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– ¿La reconoce?

Don Jaime se obligó a mantener la vista fija en el cadáver desnudo. Era el cuerpo de una mujer joven, de mediana estatura, que quizás hubiera sido atractivo unas horas antes. La piel tenía el color de la cera, el vientre estaba profundamente hundido entre los huesos de las caderas, y los pechos, que posiblemente fueron hermosos en vida, caían a cada lado, hacia los brazos inertes y rígidos que se extendían a los costados.

– Un trabajo fino, ¿verdad? -murmuró Campillo a su espalda.

Con un supremo esfuerzo, el maestro de esgrima miró de nuevo lo que había sido un rostro. En lugar de facciones habla una carnicería de piel, carne y huesos. La nariz no existía, y la boca era sólo un oscuro agujero sin labios, por la que se veían algunos dientes rotos. En el lugar de los ojos había sólo dos rojizas cuencas vacías. El cabello, negro y abundante, estaba sucio y revuelto, conservando todavía el légamo del río.

Sin poder soportar durante más tiempo aquel espectáculo, estremecido de horror, don Jaime se apartó de la mesa. Sintió bajo su brazo la precavida mano del policía, el olor del cigarro y luego la voz, que le llegó en un grave susurro.

– ¿La reconoce?

Negó don Jaime con la cabeza. Por su mente alterada pasó el recuerdo de una vieja pesadilla: una muñeca ciega flotaba en un charco. Pero fueron las palabras que Campillo pronunció después las que hicieron que un frío mortal se deslizase lentamente hasta el rincón más oculto de su alma:

– Sin embargo, señor Astarloa, debería usted poder reconocerla, a pesar de la mutilación… ¡Se trata de su antigua cliente, doña Adela de Otero!

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