comprendió que intentaba proteger a cierta persona cuya turbadora imagen le había acudido a la mente apenas vio el cadáver en la habitación. ¿Proteger? De ser acertado el curso de sus propias deducciones, más que protección aquello suponía un flagrante encubrimiento; una actitud que no sólo vulneraba la Ley, sino que atentaba frontalmente contra los principios éticos que sustentaban su vida. Sin embargo, no quería precipitarse. Se requería tiempo para analizar la situación.

Campillo lo miraba ahora con fijeza, fruncido ligeramente el ceño, tamborileando con los dedos sobre el brazo del sillón. En ese momento, por primera vez, pensó don Jaime que también él podía ser considerado sospechoso a ojos de las autoridades. En resumidas cuentas, a Luis de Ayala lo habían matado con un florete.

Fue entonces cuando el jefe de policía pronunció las palabras que había estado temiendo durante toda la conversación:

– ¿Conoce a una tal Adela de Otero?

El viejo corazón del maestro de esgrima se detuvo un instante y reemprendió alocadamente sus palpitaciones. Tragó saliva antes de contestar.

– Sí -respondió con toda la sangre fría de que era capaz-. Fue cliente de mi galería. Campillo se inclinó hacia él, sumamente interesado.

– Ignoraba eso. ¿Ya no lo es?

– No. Prescindió de mis servicios hace varias semanas. -¿Cuántas?

– No sé. Cosa de mes y medio. -¿Por qué? -Lo ignoro.

El jefe de policía se echó hacia atrás en el sillón y sacó otro cigarro del bolsillo mientras miraba a don Jaime con aire de profunda meditación. Esta vez no agujereó el habano con un palillo, sino que se limitó a morder distraídamente un extremo.

– ¿Estaba usted al tanto de su… amistad con el marqués?

El maestro de armas hizo un gesto afirmativo.

– Muy superficialmente -aclaró-. Que yo sepa, su relación se inició después de que ella dejase de asistir a mi galería. No volví… -dudó un momento antes de terminar la frase-. No volví a ver a esa dama.

Campillo encendía el cigarro entre una nube de humo que irritó el olfato de Jaime Astarloa. En la frente del maestro de armas brillaban minúsculas gotas de sudor.

– Hemos interrogado a los sirvientes -dijo el policía al cabo de un rato-. Gracias a ellos sabernos que la señora de Otero visitaba esta casa con asiduidad. Todos coinciden en asegurar que el difunto y ella mantenían relaciones de tipo, ejem, íntimo.

Don Jaime sostuvo la mirada de su interlocutor como si todo aquello no le afectase en lo más mínimo.

– ¿Y bien? -preguntó, procurando adoptar un aire distante. Sonrió a medias el jefe de policía, pasándose un dedo por las guías del teñido bigote.

– A las diez de la noche -explicó en tono casi confidencial, como si el cadáver de la habitación vecina pudiera oírlos- el marqués despidió a los criados. Sabemos que acostumbraba a hacerlo cuando esperaba visitas que podríamos definir como… galantes. Los sirvientes se retiraron a su pabellón, que está al otro lado del jardín. No escucharon nada sospechoso; sólo lluvia y truenos. Esta mañana, sobre las siete, al entrar en la casa, encontraron el cadáver de su amo. En el otro extremo de la habitación había un florete con la hoja manchada de sangre. El marqués estaba frío y rígido, llevaba varias horas muerto. Fiambre total.

Se estremeció el maestro de esgrima, incapaz de compartir el macabro humor del jefe de policía.

– ¿Conocen la identidad del visitante?

Chasqueó Campillo la lengua con desaliento.

– No. Sólo podemos deducir que entró por una discreta puerta que se abre al otro lado del palacio, en el pequeño callejón sin salida que a menudo usaba el marqués como cochera… Buena cochera, dicho sea de paso: cinco caballos, una berlina, un cupé, un tíl-buri, un faetón, un cochero inglés… -suspiró melancólicamente, dando a entender que, a su juicio, el difunto marqués no se privaba de nada-. Pero, volviendo al tema que nos ocupa, reconozco que nada hay que nos permita saber si el asesino fue hombre o mujer, una o varias personas. No hay huellas de ningún tipo, a pesar de que llovía a cántaros.

– Una situación difícil, por lo que veo.

– Así es. Difícil e inoportuna. Con la zarabanda política que vivimos estos días, el país al borde de la guerra civil y todo lo demás, me temo que la investigación se presenta laboriosa. El ruido que puede hacer el asesinato de un marqués se convierte en mera anécdota cuando está en juego un trono, ¿no es cierto?… Como ve, el asesino supo escoger el momento apropiado -Campillo soltó una bocanada de humo y miró apreciativamente el cigarro. Observó don Jaime que era de Vuelta Abajo, con la misma vitola que solía fumar Luis de Ayala. Sin duda, en el curso de sus pesquisas, la autoridad competente había tenido ocasión de meter mano en la tabaquera del fallecido-. Pero volvamos a doña Adela de Otero, si no le importa. Ni siquiera sabemos si es señora o señorita… ¿Está usted al corriente?

– No. Siempre la llamé señora, y nunca me corrigió. -Me dicen que es guapa. Una mujer de bandera.

– Supongo que cierta clase de gente la puede definir así.

El jefe de policía pasó por alto la alusión.

– Ligera de cascos, por lo que veo. Esa historia de la esgrima…

Campillo guiñó un ojo con aire cómplice, y Jaime Astarloa decidió que eso era mucho más de lo que estaba dispuesto a soportar. Se puso en pie.

– Ya le he dicho antes que es muy poco lo que sé sobre esa dama -dijo con sequedad-. De un modo u otro, si tanto interés tiene en ella, puede ir a interrogarla directamente. Vive en el número catorce de la calle Riaño.

El jefe de policía no se movió, y el maestro de esgrima comprendió en el acto que algo no funcionaba como era debido en alguna parte. Campillo lo miraba desde el sillón, con el cigarro entre los dedos. Tras los cristales de las gafas, sus ojos de pez brillaban con maliciosa ironía, como si todo aquello pudiera contemplarse desde un ángulo muy divertido.

– Naturalmente -parecía encantado con la situación, saboreando una broma que hubiera estado reservando para el final-. Por supuesto, usted no tenía por qué saberlo, señor Astarloa. No podía saberlo, es cierto… Su ex cliente, doña Adela de Otero, ha desaparecido de su domicilio. ¿No es una curiosa coincidencia?… Matan al marqués y ella se esfuma sin dejar rastro, fíjese. Como si se la hubiera tragado la tierra.

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