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– ¿Saca usted algo en claro? -preguntó por fin, sin poder contenerse más. El periodista hizo un gesto de cautela.

– Es posible. Pero de momento se trata sólo de una corazonada… Necesito cerciorarme de que estamos en el buen camino.

Volvió a enfrascarse en la lectura con el ceño fruncido. Al cabo de un momento movió lentamente la cabeza, como si rozase una certidumbre que había estado buscando. Se detuvo de nuevo y levantó los ojos hacia el techo, evocador.

– Hubo algo… -comentó sombrío, hablando para sí mismo-. No recuerdo bien, pero debió de ser… a primeros del año pasado. Sí, minas. Hubo una campaña contra Narváez; se decía que estaba en el negocio. ¿Cómo se llamaba aquel…?

Jaime Astarloa no recordaba haber estado tan nervioso en su vida. De pronto, el rostro de Cárceles se iluminó.

– ¡Claro! ¡Qué estúpido soy! -exclamó, golpeando la mesa con la palma de la mano-. Pero necesito comprobar el nombre… ¿Será posible que sea…? -hojeó rápidamente las páginas, otra vez buscando las primeras-. ¡Por los clavos de Cristo, don Jaime! ¿Es posible que no se haya dado cuenta? ¡Lo que tiene aquí es un escándalo sin precedentes! ¡Le juro que…!

Llamaron a la puerta. Cárceles enmudeció bruscamente, mirando hacia el recibidor con ojos recelosos.

– ¿Espera usted a alguien?

Negó con la cabeza el maestro de esgrima, tan desconcertado como él por la interrupción. Con una presencia de ánimo inesperada, el periodista recogió los documentos, miro a su alrededor y, levantándose con presteza, fue a meterlos bajo el sofá. Después se volvió hacia don Jaime.

– ¡Despache a quien sea! -le susurró al oído-. ¡Usted y yo tenemos que hablar!

Aturdido, el maestro de esgrima se arregló maquinalmente la corbata y cruzó el recibidor hacia la puerta. La certeza de que estaba a punto de desvelarse el misterio que había llevado hasta él a Adela de Otero y costado la vida a Luis de Ayala, iba calando poco a poco, produciéndole una sensación de irrealidad. Por un instante se preguntó si no iba a despertar de un momento a otro, para comprobar que todo había sido una broma absurda, brotada de su imaginación.

Había un policía en la puerta.

– ¿Don Jaime Astarloa?

El maestro de esgrima sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca. -Soy yo.

El guardia tosió levemente. Tenía el rostro agitanado y una barba recortada a trasquilones.

– Me envía el señor jefe superior de policía, don Jenaro Campillo. Le ruega se sirva acompañarme para proceder a una diligencia

Don Jaime lo miró sin comprender.

– ¿Perdón? -preguntó, intentando ganar tiempo. El guardia percibió su desconcierto y sonrió, tranquilizador:

– No se preocupe usted; es puro trámite. Por lo visto, hay nuevos indicios sobre el asunto del señor marqués de los Alumbres.

Parpadeó el maestro, irritado por la inoportunidad del caso. De todas formas, el guardia había hablado de nuevos indicios. Quizás fuera importante. Tal vez habían localizado a Adela de Otero.

– ¿Le importa esperar un momento?

– En absoluto. Tome el tiempo que quiera.

Dejó al municipal en la puerta y volvió al salón, donde aguardaba Cárceles, que había estado escuchando la conversación.

– ¿Qué hacemos? -preguntó don Jaime en voz baja. El periodista le hizo un gesto que aconsejaba calma.

Vaya usted -le dijo-. Yo lo espero aquí, aprovechando para leer todo con más detenimiento.

– ¿Ha descubierto algo?

– Creo que sí, pero todavía no estoy seguro. Tengo que profundizar más. Vaya usted tranquilo.

Hizo don Jaime un gesto afirmativo. No había otra solución. -Tardaré lo menos posible.

– No se preocupe -en los ojos de Agapito Cárceles había un brillo que inquietaba un poco al maestro de armas-. ¿Tiene algo que ver eso -señaló hacia la puerta- con lo que acabo de leer?

Se ruborizó Jaime Astarloa. Todo aquello comenzaba a escapar a su control. Desde hacía un momento se afianzaba en él cierta sensación de desquiciada fatiga

– Todavía no lo sé -a aquellas alturas, mentirle a Cárceles se le antojaba innoble-. Quiero decir que… Hablaremos a mi regreso. He de poner algo de orden en mi cabeza.

Estrechó la mano de su amigo y salió, acompañando al policía. Un carruaje oficial esperaba abajo.

– ¿Adónde vamos? -preguntó.

El guardia había pisado un charco e intentaba sacudirse el agua de las botas.

Al depósito de cadáveres -respondió. Y, acomodándose en el asiento, se puso a silbar una tonadilla de moda.

Campillo aguardaba en un despacho del Instituto Forense. Tenía gotas de sudor en la frente, ladeado el peluquín, y los quevedos le colgaban de la cinta sujeta a la solapa. Cuando vio entrar al maestro de esgrima se levantó con una cortés sonrisa.

– Lamento, señor Astarloa, que debamos vernos por segunda vez el mismo día en tan penosas circunstancias…

Don Jaime miraba a su alrededor con suspicacia. Se obligaba a sí mismo a hacer acopio de energías para conservar los últimos restos de aplomo, que parecían escapársele por todos los poros del cuerpo. Aquello empezaba a rebasar los límites en que solían moverse las controladas emociones a que estaba habituado.

– ¿Qué ocurre? -preguntó, sin ocultar su inquietud-. Me encontraba en casa, solventando un asunto de importancia…

Jenaro Campillo hizo un gesto de excusa.

– Sólo le incomodaré unos minutos, se lo aseguro. Me hago cargo de lo molesta que es para usted esta situación; pero, créame, se han presentado acontecimientos imprevistos -chasqueó la lengua, como expresando su propio fastidio por todo aquello-. ¡Y en qué día, Santo Dios! Las noticias que acabo de recibir tampoco son tranquilizadoras. Las tropas sublevadas avanzan hacia Madrid, se rumorea que la reina puede verse obligada a pasar a Francia, y aquí se teme una revuelta callejera… ¡Ya ve usted el panorama! Pero, al margen de los acontecimientos políticos, la justicia común debe seguir su curso inexorable. Dura lex, sed lex. ¿No le parece?

– Discúlpeme, señor Campillo, pero estoy confuso. No me parece éste el lugar más apropiado para…

El jefe de policía levantó una mano, rogando paciencia a su interlocutor. -¿Tendría la bondad de acompañarme?

Hizo un gesto con el dedo índice, señalando el camino. Bajaron unas escaleras y se internaron por un corredor sombrío, con paredes cubiertas por azulejos blancos y manchas de humedad en el techo. El lugar estaba iluminado por mecheros de gas, cuyas llamas hacía oscilar una fría corriente de aire que hizo a Jaime Astarloa estremecerse bajo la ligera levita de verano. El ruido de los pasos se perdía al extremo del corredor, arrancando siniestros ecos a la bóveda.

Campillo se detuvo ante una puerta de cristal esmerilado y la empujó, invitando a su acompañante a entrar el primero. Se encontró el maestro de esgrima en una pequeña sala amueblada con viejos ficheros de madera oscura. Detrás de su pupitre, un empleado municipal se puso en pie al verlos entrar. Era flaco, de edad indefinida, y su bata blanca estaba salpicada de manchas amarillas.

– El número diecisiete, Lucio. Haznos el favor.

El empleado tomó un impreso que tenla sobre la mesa y, con él en la mano, abrió una de las puertas batientes que había al otro lado de la habitación. Antes de seguirlo, el policía sacó un cigarro habano del bolsillo, y se lo ofreció a don Jaime.

– Gracias, señor Campillo. Ya le dije esta mañana que no fumo.

El otro enarcó una ceja, reprobador.

– El espectáculo que me veo obligado a ofrecerle no es muy agradable… -comentó mientras se ponla el cigarro en la boca y encendía un fósforo-. El humo del tabaco suele ayudar a soportar este tipo de cosas.

– ¿Qué tipo de cosas?

Ahora lo verá.

– Sea lo que sea, no necesito fumar. El policía se encogió de hombros. -Como guste.

Entraron ambos en una sala espaciosa, de techo bajo, con las paredes cubiertas por los mismos azulejos blancos e idénticas manchas de humedad en el techo. En una esquina había una especie de lavadero grande, con un grifo que goteaba continuamente.

Don Jaime se detuvo de forma involuntaria, mientras el intenso frío que reinaba en aquel lugar penetraba hasta lo más profundo de sus entrañas. Jamás había visitado antes una morgue, ni imaginó tampoco que su aspecto fuese tan desolado y tétrico. Media docena de grandes mesas de mármol estaban alineadas a lo largo de la sala; sobre cuatro de ellas había sábanas bajo las que se perfilaban inmóviles formas humanas. Cerró un momento los ojos el maestro de esgrima, llenando sus pulmones de aire que expulsó enseguida con una arcada de angustia. Había un extraño olor flotando en el ambiente.

– Fenol -aclaró el policía-. Se usa como desinfectante.

Asintió don Jaime en silencio. Sus ojos estaban fijos en uno de los cuerpos tendidos sobre el mármol. Por el extremo inferior de la sábana asomaban dos pies humanos. Tenían un color amarillento y parecían relucir bajo la luz de gas con tonos cerúleos.

Jenaro Campillo había seguido la dirección de su mirada.

– A ése ya lo conoce -dijo con una desenvoltura que al maestro de armas le pareció monstruosa-. Es aquel otro el que nos interesa.

Señalaba con el cigarro hacia la mesa contigua, cubierta por su correspondiente sábana. Bajo ella se adivinaba una silueta más menuda y frágil.

El policía exhaló una densa bocanada de humo e hizo detenerse a don Jaime junto al cadáver cubierto.

– Apareció a media mañana, en el Manzanares. Más o menos a la hora en que usted y yo charlábamos amenamente en el palacio de Villaflores. Sin duda fue arrojada allí durante la pasada noche.

– ¿Arrojada?

– Eso he dicho -soltó una risita sarcástica, como si en todo aquello hubiese algo que no dejaba de tener su gracia-. Puedo asegurarle que se trata de cualquier cosa menos un suicidio, o accidente… ¿De verdad no sigue mi consejo y le da unas chupadas a un cigarro? Como guste. Mucho me temo, señor Astarloa, que lo que va a ver tarde bastante tiempo en olvidarlo; es un poco fuerte. Pero su' testimonio resulta necesario para completar la identificación. Una identificación que no es tarea fácil… Ahora mismo va usted a comprobar por qué.

Mientras hablaba, hizo una seña al empleado y éste retiró la sábana que cubría el cuerpo. El maestro de esgrima sintió una profunda náusea subirle desde el estómago, y a duras penas pudo contenerla aspirando desesperadamente el aire. Las piernas le flaque-aron hasta el punto en que hubo de apoyarse en el mármol para no caer al suelo.

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